Era 14 de enero del año 2000. A pesar de las predicciones apocalípticas que atemorizaban a millones de personas ante el supuesto fin del mundo por la llegada del nuevo milenio, la vida seguía igual. Pasadas las 10 de la mañana, el sol santiaguero ya rodaba como una canica elástica sobre la pista del Aeropuerto Antonio Maceo, cuando hizo su aparición instantánea un jet privado. El ronroneo del motor se desvaneció y empezó a desplegarse la escalerilla.
Con pasos firmes y una sonrisa que desbordaba carisma, María Elena Suárez, trabajadora de Tráfico Internacional, avanzó por la rampa hasta el Cesna blanco para recibir al turista y conducirlo al salón de protocolos de la terminal aérea. La figura que emergió desde el interior de la aeronave era inconfundible, pero ella no advirtió en el acto su aura de estrella.
Venía “disfrazado”. Usaba gafas plásticas de color negro, gorra pelotera, camisa azul sobre lo ancho y remangada hasta los codos, pantalón beige de pinzas y un par de sandalias. Otros empleados sí sospecharon desde el principio, pues le notaron cierto parecido con un famoso. No obstante, continuaron incrédulos de que fuera él. ¿Qué hacía alguien de su talla en Cuba? ¿Llegaba sin que lo anunciara nadie… ni la prensa?
Todo era muy raro. Cuando revisaron los pasaportes acabó el misterio y ocurrió la magia. “James Paul McCartney”, leyó María Elena y lo miró atónita, intentando asociar aquel rostro envejecido con el chico rebelde de peinado “calabacita” que había visto en los videos musicales por la TV: “Sí, el de Los Beatles”, esclareció simpáticamente el recién llegado.
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Lo acompañaban su hija Stella, reconocida diseñadora de moda, su hijo James Louis, quien siguió los pasos del padre en la música, y el piloto. Entonces María Elena, como tocada por un relámpago, comprendió la magnitud del momento: fue la primera persona que interactuó en Cuba con Sir Paul McCartney, caballero británico y leyenda viva del rock por el mítico cuarteto que formó con John Lennon, George Harrison y Ringo Star.
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Desde las Providenciales, en las Islas Turcas y Caicos, territorio británico de ultramar al sureste de las Bahamas, había llegado el pequeño avión que trajo a McCartney. En vísperas del vuelo, Ariel Pevida recibió un correo electrónico de la línea aérea InterIsland Airways, presidida por el señor Lyndon Gardiner. No solo le pedían organizar el viaje; además, le rogaban encarecidamente que todo saliera perfecto, pues se trataba de alguien del mundo de la farándula.
“Hice las verificaciones pertinentes con el Instituto de la Aeronáutica Civil en La Habana y con Estaciones del Aeropuerto de Santiago; en efecto, ya tenían la autorización. De ahí solicité en la agencia de viajes de Cubanacán que pusieran un guía turístico de excelencia porque se trataba de un cliente especial, sin ahondar en detalles”, recuerda a OnCuba Pevida, responsable entonces de hacer las coordinaciones del tour.
“Cumplidas las diligencias consideré que mi labor en esa operación había terminado. Nunca supe quién era el famoso pasajero. Me enteré una vez que aterrizó en Santiago. Admiro la música de The Beatles, pero nunca me interesó conocer a ninguno por separado. Ah, pero si fuera para verlos en cuarteto, habría movido cielo y tierra por verlos”, acota.
Por su parte, Onil Nápoles, director del Aeropuerto Antonio Maceo al momento del arribo, precisa: “La historia es que el piloto había estado varias veces en Santiago, llevando personalidades. Paul le dijo que quería conocer Cuba y el piloto le propuso ir a Santiago. Nos hizo la reserva del salón y ahí empezó todo. Le pusieron una guagua con un guía y se fue de recorrido por varios puntos icónicos de la ciudad. Nuestro papel fue darle la bienvenida y despedirlo al regreso. Le obsequiamos varios tipos de ron cubano. ‘Voy a estar borracho hasta noviembre’, comentó en perfecto español y nos invitó a tomarnos una foto con él”. McCartney había estudiado el idioma y lo hablaba con bastante fluidez.
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Carlos Manuel Rivera captó la imagen del beatle junto a un grupo de trabajadores del aeropuerto. Como fuera el descalzo en la cebra de Abbey Road o el clavel negro bajando la escalera en “Your Mother Should Know”, Paul vuelve a ser el hombre “extraño” de la foto. No solo se percibe “aplastado” (con casi 1.80 metros de estatura), sino que, pretendiendo esconder su identidad, se había encajado unas gafas oscuras de cierta “onda marciana” que resultaron significativamente llamativas. Paul siempre se destaca, sin importar el escenario. Es esta la fotografía más conocida o la única divulgada en redes sociales de su tránsito santiaguero.
No hubo paparazzis que lo persiguieran ni eran los tiempos actuales, en que todo el mundo tiene un celular en mano. Otra habría sido la historia. Y la histeria. Sin embargo, aquel no es el “único” registro fotográfico que existe de la fugaz estancia, como se ha sostenido erróneamente durante estas dos décadas.
En realidad Paul se retrató varias veces, firmó cortésmente cuanto autógrafo pudo y saludó sonriente cuando algún que otro santiaguero confianzudo le gritara “John” (Lennon) o “Yesterday”. Solo que, probablemente en respeto a su expreso reclamo de privacidad, quedaron engavetadas. Quizá algún día salgan a la luz nuevas evidencias, pero en el interesante libro El Sargento Pimienta vino a Cuba en un submarino amarillo, del periodista Ernesto Juan Castellanos, publicado en el propio año 2000, se recogen pormenores de la visita y un apéndice gráfico testimonial donde aparecen tres curiosas fotografías de Paul en Santiago: una caminando por la calle con sus hijos y las otras en la Casa de la Trova.
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El guía resultó ser Walfrido Álvarez, quien impuesto de los intereses del ilustre viajero —sobre todo atendiendo a que deseaba guardar la mayor discreción posible— demostró sus condiciones de magnífico profesional e improvisó un recorrido de apenas 4 horas, cuidando que el visitante pudiera llevarse en ese corto tiempo la más redonda panorámica de la urbe oriental. Con sus nobles fachadas de la época colonial, alegremente iluminadas por el día, la fisonomía graciosa y hospitalaria de su gente, y sin la extrema tensión nerviosa de la gran capital, Santiago devino para Paul, sin proponérselo, en la cara del país.
El Museo del Castillo del Morro, patinado por los siglos de sol y salitre, resultó el primer destino de la gira. Junto al guía y sus hijos, McCartney ascendió hasta la plataforma de la Santísima Trinidad, el punto más elevado de esa arquitectura de rocas vintage, desde donde uno suele fascinarse con las leyendas de la fortificación declarada Patrimonio de la Humanidad en 1998 y hasta alcanza a ver los espíritus de la batalla naval desandando todavía por aquel paisaje mediterráneo de belleza sobrenatural.
Al marcharse, Paul escribió en el libro de visitantes distinguidos: “Olá. Muchas gracias. Viva la Revolution!”. La posibilidad de que el nacido en Liverpool en 1942 dedicara semejante frase se ha puesto en duda por algunos animadversores. Sin embargo, fue real y aparece registrada en el libro El Sargento Pimienta...
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En los pintorescos kioscos de ventas de souvenirs, ubicados en las inmediaciones del castillo, compró un par de pulóveres con temática cubana. Convidado por el guía, pasó a almorzar en el aledaño restaurante El Morro. Según constó en el vale que la dependienta Reina Reyes pasó al cocinero Santiago Téllez, el menú solicitado consistió en tres tortillas con queso, pan, ensaladas mixtas, arroz, chatinos. De postre: helado y café. Apuntaría Reina en una serie documental que el helado de chocolate le gustó mucho, y que también le sirvió una cerveza Mayabe y un cóctel de piña marca Delicias.
Dieciocho años después, al costado de la mesa número siete utilizada por McCartney y familia para aquel grácil almuerzo al borde del Mar Caribe, se colocó una estatua del músico a tamaño natural. Es obra del escultor santiaguero Mariano Frómeta Stevens. “Usé marmolina con una patinada en bronce y, como se puede observar, Paul, sentado, apoya un brazo sobre la mesa mientras el otro reposa abajo. Ahí traté de reflejar la parsimonia, la flema que caracteriza al inglés, además de escuchar las sugerencias de quienes laboran en el restaurante y estaban allí ese día. Sí, sí me gustan The Beatles. Ellos son clásicos y mi generación conoció muy bien su música. Son irrepetibles”, declaró el artista de la plástica en 2018 a Miguel Ángel Gaínza, periodista cultural del semanario provincial Sierra Maestra.
A manera de atractivo excepcional, el restaurante conservó la silla, el plato y los cubiertos usados por Paul, así como su agradecimiento estampado en una servilleta: “Gracias. Muy bueno”. Hay quien asegura que dijo: “Volveré”. Todavía allí lo están esperando.
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La experiencia del Morro y el restaurante fueron el aperitivo perfecto. El plato fuerte: el centro histórico de Santiago. El rastro musical de Cuba lo condujo a la Casa de la Trova Pepe Sánchez, en el mismo corazón de la ciudad.
Al filo de la una de la tarde, el microbús en que iba parqueó a un costado del Parque Céspedes, en la esquina frente al Banco. McCartney y compañía debieron cruzar a pie la plaza frente a la Catedral, tomar la acera del hotel Casagranda y saltar la estrecha calle Heredia para ingresar en la casona de las tradiciones. Uno de los transeúntes que lo vio en ese instante fue Vincent Guillon, un francés cautivado por la trova: “Serían más de las 12 cuando iba yo por Heredia y veo de repente un tumulto. Pensé que era una bronca, un robo o algo así, cuando se le abrió paso a un señor que iba en familia, no recuerdo bien si eran cinco. No lo reconocí enseguida, tenía gorra y gafas negras, pero sí le noté un andar muy peculiar, very anglosajón”.
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Lo primero que hizo el beatle al cruzar el umbral de la Casa fue interesarse por el catálogo y comprar una docena de discos de producción doméstica. Entre ellos, títulos de Benny Moré, Eliades Ochoa, Sindo Garay, orquestas de los 50, guajiras, Los Guanches, Septeto Turquino; mientras sus hijos adquirieron compactos de música popular bailable: Van Van, la Aragón, NG la Banda y Adalberto Álvarez y su Son.
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A esa hora sonaba con sabor el entonces quinteto Moneda Nacional, dirigido por Daniel Castillo. “Resulta que ya habíamos terminado de trabajar ese día y estábamos recogiendo los instrumentos cuando apareció el director de la Casa de la Trova. Nos pidió seguir un rato más porque había llegado al aeropuerto Paul McCartney y habían avisado que quería ir a la Casa de la Trova”, recuerda Daniel Cos, quien fuera el tresero del grupo.
“Imagínate, eso no lo pagaban, pero para nosotros era un honor tocar para una figura de tamaña importancia en el universo de la música. Recuerdo que entró y se quedó al fondo, discretamente recostado. Llegó con gorra y gafas, y como uno estaba acostumbrado a verlo con pelo largo, casi no lo reconocimos. Luego aquello se empezó a llenar de gente que ya se había enterado quién estaba allí y entonces vino a sentarse en primera fila. Yo estaba concentrado tocando y no pude estar pendiente a todo lo que hizo o dijo, además han pasado muchos años y los detalles se escapan, pero creo que se sintió complacido el rato que pasó con nosotros”, opina Cos.
Otro testigo excepcional de la media hora que disfrutó Paul entre sones y guarachas en aquel ambiente remarcable fue el destacado trovador José Aquiles. “Yo acababa de pasar por La Trova, donde me abordó el colega René Urquijo: ‘Oye, mantente en zona que dicen que Paul McCartney llegó en una avioneta y viene para acá’. Pensé que era broma, no le di crédito y me fui a almorzar a mi casa. Estaba en eso cuando sonó el teléfono. Era el director de la Casa de la Trova, Julio Domínguez, insistiendo que la cosa era real. Julio era una persona seria, así que cogí mi moto y arranqué para allá”, recapitula Aquiles. Aun así, el temor de que fuera “jodedera” no lo abandonó en todo el camino.
“Cuando lo vi en la puerta de la Casa de la Trova me parecía increíble. Le dije a Julio Domínguez: ‘Míralo ahí. Ese es el hombre’. Lo primero que hizo fue pararse en la tiendecita de Artex, a la derecha de la entrada, para interesarse por los discos en venta. Urquijo y yo tuvimos la posibilidad de dialogar con él allí. Nos dijo que conocía la música cubana. En medio de ese intercambio surgen dos muchachos que tenían una cámara y se escondían detrás de unas perchas de ropa para tomarle fotos subrepticiamente. Creo haber visto alguna en un libro. Cuando Paul se dio cuenta, como no deseaba esa publicidad, pasó al salón principal para la actuación de Moneda Nacional”.
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Otra de las leyendas urbanas que ha trascendido es que Paul “tocó música cubana con claves”, cuando en realidad solo acompañó el compás con las manos. “Nunca tuvo unas claves en las manos, pero sí vi que se ‘meneó’ en su silla. Siguió el ritmo”, asevera el franco Guillon.
Aquiles se sentó justo detrás del agasajado. “Mostró identificación con la clave cubana. Al final me firmó un autógrafo en una hoja del carnet de identidad, que era el de librito. Igual te digo que hubo gente afuera, mirando por los ventanales enrejados, que nunca se enteró de que allí estaba sentado Paul McCartney. Esto es en síntesis lo que vivimos en La Trova. Así fue como aquel mediodía se detuvo el tiempo y se hizo eterno el momento. Ahora que Cien años de soledad está de moda, te diría que para mí eso fue parte del realismo mágico santiaguero”, sentencia Aquiles, dejando escapar una leve risa.
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Cuentan que a todas partes iba tarareando o silbando bajito. Paul McCartney también visitó la fábrica de tabacos en La Alameda, donde intercambió con las torcedoras y pidió tabacos criollos “de verdad”, los de a peso. Pasó por el antiguo Cuartel Moncada, la Plaza de la Revolución Antonio Maceo y el Árbol de la Capitulación en San Juan. Luego el microbús tomó por allá mismo, por la circunvalación, hacia el aeropuerto.
Cuando el pueblo santiaguero “despertó”, ya el beatle no estaba ahí. Los cogió movidos. Sobre las 4 de la tarde Paul McCartney partió de vuelta a su paraíso en Providenciales. La visita que muchos beatle lovers habrían soñado desde siempre ocurrió de incógnito, a 969 kilómetros de La Habana. La prensa nacional, sumida en la campaña por el regreso del niño Elián González, no mencionó el suceso hasta una semana después. “Paul McCartney, ex integrante de Los Beatles, visitó esta ciudad […] con el objetivo de contactar con las raíces de la música cubana y con la hospitalidad de su pueblo. La mítica figura de la canción mundial solo estuvo unas horas de tránsito en la urbe oriental, adonde llegó en su avión privado, aunque realizó un fructífero recorrido”, informaba el Granma del 23 de enero.
Paul McCartney, uno de los artistas más influyentes de la contemporaneidad, coronó con su presencia la historia cultural moderna de Santiago. La emoción de los privilegiados testigos fue auténtica. Por más que la música de la banda británica hubiera sido menospreciada y casi perseguida años atrás, el legado de Los Beatles tenía su santuario clandestino en el alma de la isla.
“La nostalgia sigue siendo igual que antes”, enjuició García Márquez en un artículo a propósito de la muerte de Lennon. Ahí expresó: “tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que Los Beatles comenzaron a cantar. Todo cambió entonces”. Sin ánimos de desdorar la clarividencia del Gabo, ya la nostalgia no es como la pinta, no es la de su tiempo. Cada vez son menos los que tienen la dicha de regodearse en la melancolía pastoral de la memoria, máxime cuando la cabeza tiene tantos dilemas emergentes y graves que resolver. Por eso, un cuarto de siglo más tarde, pocos —incluso entre los que dicen estar bajo el poder de la beatlemanía— habrán de recordar las cinco horas que pasó el genio Paul McCartney en Santiago de Cuba.
Trabajaba yo como Promotor Comercial del otrora restaurante Kian Sam, de la cadena Palmares, cuando, alrededor de las 11 am recibimos una llamada que nos puso al tanto de la visita de Paul M con sus hijos a Santiago de Cuba. En un primer momento pensábamos que no era cierto. Llamé a la agencia Fantástico y me confirmaron que era real y que el guía era Walfrido. Yo estuve trabajando como guía para esa agencia por lo que no me fue difícil confirmarlo. La sorpresa nos embargó a todos y nos llenó de regocijo. Entonces cuál era la idea que empezamos a manejar con ilusión extrema: cómo hacer que los visitantes fueran a nuestro restaurante, qué hacer, cómo preparar. El tiempo corría y no nos dábamos cuenta. Finalmente, decidimos, Luis Román, Aron, directivos y yo ir al Morro donde se encontraba visitando y hacerle la propuesta. Jamás pensamos lo arriesgado que hubiera sido pero valía el intento. Cuando llegamos ya Paúl y sus dos hijos se encontraban sentados (hoy está señalado el lugar) en espera del almuerzo. A penas pudimos verlos espaciados mirando el mar Caribe y conversaban entre ellos. Ese es el recuerdo que nos queda y la satisfacción de, al menos, haberlo visto, disfrutando de su estancia en nuestra ciudad.
Saludos al autor del artículo. Lástima que no supiera que yo existo. A mí me firmó 5 autógrafos: uno para 2 hermanos míos: Carlos Sánchez, artista plástico santiaguero (en una revista Somos Jóvenes), otro a mi hermano Fidel Sánchez, poeta quien le regaló a Paul un acrostico con su nombre -traducido por mí que era entonces profesora de la Escuela de Idiomas Renato Guitart; otro al cantante Armado Garzón, el del trovador José Aquiles en su CI de “librito” y claro está, el mío. Tuvimos un corto diálogo. Lo vimos comprar discos, hacer la clave con su puño cerrado, vimos a Stella caminar libremente por Heredia. La inspectora de Aduana de entonces, Yamil Diaz, tiene en su autógrafo un número uno puesto por Sir Paul: fue el primero que firmó en Cuba. Una de las experiencias más grandes de nuestras vidas. Este año el espacio La Cebra celebrará el aniversario 25 de este acontecimiento. Felicidades a todos los beatlemaniacos!!!
Es la primera vez que hago esta anécdota porque quizás, y en ese tiempo, expresar lo que queríamos hacer nos hubiera costado bien caro a los tres, sobre todo. Incluso ya los trabajadores que quedaron en el restaurante lo tenían todo preparado.