Lenguaje universal con demasiada riqueza aún no explorada, la música desempeña un singular papel en la conformación, articulación y sostenimiento de redes identitarias. Acerca de su importancia en el devenir histórico cultural de la nación cubana se han pronunciado personalidades como Fernando Ortiz, quien en 1911 afirmaba que la práctica de la música popular proveía un espacio sociocultural que, al ser compartido por todo el pueblo, a su vez ofrecía un camino para alcanzar un nivel más alto de consolidación nacional. Y concluía su intervención con palabras proféticas: “Porque ella [la música popular] es algo más que la voz del arte, es la voz de todo un pueblo, el alma común de las generaciones” (Ortiz: 1987).
Para hablar de la función identitaria de la música, hay que partir del principio de que toda cultura tiene música y esta, como producto sociocultural, posee una función identitaria, que puede ser étnica, social, etc., al resultar el reflejo de una cultura específica y un instrumento identificador válido para los seres humanos y que, como ha señalado Rubén Gómez Muns (s/f) “se caracteriza por ser permeable y flexible ante las diferentes actitudes existentes en un mundo cada día más globalizado”.
No está de más recordar la doble naturaleza de la globalización, que aproxima a los hombres cada vez más haciéndoles asumir valores homogéneos, al propio tiempo que provoca la búsqueda y el fortalecimiento de nuestras raíces. No se olvide que uno de los principales debates de fines del siglo XX y de lo que va del XXI ha sido la importancia de lo local y lo global en el pensamiento sobre la producción, diseminación y recepción de la cultura popular y que, incluso, por encima de modelos excluyentes ya hay pensadores que intentan atravesar las polaridades de lo universal y lo particular, como Roland Robertson (1995) con su concepto de lo glocal, o Jan Nederveen Pieterse (1995) con su noción de “interculturalismo” o interpenetración de diversas lógicas culturales.
A lo largo de la historia de la música popular en Cuba, la misma ha actuado siempre como un factor dialógico que ha propiciado una suerte de autorreflexión, de mirarnos por dentro y de ir apuntando hacia los distintos aconteceres de la vida cotidiana en/de nuestra historia, tanto desde el punto de vista de los problemas sociales como de los íntimos.
Por ello, si en la actualidad estamos discutiendo sobre identidad del cubano y patrimonio cultural, no podemos dejar de lado el análisis del tipo de música que en cada época de nuestro devenir como nación ha ido construyendo la sensibilidad del ciudadano de a pie, las formas de ver el mundo, la experiencia corporal, el “yo” generacional en la gente. No ha de pasarse por alto que existe consenso entre los especialistas en cuanto a que la música, más allá de lo artístico, resulta un fenómeno cultural que da lugar a identidades. En correspondencia con lo anterior, involucra diversos elementos para su socialización: discursos, símbolos, líderes o héroes, actitudes, estéticas, rituales e imaginarios. A tales elementos se les puede llamar paramusicales o sociomusicales.
El estudio de la historia y del legado de la obra de un nutrido grupo de hacedores de música popular es una forma de oposición a la tendenciosa exclusión de la creación más periférica del hipotético corpus cultural de nuestro país. Sucede que, en el oficio de historiar, sin estar necesariamente abandonada, la perspectiva tradicional parece insuficiente, limitada por su propia posición: a partir del centro, es imposible abarcar, de una mirada, una sociedad entera ni escribir su historia de otra manera que reproduciendo discursos unanimistas.
De ahí que resulta tremendamente interesante realizar una historia de Cuba a través de la música que se ha hecho durante el devenir de la nación. Esa es una de las más fieles de todas las historias posibles, pues está concebida desde la aguda visión de los ciudadanos de a pie, importantísima cantera donde surgen raíces, mitos y ritos…, incluida, claro está, la música popular en todas sus manifestaciones.
En nuestro caso, la música ha contribuido a decir qué somos nosotros y a cooperar de una manera muy eficaz, primero, en la consolidación de la identidad y, luego, en su perpetua transformación, difusión, disgregación, integración, en una palabra: movilidad. Porque la música es eso: mantra, pura vibración, esferidad, jamás podría existir sin movimiento, sin resonancia.
En la obsesión que los cubanos experimentamos por la música, incluso expresada en la cadencia ritmática del modo de caminar de nuestras compatriotas o en la curva entonacional del habla en áreas del país como la zona oriental, mucho tiene que ver el hecho de que nuestra cultura siempre ha estado abierta a los cuatro vientos y ha tenido una asombrosa capacidad para asimilar patrones culturales foráneos. Tal tipo de “actitud cubana” en lo artístico en general y en lo musical en específico ha quedado emblematizada por el famoso ajiaco a la hora de la apropiación y el consumo. La pasión omnívora que profesamos por lo musical nos lleva a asimilar cuanto nos llegue de allende los mares y, consecuentemente, a una sucesiva y sempiterna transculturación.
En el acompañamiento que la música ha hecho a la vida de los cubanos y en cómo la vida se traspola en lo que como pueblo hemos oído y bailado, no se debe pasar por alto que el reflejo de las problemáticas histórico-sociales en la música, tiene que ver también con hasta qué punto el mercado o la política no actúen como un fórceps para una manifestación sonora determinada. Resulta proeza casi imposible, escapar a esa directiva histórica, sea el sistema que sea. Por supuesto que nadie ha de pretender que, en sí misma, una música nos esté explicando algún tipo de fenómeno, nos dé una alta lección académica de un suceso o de una experiencia histórico-social. Lo que sí nos deja es una foto, una crónica, un testimonio –a veces fugaz, a veces mucho más trascendente–, de lo que está sucediendo en una época.
La música popular cubana ha reflejado el diario acontecer de este país y a través de la lírica de sus melodías ha dejado testimonio de la historia que como nación hemos vivido. Por eso, con independencia de las aptitudes, posturas y credos asumidos por cada cual, los temas facturados por nuestros cultores de los distintos géneros y estilos de la música popular, y que han tenido como fuente de inspiración la vida en el territorio nacional, no dejan de ser al menos un diagnóstico preciso de la época, un retrato del espíritu que la animó y la conmovió… Son creaciones que poseen como importantísimo valor el hecho de persistir en preservar la memoria. Ello es expresión del profundo y auténtico amor de nuestros músicos por hacer un país mejor.
Referencias:
GÓMEZ MUNS, RUBÉN (s/f): “Una aproximación a la función identitaria de la música”, [Consulta: 04-09-2011].
NEDERVEEN PIETERSE, JAN (1995): “Globalization as hybridization”, en Global Modernities, eds. Featherstone, Mike; Scott Lash & Roland Robertson, London, Sage, pp. 45-68.
ORTIZ, FERNANDO (1987): Entre cubanos, 2ª ed., Ciencias Sociales, La Habana, pp. 114-126.
ROBERTSON, ROLAND (1995): “Glocalization: Time-Space and Homogeneity-Heterogeneity”, en Global Modernities, eds. Featherstone, Mike; Scott Lash & Roland Robertson, London, Sage, pp. 25-44.