“La Choricera”, “El Niche”, “Los Tres Hermanos” y el “Rumba Palace” despuntaban por las presentaciones del santiaguero Silvano Shueg Hechevarría (1900-1974), más conocido como El Chori, un percusionista con una vida bastante trágica, otro que estuvo en la cima y terminó su existencia en el más completo anonimato en un cuartucho de la calle Egido, en La Habana Vieja.
El Chori fue un pez dentro de cuatro paredes que optó por quedarse dentro de su propio elemento, tragado por los márgenes, la cultura de la orilla y la bohemia. Y todo un excéntrico musical que en sus espectáculos utilizaba sartenes, artefactos y botellas que llenaba de agua para sacarles sonido junto a sus pailas y tambores. Y muchas veces lo hacía, literalmente, con la lengua afuera.
Fue autor de los sones “La choricera” y “Hallaca de maíz”, este último incorporado a su repertorio por el salsero venezolano Oscar de León. Y un precursor de los grafiteros del que casi nadie hoy se acuerda.
Con una simple tiza, dejaba sus trazas por lugares disímiles de La Habana, lo cual contribuyó a su promoción misma. Todo el mundo sabía que la Playa de Marianao era su Reino de este Mundo, aunque no saliera por la televisión.
Su imagen viva quedó estampada en dos películas: Un extraño en la escalera (1955), con Arturo de Córdoba y Silvia Pinal, con varias tomas en La Habana, y La pandilla del soborno (1957), protagonizada por un Errol Flynn en declive, en la que participaron actores como Carlos Más, Guillermo Álvarez Guedes y Aurora Pita.
También en el famoso documental PM (1961), de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal. Varios momentos que preservan para la cultura nacional sus presentaciones en un tugurio de la Playa y muestran su modus operandi, aunque ya peinando algunas canas.
El Chori tuvo su Ry Cooder en Drew Pearson. El periodista estampó en el New York Times una marca, un gancho, un verdadero comercial, una frase lapidaria muy norteamericana: “quien visite La Habana y no llegue hasta la Playa de Marianao a ver al Chori, no ha ido verdaderamente a La Habana”.
Esto contribuye a explicar en buena medida el flujo de visitantes norteños a la zona, sobre todo después de finalizados los shows de Tropicana, el Sans Souci y el Montmartre, junto a bohemios, trasnochadores, tahúres, trabajadoras sexuales, bailadores, músicos, borrachos y otros actores que pululaban por esos predios a altas horas de la madrugada. Y también las personalidades del jet set que en distintos momentos fueron a verlo en sus escenarios: Ernest Hemingway, Marlon Brando, Cab Calloway, Gary Cooper, Errol Flynn, Imperio Argentina, Ava Gardner, Agustín Lara, María Félix, Tito Puente, Josephine Baker, Cesare Zavattini, Silvana Mangano y Pedro Vargas, sin olvidar desde luego a tipos tan empecinadamente habaneros como Meyer Lansky y Lucky Luciano.
En esos bares y cabarets de poca monta no solo había jolgorios, aplausos y movimientos pélvicos, sino también broncas que con alguna frecuencia iban más allá de puños y silletazos, un indicador de la condición social de muchos asistentes, complicada más todavía por la omnipresencia del alcohol y algo más. No debió ser, por tanto, un territorio tan multiclasista, como a veces se ha sugerido o escrito. Muchas personas –no necesariamente de clase media– lo evitaban, y preferían otras opciones como el “Reloj Club”, en la Avenida Rancho Boyeros, o el “Alí Bar”, donde tenía su cuartel general el gran Benny Moré. Si algo le sobraba a La Habana de los años 50, era precisamente diversidad de espacios para la vida nocturna.
Por supuesto, allí también había prostitución. Su primera variante se ejercía mediante una vieja entidad republicana: la academia de baile. Según el investigador Juani Similä, la de la Playa se llamaba “El Pompilio”, “un centro de baile tarifado donde, entre comillas, se aprendía bailar, por 10 centavos la pieza, por un conjunto que amenizaba los bailables desde recién comenzada la noche hasta altas horas de madrugada. Las mujeres enseñaban los bailes de moda a los hombres. […]. Las piezas ejecutadas en estas academias eran mutiladas porque cuanto mayor fuera el número de las interpretadas, más era la ganancia para los dueños y más dinero correspondía a los músicos y las muchachas que “enseñaban a bailar”. Una mujer blanca o mulata cobraba un porcentaje del ticket que pagaba el bailador y por el trago aguado que le servían a ella cuando era invitada”.
Y como para cerrar la noche después de cervezas Hatuey, high balls de Canada Dry con Matusalén, y de calenturas al ritmo del cadencioso son y la rumba, hacia adentro, un poco más alejado de la 5ta Avenida, había un conjunto de posadas y prostíbulos que retroalimentaban lo que ya se sabía de La Habana, la reina de los placeres. El más renombrado de los últimos rendía tributo, de nuevo, a la ruralidad: “La Finquita”.
No he localizado testimonios acerca de él, ni de las mujeres que allí operaban, ni de sus proxenetas, ni de sus precios, pero un ejercicio de imaginación y lógica conduce a la idea de que los de allí, cercanos al Romerillo, no debían ser muy distintos a los del Barrio Chino. La marginalidad y la pobreza habaneras tienden a quedar entre paréntesis en los discursos nostálgicos. Hurgar en sitios como estos las sacan a flote sin el más mínimo resquicio para la duda.
Pero la importancia de la Playa de Marianao para la música popular cubana está fuera de discusión. Músicos y especialistas coinciden en señalar su condición de verdadera escuela o academia en la que había que sonar duro y bien para pasar la prueba popular, ratificando a la vez la importancia del bailador. La medida la daban los aplausos de un público que sabía distinguir muy bien al gato de la liebre.
Por otra parte, eran probablemente los músicos peor pagados del mundo, pero trabajar por lo que diera la mocha durante largas y agotadoras jornadas fue la necesidad que creó el órgano. Ello no podía sino repercutir sobre las habilidades técnicas de los ejecutantes desde sus respectivos instrumentos y modos de hacer.
La galería de los que por allí pasaron en el tiempo evidencia que aquello no era juego de muchachos. La integran, entre otros, Antonio Arcaño, Arsenio Rodríguez, Chano Pozo, Miguelito Valdés, Carlos Embale, Benny Moré, Tata Güines y Senén Suárez.
En esa foto de familia hay también nombres menos conocidos, y a otros se los ha tragado el implacable.
¡Magnífico, Pillo! ¿De quién son las fotos? ¿De Chinolope? ¿Vive aún? Sería bueno escribir algo sobre él. Otro olvidado. Un gran abrazo.
El titulo engaña porque se habla poco sobre como El Chory barnizo toda la capiital con su nombre usando solo una tiza de escuela. Yo lo vi. Tampoco se retrata al Chory en su justa dimension solo de manera superficial, porque el periodista se va del tema central con frecuencia. He leido trabajos mas sustanciosos y mejor estructurados de este autor.
“Si algo le sobraba a La Habana de los años 50, era precisamente diversidad de espacios para la vida nocturna”….