No puedo salir del aeropuerto John F. Kennedy. La búsqueda de las puertas al exterior se me ha convertido en un infranqueable laberinto y ya las nerviosas gotas de sudor caen por mi cuerpo. Bajo las escaleras, subo y siempre regreso al mismo lugar. Justo cuando estoy cargado hasta arriba.
Le pregunto sobre la salida a un latino de unos 60 años, vestido con un uniforme que lo identifica como trabajador de servicios. Se ríe cortésmente. Descubre en mi cara el rostro del desasosiego. Me hace rápidamente un mapa con las manos. Le agradezco y repaso mentalmente los trazos.
Horas antes, en Miami me habían recomendado que tomara uno de los autobuses del servicio de Ground Transportation o el metro. En la puerta, una oficial responde, sin perder el brillo que ilumina el balcón de su rostro, las interrogantes de decenas de viajeros del despiste. Entre ellos yo, por supuesto. Ya en las afueras del aeropuerto doy dos o tres vueltas en redondo. Vuelvo a perderme sin encontrar el destino. “Taxi, taxi”, me grita un afroamericano mientras me enseña un auto muy moderno, cuya marca desconozco. Lo pienso dos veces y repaso en el aire la breve suma que guardo en la billetera. Me abre la puerta del auto y le indico que me esperan en el Parque Central.
Trato de entablar una conversación con mi amistoso chofer en un inglés que roza el ridículo. Me habla de Nueva York, de los bares, de las fiestas, de las tiendas. El viaje apenas dura media hora. En uno de los intervalos de la conversación, le pido que me muestre el edificio Dakota, donde murió John Lennon, cuando lleguemos al Central Park. Creo que las evidentes grietas en las autopistas de mi lenguaje impiden que me comprenda a cabalidad. Sigue hablando de cualquier otro tema, mientras yo me pierdo mirando las cumbres de los paisajes y la hilera interminable de carros que transforman aquella tarde en una sinfonía hilarante.
“Cien dólares” me dice señalando un mapa digital cuando me deja en mi destino. Siento como si me dieran una puñalada en el estómago. No sirvió que mostrara mi mejor actitud o que le diera mi número de teléfono por si pasaba por La Habana. Nada. Respiro hondo. A fin de cuentas, estoy en uno los centros del mundo, estoy en la maldita Nueva York, pienso. Trato de mimetizarme en este mastodóntico enclave mientras espero a un amigo neoyorkino que conocí en La Habana y se ofreció a servirme de guía.
Camino unos pasos y reconozco los rostros de algunos turistas del aeropuerto. Me siento de pronto como un ciclista sin frenos. Como si todo en ese momento fuese posible. En el móvil reviso la ruta al Dakota y solo pienso cómo es que he llegado hasta ahí, de qué forma la vida me dio esa oportunidad, cómo voy a estar frente al edificio donde murió John Lennon.
El Dakota es una edificación imponente. Un enorme grupo de turistas se toma fotos en el memorial Strawberry Fields, coronado por una estrella con la palabra Imagine en una de las entradas del Parque Central que recuerda al Beatle que lo inmortaliza.
“Yo no sé cómo ellos supieron por primera vez de Lennon”, pienso. “Me parece que es por pura curiosidad, por esnobismo”. Ya ese diálogo interior me molesta. Creo que Lennon solo me pertenece a mí porque lo descubrí con apenas 13 años cuando regresaba de la secundaria y por equivocación escuché una canción de Los Beatles en la radio. Yo era un adolescente que solo oía discoteca, que no sabía ni una pizca de rock, de la libertad que nos entregaron los 60. Un chama, en definitiva, que andaba por la vida con un walkman con casetes que repetían un ritmo que, para colmo, ni sabía bailar. Pero llegó Lennon y me cambió radicalmente.
Todo mi pasado concurrió en mi mente como una película mientras esperaba mi turno para tomarme la foto que más ansiaba desde el asiento del avión de American Airlines que cubría la ruta Miami-Nueva York. Mi celular, dicho con las palabras precisas, era una mierda. Lo había comprado en la Florida por unos 30 usd después de extraviar el teléfono que me regaló mi amigo, Alejandro Trujillo, en una tienda de Miami.
Me impaciento con una mujer asiática que frente a mí no para de reír. ¿Cómo puede hacerlo en un momento tan solemne? ¿No sabe que allí le metieron cuatro balas en el cuerpo a un músico que encarnó la grandeza de su generación? Le lanzo una mirada gélida para ver si entra en contexto y el circo se le desenrosca del cuerpo. Mi mirada se pierde entre otras miradas de asiáticos, latinos, africanos y estadounidenses que rodean la estrella. Ella se pone nerviosa. No sabe cómo ponerse. El modo en que empieza a llorar me avergüenza, por haber cargado contra ella silenciosamente. Esa es una de las virtudes del Beatle, su universalidad, la manera de conmover con su música y su carrera a millones de personas. Me reconforta y me alejo de un egoísmo casi infantil, que me hizo pensar minutos antes que Lennon solo me pertenecía a mí, que era el único que le daba el verdadero valor a la foto.
La muchacha se despide. Pone los brazos en jarra y baja la cabeza cortésmente mientras me mira. Yo, con una pena enorme, le doy las gracias. Estoy en una de las estaciones espirituales de mi adolescencia, en un lugar que nunca imaginé pisar, en un sitio que emociona hasta la médula, a pesar de que desde aquí se disparó a la sien de una generación. Mi memoria se llena de nombres, de rostros, de personas con las que hubiera querido compartir el momento. Me aparto un momento del mundo y regreso resignado, dolido. Pero recupero el hálito de la emoción. La respiración se me agita y el corazón palpita a un ritmo de vértigo.
Quise pedirle a algunos de los turistas que me cercaban el favor de tomarme la foto. Pero me venció el peso de la pena por hacer el ridículo con mi inglés primario. Me tomé una selfie para dejar testimonio y me perdí en silencio. A mi espalda volví a sentir las risas nerviosas de los turistas que comienzan su viaje por Nueva York desde el sitio donde Lennon dejó huérfano al mundo.
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Hoy se cumplen 40 años de ese instante trágico para la historia de la humanidad. Un asesino fanático, con una vida gris, acribilló a Lennon cuando salía del Dakota junto a Yoko Ono. Antes, le había autografiado una copia del álbum Double Fantasy. Llevaron al Beatle al hospital ya al borde de la muerte. No sobrevivió.
La noticia conmovió los cuatro puntos cardinales del mundo. Miles de personas corrieron hasta las inmediaciones del Dakota para despedirlo. Las instantáneas recorrieron el planeta. Velas, cantos, plegarias, lágrimas como ríos. Parecía que ese día de 1980 habían asesinado a la utopía. Y de alguna forma fue así.
En Cuba, Los Beatles sufrieron incomprensiones y censura. Los relacionaban con aquel fantasma del diversionismo ideológico que tanto daño hizo y que de vez en vez regresa para recordarnos que en el cuerpo de nuestra nación tenemos heridas abiertas que aún no sanan.
Pero los temas no dejaron de oírse. Las canciones de la tropa de Liverpool ocupaban el centro de la banda sonora de las fiestas de los 60 y 70 y de los sueños de aquellos jóvenes que, desde la Isla, también se imaginaron cantando, fumando, gritando o bailando desnudos en Woodstock 69, en las protestas contra la guerra de Vietnam, en los viajes espirituales de una época que vivió todo y descubrió de repente que los sueños de libertad, comunión y paz se despeñaban cuando aún estaban en la cresta de la ola.
El tiempo ha puesto algunas cosas en su sitio. Desde los años 90, se comenzaron a celebrar en Cuba homenajes a Lennon en conciertos que reunieron a bandas de rock y trovadores de distintas generaciones. Se creó, además, una estatua del Beatle y se fundó el club Submarino Amarillo en honor a la banda de Liverpool.
Mark David Champan no ha dejado de pedir libertad condicional. Este año se la negaron por undécima vez. El asesino de Lennon ha ofrecido sus arrepentimientos al mundo, pero el mundo no está en condiciones de verlo libre. Sería otra herida sobre una herida que sigue gritando como una bestia hambrienta en el corazón. Aquella tarde, el Beatle salía con Yoko para uno de sus recorridos habituales. Champan lo intersectó y le robó la vida con cinco disparos mortales.
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Me tengo que sentar en unas gradas debidamente dispuestas en Times Square cuando alzo la vista hacia las luces, los rascacielos y las imágenes descomunales en 4k de películas o de productos comerciales. Las gradas allí son como un asiento de primera fila de un cine para ver un paraíso que no existe. Como si alguien te dijera, “ven, siéntate, para que veas un mundo que te encandila, pero que después te vas sabiendo que no te pertenece”. No hay problema.
Disfruto el paisaje, las imágenes del Hombre Araña o de otro superhéroe que parece que saldrá del rectángulo en cualquier momento, para salvar a una ciudad de su propio vértigo, para salvarnos a nosotros de nosotros mismos. La primera noche la termino en una pizzería que me mata el hambre acumulada durante el día y me ahorra algunas monedas. Derek Turcios, mi anfitrión, me comenta un poco sobre la historia de aquel lugar y saluda a dos latinos detrás del mostrador. “Este es un hermano de Cuba”, les comenta. Ellos me aprietan la mano con fuerza. “¿Cómo te lleva la ciudad, hermano?” me dicen efusivamente. No quieren cobrar las pizzas de doble queso con jamón ni el refresco. “Esto va por la casa, brother”.
En Brooklyn me esperaba otro amigo dominicano que conocí en La Habana. Me cedió un cuarto de su apartamento para mi estancia en la ciudad y fue otro de mis anfitriones durante esos días. Leo tiene una banda de rock conformada por latinos y estadounidenses. A la mañana siguiente voy a sus ensayos. Rock alternativo sin fisuras.
En la tarde, recorro las tiendas de la ciudad en busca de esa conocida camiseta con la imagen de Lennon con un pulóver de Nueva York. No aparece en los centros comerciales de grandes marcas ni en los establecimientos con atrayentes anuncios lumínicos.
Recorrí la ciudad de arriba abajo, pasé por antiguos e icónicos clubes de rock and roll como el CBGB, tomé un pequeño barco hacia el monumento de la Estatua de la Libertad, me compré una gorra de los Yankees en el Bronx y ya cuando daba la ilusión por perdida terminé en un pequeño negocio, operado por una familia de chinos. Allí, entre decenas de souvenirs para entretener turistas, divisé la camiseta de Lennon, que buscaba como un obseso por toda la ciudad. “Son 30 dólares”, me dijo una mujer china, delgada, con unas profundas líneas en el rostro que la ubicaban cerca de la franja de los 80 años.
Le hablé sobre las relaciones amistosas entre Cuba y China, del sistema comunista de los dos países, en fin, de cualquier cosa que le ablandara el corazón y me rebajara el precio. “Son 30 dólares”, repetía para que me diera cuenta de que aquella frontera era infranqueable. Le entregué el dinero con gusto, a pesar de que mi bolsillo se resintiera. Había visitado uno de los lugares culturales más simbólicos en la memoria musical del planeta y tenía también una foto de la estancia de Lennon en aquella ciudad, donde, reflejan documentos desclasificados, también fue vigilado por las fuerzas del FBI debido a sus acciones y liderazgo pacifista.
En mi cuarto día en Nueva York, el alma me abandonó el cuerpo. En una de esas noches entre conciertos de rock and roll, discotecas y en las que también (lo confieso) sacié mi curiosidad de visitar un club de strippers —una historia para contar en otra ocasión— , perdí el móvil que atesoraba mi testimonio de una parte de aquel viaje tremendo. Entre las fotos desaparecidas estaba mi imagen frente al Dakota, mi encuentro con el adolescente que fui, con la persona que trato de no dejar de ser y con ese impacto inspirador que me provocó estar en el mismo lugar que pisó Lennon antes de ser ultimado.
Traté de volver al Dakota, pero no pude. Entre el poco tiempo disponible, mi escaso conocimiento del terreno y mi dependencia de amigos para el traslado (los taxis eran un lujo que obviamente no me podía dar a menudo), no pude regresar para tomarme una nueva foto, que atestiguara mi presencia en ese lugar de enorme simbolismo para millones en todo el planeta.
De cualquier forma, aquella imagen junto a la estrella de Lennon quedó grabada como una de las escenas más trascendentes de la vida en mi memoria. Hoy, a 40 años de la muerte de Lennon, recuerdo mi paso por aquella ciudad, que lo acogió y que se conmovió hasta sus últimas estructuras por su muerte.
La memoria me permite verme frente al Dakota, con un grupo de personas nerviosas que buscan su foto como si estuvieran junto al Beatle. Me permite decir que yo también estuve ahí.