En abril de 2012 viajé hasta la ciudad de Gibara con la encomienda de entrevistar a Luis Eduardo Aute. Me acompañaban la periodista Aracelis Avilés y Javier Mola, entonces fotógrafo del periódico ¡Ahora!, donde me encargaba yo de la sección cultural.
Aute había viajado hasta esa villa marítima, ubicada al norte de Holguín, como presidente del jurado que evaluaba las obras de ficción del Festival de Cine Pobre, fundado por el entonces ya fallecido Humberto Solás. Nosotros no dudamos en intentar un intercambio. Sus ideas y sensibilidad le vendrían muy buen a las páginas del semanario.
En Gibara fuimos directo hasta el hostal La Muralla, donde se hospedaba. Nos recibió casi en la puerta, seguido por su esposa. Aute vestía una camisa azul, pantalones de mezclilla, andaba en chancletas. Ya no usaba barba. Amable fue desde el comienzo, y familiarizado con el lugar, sin perder tiempo nos indicó un patio interior para que conversáramos.
El sitio era fresco y estaba rodeado por plantas de hojas muy verdes, largas y finas. Sobre la mesa de hierro recuerdo dentro de un macetero lo que sin duda hoy será una gran palmera. Un sol suave bañaba la mitad del patio, solo que, en la medida que se acercaba hasta nuestras posiciones, amenazaba con sofreírnos.
El trovador no tenía intenciones de cantar en Gibara. “Estoy de vacaciones”, dijo; aunque sí traía un largometraje para compartirlo. Lo había realizado en 2001. Lleva por título: Un perro llamado dolor. El centro de la conversación se fue por ese lado: el cine, las artes plásticas, la poesía y, claro, la música.
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En esa película Aute mezcla dibujos (unos cuatro mil realizados por él) con música propia. De ese modo ofrece varias historias, cuyo tema es la relación del artista con sus modelos. Reinventa pasajes de Goya, Picasso, Sorolla, Duchamp, Rivera, Dalí, Velázquez y Frida Kahlo; de hecho, Dolor fue uno de los perros de la mexicana. El animal se reitera en esta obra audiovisual.
Artes plásticas y música, dos de las manifestaciones que marcan la poética de Luis Eduardo Aute; ambas le permitieron materializar su inmenso mundo sensorial. Durante toda su carrera se caracterizó por pasar de un género al otro, de una manifestación a la otra con facilidad. La explicación también nos las dio esa mañana. “Todo es lo mismo”, dijo: “Soy un indisciplinado de las artes”.
Hablamos del disco El niño que miraba al mar y el filme El niño y Basilisco, proyectos en los que trabajaba y que finalmente concluyó ese mismo año. Le mencioné un trabajo suyo en proceso del cual había leído, y, según esas lecturas, le habían ocupado por 20 años.
Respondió que lo más seguro era que el fin de ese plan estuviera marcado por su propia muerte, porque de eso se trataba en verdad: “Es una película a través de un cuadro, de un autorretrato que va envejeciendo, que nunca se acaba, y que, cada vez que pasa equis tiempo, envejece”. Ese proyecto, ahora con su fallecimiento, concluyó.
Pero, aquella mañana de 2012 no presentíamos finales más que el de la entrevista.
Al término, en ese punto de estar de pie, hablar esas cosas que se hablan para dilatar el encuentro, mi colega lo miró a los ojos y le preguntó si era verdad que podía hacer que una persona levitara.
Todos miramos a Chely con asombro, pensando que tal vez estuviera refiriéndose al poder de la música y al de los versos musicalizados; al poder del cine, posiblemente, ya que su esposo es cineasta también; pero, no era así.
Ella sabía ciertos detalles que los demás ignorábamos, y estaba siendo literal. Se refería a una faceta menos conocida del trovador, una por la que nadie lo habría asociado jamás.
Sin titubear, aunque evidentemente asombrado de que en aquel pueblito alguien le saliera con aquella perla, respondió que sí, que en efecto; pero, que no lo anduviera diciendo. Sin variar el tono, amistoso e íntimo, preguntó si queríamos una demostración. Mi colega respondió sonriente y a todos –seríamos cinco o seis, también se había sumado el fotógrafo Amauris Betancourt–, se nos vio un rosto animado por lo que íbamos a vivir.
Yo estaba pensando que Aute era un artista de sensibilidad completa, pero, además, un místico que conocía determinadas artes antiguas. Pensaba lo que supongo estuvieran imaginando los otros; que en un momento veríamos a Chely levantándose de la tierra hasta quedar en el punto a donde las manos del músico mago la enviaran.
Luego pasé del entusiasmo a la preocupación. El trovador susurró que sería mejor tomar otro modelo. “Que sea él”, le dijo a Chely. Una mano suya estaba sobre un hombro mío, y ahí mismo comencé a dudar.
Pensé si acaso Aute desconfiaba de sus poderes o aprendizajes. Tal vez temiera que un fallo hiciera desplomar el cuerpo de aquella chica ante quienes estábamos en el patio del hostal. Pensé que, aun peor, un error podría hacerlo volar descontrolado por los aires.
Alguien buscaba un taburete o no recuerdo qué silla. Me senté y el resto de los que habían estado junto a nosotros se acercaron para cumplir con las orientaciones del maestro: juntar las manos con los dedos abrazados, a excepción de los índices que debían estar perfectamente firmes para, como piezas de encastre, colocarse bajo mis axilas y las rodillas.
Pero, antes, tendrían que poner sus manos encima de mi cabeza. Así estuvieron un tiempo, el tiempo que tomaba energizarse. Yo me concentraba, expectante por lo que pudiera suceder con mi cuerpo, y más que este, con mi alma.
No es que creyera demasiado en estos actos, pero tampoco soy un incrédulo. Además, sabía que desde la antigüedad las personas puestas a levitar por los magos entran en una especie de trance también llamado éxtasis que varía en la medida de los resultados del ejercicio. El cerebro es un órgano demasiado desconocido, los neurólogos aun no han entrado a todos sus vericuetos.
Todo eso pensaba, y pensé después en la religiosidad de Aute, en su filosofía; esa que había adoptado, dicen, precisamente en Cuba, luego de cinco meses en recuperación por una tuberculosos adquirida en La Habana.
Pero, esto no es más que anécdota, para contestarlo solo debemos escuchar sus letras. Por ellas entiende uno que desde el principio fue un hombre atraído por el enigmático significado de la vida, preocupado por el cometido que cada uno de nosotros, por voluntad propia o, sobre todo por eso que llaman azar, tiene durante su existencia.
Después de la experiencia en aquel patio gibareño, como iniciados por el maestro en un ritual sagrado, cada vez que nos reuníamos en mi casa, hartos ya de vino o alcohol, a los amigos nos daba por repetir el acto de levitación aprendido por el maestro, mientras escuchábamos todas las canciones suyas desde una bocina.
Elegíamos al que más grueso estuviera, para que no quedaran dudas de lo que yo les había contado y ellos fascinados escuchaban con atención.
Después de cada acto de levitación, todos concordaban conmigo: el cuerpo se siente ligero, queda suspendido en el aire como si en perfecta armonía con el universo nos pudiéramos echar a andar por el camino invisible del tiempo y todo aquello que nos trasciende.
Gracias por este articulo espectacular!