¿Quién sabe cuántas veces renacimos y en qué otras tierras se sembró el corazón antes de este presente? ¿Quién pudiera asegurarnos que, tal y como dicen esos versos del poeta tunecino, maktoub ya maktoub, todo ya fue escrito?
Asisto a la noche con la emoción de escuchar por primera vez en una sala de concierto de mi ciudad la voz del Magreb. Por el umbral cruzan esos mundos, hasta el teatro del Museo Nacional de Bellas Artes, sitio marcado por la suerte y el virtuosismo de todos los músicos que se han dado cita en este espacio durante largos años.
Después de una inauguración impecable, con las pinceladas melódicas del Líbano y Siria, Habana Clásica nos recibe con el conjuro y la belleza que despliegan el talento y el amor, para mostrarnos, en esta V edición del festival, otro rostro del universo sonoro. El programa de conciertos sostiene la promesa de las degustaciones ante el alimento de otras tradiciones clásicas, fuera del contexto eurocentrista, con un andamiaje popular de notable influencia en la historia de la música. Repertorio libanés, egipcio y tunecino: la diversidad habla. No existen fronteras entre la inspiración y el alma.
Entran tomadas de las manos Nada Mahmoud y Afef Elouni. Nadie podría imaginar que La Habana ha unido por primera vez en el escenario a estas dos jóvenes tunecinas. Una cuerda pulsada nos abre los oídos. Nada y el oud se funden en medio de la oscuridad. Notas de amplia proyección en el espacio, bajos cálidos, sonido profundo. Me recuerda a Anouar Brahem. Sonrío, feliz de no tener que escuchar grabaciones en mi celular para disfrutar de estas piezas. Sutilezas tímbricas al aire. La luz roja, cálida como la voz de Afef en su estremecimiento al invadir la escena. Se escuchan los versos del poeta libanés Joseph Harb. La muchacha canta casi todo el tiempo con los ojos cerrados, es un afluente de conmociones su rostro. Arde la voz, entre melisma y respiración, balancea sus manos como enredando delicadas hebras en la lobreguez del proscenio.
Se escucha Ya Rayt Mennon. Su interpretación trae al contexto cubano el espíritu de Fairuz, la leyenda viviente del canto en el mundo árabe. Luego se escucha una de las composiciones de su hijo, el destacado compositor y pianista Ziad Rahbani. La voz se apaga y regresan las cuerdas en su soledad pretérita. Cerramos los ojos y nos transportamos a esos lares dibujados por la armonía.
¡Cuántos paisajes atraviesan las paredes! ¡Cuánto bebieron nuestras academias occidentales de la esencia magrebina y el Levante! La música árabe tiene rituales secretos que se nos revelan en cada nota: conversaciones íntimas, ruegos, historias de amor, casamientos, destierros, guerras. Ha de notarse que su inmortalidad se resguarda por medio de la oralidad y la improvisación. La música como el himno de espiritualidad de nuestros pueblos.
Entran los músicos cubanos, en medio de los aplausos del público. ¡Cuánta audacia y osadía al interpretar el repertorio! La melodía los junta y las culturas se reducen a un sentimiento. Olivia Rodríguez en el contrabajo, dedos certeros sobre las cuerdas. Da gusto verla tocar, pareciese que se abraza al instrumento. La percusión marca el camino. Alejandro Aguiar abre un despliegue tímbrico, su set se desdobla entre influencias árabes, africanas, cubanas. Otra vez el djembe, las congas, el cajón, el darbuka. Dedos y palmas en cada golpe. Su rostro es un desborde de histrionismo e inquietud.
Afef apoya con la percusión menor. Ernesto Oliva al piano. El pie, aunque duela, en el pedal. Destreza en cada acorde. Se escuchan piezas de Túnez. La atmósfera es íntima e invita al movimiento. Es inevitable que nuestro cuerpo no se revuelva desde las sillas del auditorio. “Yefti Nari”, todos cantan en coro. La lengua árabe alcanza otros sentidos. Olivia y Alejandro se miran. Están felices, el público también.
Se acerca el final de la velada. Mientras se preparan, Nada controla la afinación del oud y tararea. Las cortinas se iluminan de azul, verde, otra vez azul. Redobles y más improvisación. Hay un aire gitano en la sala. No todos logran sucumbir al hechizo, pero quienes lo aman, permanecen en éxtasis. Cierran los ojos y lo viven.
Coqueteo en la voz de Afef. Nada Mahmoud nos invita a aplaudir. Palmadas lentas. También construimos la música. Los instrumentos se van apagando. La voz nos abraza. Nada mejor para el cierre que una versión caribeña del “Ya Habibi Taala” de Asmahan, quien renovó de forma considerable la técnica del canto en los entornos del Medio Oriente. Piano, platillos y cuerdas, la voz abriéndose en su temblor profundo, hasta que surgen los aplausos y la sala queda completamente oscura. Es un cierre perfecto.
“Oh, Habibi” (mi amado), cómo la música puede gravitar y hacernos retornar a aquellas otras vidas, antiguas como el sonido y la poesía misma, para mostrarnos que la inmensidad existe más allá de nuestras costumbres estrechas, que son hermosas, pero no las únicas. Como me dijo un amigo hace muchos años, la música no es una isla, ni siquiera un continente, es el infinito.