¡Qué linda debía ser la ciudad de Circa! Todo el mundo había pasado por allí hacía tiempo. Las fotos de Circa eran en blanco y negro. A veces parecía una ciudad tropical y otras era inconfundible lo definitivo de una nevada.
Yo apostaba que estaba en Chipre, cerca de Famagusta, otras veces me daba la sensación de que estaba en Jordania, cerca de Petra. También creí ubicarla por el barrio de Laprakë, en la ciudad albana Tirana, allá por el Adriático. ¡Ay, esas ciudades femeninas! Pero un día en un post de un conocido, que no había ido ni a Jarahueca, creí adivinar en la querida ciudad de Circa una edificación parecida al Capitolio.
Menuda urbe aquella, multiclimática, poligeográfica y ecléctica.
Cuando “googleé” la ciudad por tantos visitada para saber a que país pertenecía, obtuve el siguiente resultado: Circa: Capital de uno de los cinco distritos de la provincia de Abancay, en el departamento de Apurimac en Perú. Está a 3192 metros sobre el nivel del mar y tiene una población de 2498 habitantes.
No me jugaba la lista con el billete. ¿Qué hacían mis amigos visitando aquella pequeñísima ciudad andina y siendo víctimas del sorochi1?
Había otra entrada: Circa: preposición. Hacia, aproximadamente, alrededor de…
Todo cobró sentido. Circa es una manera fina de decir “allá por el 85 u 86, no estoy seguro pero creo….”. Perdónenme por el tardío desayuno pero siempre se aprende algo nuevo.
Ahí les va está historia de Santiago Feliú circa 1986.
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Les confieso que no he tenido tiempo de investigar, como me gusta, para regodearme en las fechas (“estoy en construcción” y perdí una agenda con datos que me servirían para otra publicación), y no quisiera quedar tan poco confiable como un epitomista en la “Historia de Roma” de Kovaliov.
Puedo asegurar que lo que les contaré es posterior a los conciertos de Silvio en el Luna Park en la primavera del 85 —donde participó Santiago— y creo que también posterior a la grabación del disco “Vida”. Había frío y mal tiempo por eso me arriesgo a situar cronológicamente esta hagiografía pecaminosa entre diciembre de 1985 y marzo de 1986.
A finales de 1983 se restauraba la democracia en Argentina. Muchos jóvenes de clase media e ideas de izquierda aún con el síndrome fatal de la post dictadura se apuntaban a la lista de conocer “el reducto del socialismo real en Latinoamérica”. Llegaban a Cuba en oleadas a través de la agencia de viajes “Ventana”.
Una parte importante de aquellos tours la ocupaba la cultura cubana y una de sus aristas más socorridas era La Trova.
Así que se daban encuentros regulares con esos grupos, sobre todo en la antigua sede de “La casa del joven creador”(CJC) en San Pedro y Sol, hoy “Museo del ron”.
Ellos hubieran querido intercambiar con Silvio y Pablo, pero estos estaban complicados. Así que tenían que lidiar con los sucedáneos y francamente éramos una plaga.
¡Que alegría cuando Geraldo Álvarez —director de la CJC— me llamaba para trabajar para un grupo de “Ventana”!
Había asegurado “ron del bueno”, “picadera”, audiencia culta y efusiva, intercambios de casetes (sobre todo con las novedades del folklore y el rock nacionales) y hasta a veces salpicaba alguna que otra historia con afectos especiales (¡La de cubanos que conozco asentados en el Cono Sur que forjaron sus destinos en esos lances!). Por ese tiempo comencé a elaborar mi concepto de “Trovatur”.
Fue un sábado, en la peña regular del “Micrófono abierto” en la CJC. Mientras cantaba noté que al patio colonial iba llegando un pequeño grupo de argentinos. No se me despintaban; hombres de pelo largo, mujeres de pelo rizo, termo bajo el brazo y en la mano el mate y la bombilla. “Ahora sí se puso bueno esto”. pensé.
Cambié la cancioncita mía que iba a cantar por “Playa Girón”. Enseguida capté la atención de los presentes.
Cuando terminé me acerqué al grupo por aquello del intercambio. Hacia mí venía una muchacha bellísima. “Hoy es mi día, ¡Gracias Silvio por dejarme ser tu ‘genérico’!”.
“Hola” —me dijo con una sonrisa de eyección de masa coronal— “soy Marisa y quiero que me presentés a Santiago. Venimos desde lejos porque nos dijeron que podría estar aquí. Y ahí está —me dijo señalando a una mesa— decíle que lo amo desde que lo vi en el Luna Park, mirá lo que llevo conmigo”. Llevaba un ticket del concierto de Silvio en el Luna Park donde también había una imagen del Santi.
“Bueno, alguien la va a pasar bien hoy”, me dije rezumando desilusión y envida. Me fui hasta la mesa de El Zurdo y le hablé de todo y la memorabilia. Los presenté e hice mutis por el foro. La peña languidecía y no se avizoraba nada en el horizonte, salvo la ruta 27 seguida por la 32 hasta mi casa.
Hacia el final de la descarga se me acercó Santiago:
— Los argentinos están en El Abra, y quieren que vaya con ellos. ¿Por qué no me haces la media?
— ¿El Abra?, ¿El camping? Eso está en casa ‘e la p…. ¿Cómo vamos a llegar a allá? —le pregunté con intención de desanimarlo.
— Ellos vinieron en guagua. Se escaparon de la programación para venir a verme. Dicen que me esperan. Casi todos estuvieron en el Luna y tienen la misión de llevarme sí o sí.
Por supuesto que ya el Santi había tenido avances con la tal Marisa y se moría por saber a dónde iba a parar todo aquello.
— Dale, y mira que hay muchas mujeres bonitas que se pueden poner pa tu cartón— y hacía énfasis en el plus de lo que significaría secundarlo en su dislate.
Y realmente me habían caído muy bien Nora y Paula, las porteñas que escoltaban a Marisa. Yo recién salía de mi servicio social como ingeniero y había hecho una declaración formal de amor eterno a la música. Era un electrón que escapaba a la atracción del núcleo, y literalmente no tenía absolutamente ningún compromiso. Así que no tuvo que hacer mucho esfuerzo para convencerme.
“Los argentinos”, eufóricos con el secuestro planificado, también tenían muy bien diseñado el regreso a El Abra. Una guagua desde la parada de la lanchita de Regla a la parada del hospital Naval, de ahí una ruta desconocida para nosotros nos llevaba a Santa Cruz del Norte y de Santa Cruz una que iba hacia Matanzas. ¡Qué tiempos aquellos, y nos quejábamos de lo malo que estaba el transporte público!
Nos quedamos en un descampado de la Vía Blanca y por un terraplén caminamos durante más de una hora. Soplaba un viento de páramo inglés y yo tenía tremendo desamparo textil. Uno de los líderes del grupo me prestó una camisa de pana, de esas de leñadores de la Columbia Británica, y una gorra. Además de abrigarme, me acercaba al estilo argentino que debía tener para poder acceder a la instalación turística.
Aunque ya había experimentado pasar por brasileño en el hotel Deauville, me preocupaba mucho que fuésemos descubiertos y mandados al calabozo de la estación de Santa Cruz del Norte. Era plena época del apartheid turístico. Por suerte el custodio de la entrada del Camping no se percató de que dos intrusos habían dejado el Bantustán.
Eran las 4 de la mañana y todos dormían, así que nos fuimos a la cabañita que compartían Marisa, Nora y Paula, y mientras Santiago romanceaba yo condenaba a Silvio a “lluvia sin motivo”.
En eso estuvimos hasta el horario del desayuno. Se suponía que como parte de la congregación austral participábamos de aquel suculento festín, pero para no llamar la atención y quedar expuestos, nos servimos discretamente y nos sentamos en un rincón apartado del rústico comedor. Todas las miradas se enfocaban en nuestro quinteto. Se había corrido la bola.
No daban crédito a lo que veían. Ahí estaba el gran Santiago Feliú. La gran revelación del concierto de Silvio en el Luna Park, ese que deslumbró con su lirismo en “Ayer y hoy enamorado” al piano de Ernán López-Nussa, el que fulminó con maestría acrobática el final de “Cuando en tu afán de amanecer”, el que levantó al polideportivo con “Por cuántos lados hay que defender la paz”. Ese, estaba ahí con ellos, compartiendo el desayuno en aquel modesto restaurante campestre.
El representante de “Ventana” se acercó a nuestra mesa, y aún presa de la intempestiva sorpresa le proponía a Santiago un encuentro con el grupo en pleno. Este aceptó sin pensarlo dos veces.
Santiago Feliú en el Luna Park invitado por Silvio Rodríguez interpretando “Por cuántos lados hay que defender la paz”.
Así que nos vimos a las 9 de la mañana en un escenario improvisado en el portal de una cabañita ante un auditorio de unos cuarenta argentinos todavía sobrecogidos por la inesperada visita. Yo le decía a Santiago que no era lo mismo fingir ser parte de aquel rebaño meridional que despojarnos de nuestro disfraz delante de las autoridades competentes, pero El Zurdo no entendía.
Ahí estuvo embelesando a la especial audiencia durante dos horas, cantando el repertorio del Luna que ya era conocido por los asistentes y algunas canciones incluidas en su disco Vida. Me presentó como una joven promesa cuando me invitó a hacer el coro en “Trovadores”.
“Dale, destácate un rato que voy a seguir en lo mío”, me dijo mientras encendía un cigarro e iba en pos de Marisa.
Así que aquella audiencia recibió con beneplácito al edecán de Santiago Feliú. Yo iba desgranando mis canciones y me sentía también en mi pequeño Luna Park por como asentían y me ovacionaban. Andaba yo en mi pasmosa suspensión cuando con el rabillo del ojo derecho vi a dos “compañeros” que se acercaban a la descarga. “Hasta aquí llegamos, bebimos de lo lindo, desayunamos como reyes, romanceamos, fuimos aplaudidos”, sopesaba en mi interior mientras pensaba en la semana que pasaríamos en la salitrosa celda de la estación de policía de Santa Cruz del Norte.
Si hay que morir, que sea cantando.
Los “compañeros” llegaron a mi lado y uno de ellos me puso una mano en el hombro conminándome al silencio. El mulato de la camisa de cuadros terció:
“Los amigos de la agencia Ventana nos informaron hoy de la presencia del trovador Santiago Feliú en nuestra institución. Queremos darle este presente — mostraba un beligerante litro de Habana Club 12 Años— por participar en nuestras actividades”. Inmediatamente se giró hacia mí y ofrendándome el néctar añejado del guarapo espetó:
“¡Gracias Santiago Feliú por estar aquí!”
Epílogo
Fueron dos días de ensueño donde subió mi hemoglobina, donde pasamos de la playa —cubano que se respete no se mete al mar en invierno— y nos tomamos hasta el agua de los floreros.
Estuve carteándome un tiempo con Nora, quien me mandaba hermosas misivas en sobres con membretes de la Fundación Favaloro donde trabajaba.
Paula fue quien, tiempo después, encontró a Gabriela Lamonega, mi novia de la infancia y a su familia a través de los grupos de apoyo a los desaparecidos de la dictadura argentina.
Marisa vivió varios años con Santiago. Fue la inspiración de canciones como “Marisa”, grabada con Patricia Sosa en el disco Para Mañana y “Mi Mujer está muy sensible”, que aparece en Nauseas de Fin de Siglo. Marisa Mabel Arbetman, quien un tiempo coqueteó con la idea de estudiar medicina en Cuba, es hoy una respetadísima pediatra-psiquiatra infanto juvenil en el hospital municipal de Vicente López.
Salud mis amigas.
Nota:
1 Sorochi (Del quech. suruchiq): mal de montaña, malestar físico que se manifiesta en las grandes alturas por disminución de la presión atmosférica. Según el Diccionario de Americanismos de la RAE.
Frank Delgado…eres tu mi hermano para contar La Vida del Santi…Todos los demás lo intentamos pero tus recuerdos son como diria mi vecino””” Impecables, que Impecables Pecables”””…Santi nos cuida …
Excelente!!!