Corría el año de gracia de 1557, cuando la beata señorita María de Cepero y Nieto cayó abatida frente al altar de la Parroquial Mayor de La Habana por culpa de una bala perdida. El tiro de la desdicha había escapado de la boca del arcabuz empuñado por un soldado que hacía ejercicios militares en la plaza aledaña.
No por gusto esa explanada recibió tempranamente el nombre de Plaza de Armas. Allí, en su lado noreste, fue erigido el Castillo de la Real Fuerza, primera fortificación que tuvo Cuba. A su alrededor se construyeron los albergues para los principales representantes del poder político-militar de la corona española en la isla: el Palacio de los Capitanes Generales y el Palacio del Segundo Cabo.
Con el transcurso de los siglos, sin embargo, fue perdiendo la plaza su fama de belicosa. Hacia 1827 se edificó el bello Templete, enmarcando la gruesa ceiba que la tradición señala como punto fundacional de la Villa de San Cristóbal de La Habana. Al lado (donde se encuentra hoy el Hotel Santa Isabel) en su palacete ofrecía el conde de Santovenia opulentas recepciones para la aristocracia criolla.
Desde 1935 el centro de la plaza está ocupado por un monumento en honor al hombre que liberó a sus esclavos y encabezó el alzamiento independentista de 1868. Pero además de guerrero, Carlos Manuel de Céspedes fue un hombre de letras tomar: Doctor en Derecho, escribió poesía y tradujo fragmentos de La Eneida latina.
El Museo de Ciencias Naturales, una galería de arte y la Biblioteca Rubén Martínez Villena, ocupan actualmente un edificio al costado. Y el Instituto Cubano del Libro tuvo su sede en el otrora Palacio del Segundo Cabo hasta hace muy poco, cuando la edificación entró en proceso de restauración y la entidad rectora del libro en Cuba se mudó hacia la calle Obispo.
Pero, en sí, los libros no desaparecieron de la Plaza de Armas: anaqueles de madera repletos de volúmenes de uso cubren los cuatro lados del rectángulo. Son los puestos de los libreros de lance. Y hacia ellos me dirijo para informar sobre esta útil ocupación.
***
Tengo la suerte de conocer desde hace tiempo a Damián. Él será mi “conexión china”, como dicen los viejos periodistas, la llave de entrada al universo de los ya famosos “libreros de la Plaza de Armas”.
Expoeta, de 46 años, sabe de esa actividad hasta sus orígenes mismos: “Comenzó de manera informal a finales de 1993. Ya en 1994 se legalizó esta función, reconocida por Eusebio Leal y la Oficina del Historiador de la Ciudad.”
¿El amor a los libros fue el impulso inicial? “En algunos de los que nos metimos en esto sí existía esa motivación. Pero en pleno Período Especial, vender libros de uso a los turistas se convirtió para gente muy diversa en una fuente de ganarse la vida. ¡Imagínate que una vez oí a un vendedor hablando de un cliente que buscaba El piano de Licario!”. (La obra en cuestión no es otra que Oppiano Licario, novela de José Lezama Lima).
De una ojeada a la oferta en los estantes se echa a ver un pintoresco eclecticismo. El viejo norteamericano Ernest Hemingway, pescador de agujas y cazador de leones en África, Premio Nóbel de Literatura; en la misma repisa que las obras completas del ceñudo y reflexivo Vladimir Ilich Lenin, líder de la revolución bolchevique de 1917. Debajo el Diario en Bolivia del estoico guerrillero Che Guevara, muy próximo a Jardín, de la etérea Dulce María Loynaz y al sensual Paradiso de Lezama.
Es la llamada “temporada baja” del turismo y no se observa gran trasiego de extranjeros. Algunos vendedores han montado sus mesas de ajedrez para matar el tiempo. Otros se reúnen a comentar los avatares del último clásico Barça-Real Madrid.
—La crisis económica en España nos ha afectado mucho —explica Damián—. Aquí venían bastantes libreros españoles, personas que sí conocen de libros, nuestros mejores clientes… Porque la mayor parte del turismo siempre busca lo mismo, cosas de política, sobre la revolución cubana.”
De todos modos, los que realizan esta tarea no cejan y todos los días de la semana ocupan sus puestos, pues al final de mes deben pagar 1200 pesos de impuesto por la autorización a vender en el “área especial” del Centro Histórico de La Habana Vieja.
“¿No es mucho eso?”, pregunto. La respuesta: “Se saca… Aunque hay a quienes les parece demasiado. Encima se entregan 60 pesos por la licencia y la cuota de la Seguridad Social.”
Al día de hoy, los puestos no están generalmente atendidos por los verdaderos libreros. En su lugar, ha surgido la figura del “vendedor”, cuyo reconocimiento oficial sólo se produjo tras la ampliación del rango de actividades por cuenta propia. Damián me pone al habla con uno de ellos.
“Mi licencia dice ‘Ayudante’, por ella pago mensualmente 6 pesos junto con la cantidad de la Seguridad Social —declara Javier—. En compensación, obtengo el 10 % de las ganancias de la venta.”
Javier cumplió ahora 36 años y anda en estos trajines desde 1995. “Me gradué de Licenciatura en Historia, pero en aquellos años tan difíciles, opté por ponerme a trabajar con un tío mío, Emilio, que ya andaba metido en esta labor comercial… Más, te aseguro, los conocimientos que traía de mi carrera han servido para desempeñar aquí mi gestión de venta.”
Con su experiencia del día a día, Javier se ha formado criterios sobre por qué han decrecido las ventas en los últimos tiempos. “Creo que hay un fenómeno global y la gente de hoy no compra ya tantos libros… Pero en el caso particular de nosotros, incide bastante que haya disminuido el turismo hispano porque la mayoría de los libros que ofrecemos están en español. Entre nuestros posibles compradores de ahora hay muchos que son anglófonos o hablan alemán, ruso, chino, y no tenemos libros en esos idiomas.”
Mientras retrato a Javier junto a su stand y hago tomas desde distintos ángulos a la plazoleta y su parque, forrados de libros, pienso en el curioso destino de este lugar, que de santuario castrista paso a ser cuna de cultura. Y hago votos para que perduren los libreros de la añeja Plaza de Armas, porque su función, más allá de lo comercial, es ser un puente de historia y de cultura.