Porto parece un viejo Buda sentado en una esquina del salón central del proyecto “Korimakao”. No despega los ojos de los movimientos zigzagueantes de los bailarines y actores que cumplen su rutina diaria. Mueve las manos y da algunos consejos a aquellos jóvenes que aspiran a triunfar en el mundo del arte con el apoyo de su experiencia.
El calor es infernal dentro de la apurada construcción de cemento. La instalación parece quemada por el sol, pero el veterano actor se muestra inmune a la atmósfera abrasadora. Le corren grandes gotas de sudor por las grietas de la cara y la piel mientras espanta la fila de mosquitos habituales en el paisaje de La Ciénaga de Zapata.
Me le acerco en unos breves minutos de receso. Sale a llenar los pulmones con un poco de aire fresco y me explica que su paso por la actuación en Cuba no estaría completo sin intentar, al menos, que estos jóvenes traten de encontrar un lugar en la vida, en la actuación; que simplemente no queden a mitad del camino.
Manuel Porto no es aquí el actor que ya ha trascendido las líneas del tiempo para calar en la dimensión espiritual de los cubanos. Es el hombre que, por una necesidad muy personal, se ha reinventado a sí mismo para acercarse a cumplir su sueño, que en esta fragua creativa se convirtió también en el sueño de los demás. De los que habían depositado su confianza en él, que solo tenía para entregar sus lecciones de la vida y el arte, y pedía solo a cambio que aquellos posibles artistas cumplieran con las exigencias del trabajo duro, para que aquel esfuerzo colectivo no quedara en el intento.
Porto murió este martes a los 76 años, precisamente cuando el calendario anunciaba su onomástico. Cuando los cubanos conocieron que se había contagiado de la COVID-19, la mayoría entendió que tenía por delante una pelea dura, que su cuerpo de Buda sabio era ahora su principal enemigo. Muchos también pensamos que, pese a esa desventaja, podía dar todavía un gran embate en una arena que ya había visto caer a otros emblemas de la cultura cubana. No es algo que se diga explícitamente, que se converse en estos tiempos de orfandad y desolación. Es una sombra que habita en nuestras conversaciones con nosotros mismos, cuando vemos cómo estamos perdiendo de repente ramas fundamentales de ese árbol profundo que es la cultura cubana.
Porto, como Enrique Molina o Adalberto Álvarez, entre otros nombres que se fueron demasiado pronto, ha sido una escuela, un algoritmo esencial para comprender qué ha sido y es la cultura cubana. Y si revisamos su obra con detenimiento nos asalta una pregunta vital: ¿Qué será la cultura cubana si toman envión la improvisación, las manquedades mentales, los privilegios, y se olvidan el pensamiento profundo, el sentido auténticamente humanista y la estricta exigencia con que él y otros grandes artistas se sometían día tras día a prueba para entregar su vida al público, a cambio simplemente de dar testimonio, de ofrecer lo que ellos entendieron como su destino en el arte?
Porto me pareció siempre una figura un poco enigmática. Sus interpretaciones eran de una profundidad que nunca se extravió con el paso de los años. Podía convertir el más mínimo gesto o parlamento en una clase de actuación. Como si desde temprano hubiera entendido que no hay gloria mayor en este mundo que ser uno mismo. La historia del cine y la televisión lo recoge en papeles memorables, en películas, novelas y series que todavía nos siguen hablando desde la distancia.
Mi amigo el escritor Leandro Estupiñán me recordó hoy su actuación en Cuando el agua regresa a la tierra. “Impresionante”, me dijo Leo desde Argentina, con esa certeza que lo acompaña siempre en sus reflexiones literarias que no son más que reflexiones sobre la propia vida. No creo exista mejor calificativo que el suyo para reunir todas las virtudes artísticas del actor. Yo lo recuerdo como una figura de mi infancia, de mi adolescencia. No sé bien adónde han ido a parar esos fragmentos de lo que fui, pero sí tengo muy bien detallado el rostro y las miradas del actor que ayudó a construirlos desde la pantalla. Ahí, en medio de la niebla de la existencia humana aparece el Porto de Se permuta, Caravana, La vida es silbar, Derecho de asilo, José Martí, el ojo del canario, el héroe de algunas aventuras, ya perdidas en el tiempo, o el coronel de artillería de Algo más que soñar, esa serie de ribetes entrañables que creo también se ha fragmentado como mis recuerdos.
No son muchos los actores que se puedan considerar parte de la memoria viva de un país. Puede sonar a frase hecha, pero esas palabras guardan una verdad que en un futuro caerá como un péndulo sobre nosotros si dejamos que el olvido arrase después de las habituales condolencias por la muerte y el horror. De Porto se puede decir eso y mucho más. De Porto se puede decir todo, porque él fue un actor que fue creciendo al mismo tiempo que crecía el cine y la televisión en Cuba. Y pese a su fama, a su talento, también sabía desaparecer.
A veces desapareció para fraguar las exigencias de su espíritu en otros lugares olvidados por Dios y los hombres, o en otras zonas y estratos culturales porque ya no interesaba por su edad a algunos que podían devolverlo frente a las cámaras. Él mismo lamentó que no lo llamaran más de una vez para actuar en una reciente entrevista con OnCuba realizada por el joven periodista Yoel Rodríguez, a quien el actor le confesó detalles de su vida pasada y de este presente que, quizá no entendía, pero que asumía con la dignidad de un hombre grande.
Con Porto se va esa escuela conformada por Molina, Blain, Almirante y otros fundadores como Consuelito Vidal, Luis Alberto García Hernández, René de la Cruz Solar. La lista es un recordatorio sobre las grandes lecciones de la actuación en Cuba y también una advertencia de que lo que debe primar para jerarquizar la cultura es, ante todo, el talento y la probada capacidad de los actores por encima de cualquier otro requerimiento al uso.
Porto no parecía dispuesto a dejar sus armas tan rápido. En medio de la pandemia se sumó al elenco de la novela Vuelve a mirar, y asumió un personaje clave en esa historia que se cuenta detrás de la historia central y que, de alguna forma, es un breve y cruento retrato de la Cuba actual. Porto es Toñin y Toñin es Porto.
Hoy el investigador Alfredo Prieto me recordaba el efecto letal de las pandemias. “No hay nadie inmune”, me comentó el intelectual ante la incertidumbre, ante la pregunta producto del agobio, la resignación y el desencanto, de cómo es posible que tantos cubanos, amigos y artistas hayan muerto por el coronavirus. Quizás algunos podrían haber evitado el desenlace mortal mediante la protección en su hogar, entre esas “rejas” imaginarias de la seguridad de su entorno, pero es muy posible que actores como Porto no hayan comulgado con el encierro, conociendo que afuera siempre está la vida para contarla y que, para alguien como él, el encierro hubiera sido la servidumbre de la muerte.
Realmente muy poco sabemos sobre la existencia que vive el otro en medio de esta vida, en la que sobrevivir se ha convertido en un principio básico. Cada noticia de la muerte de alguien cercano duele como si nos golpeáramos la cabeza contra la pared. La pérdida de varios nombres históricos de la cultura cubana también entra en esa categoría de los afectos inmediatos que se han resentido críticamente por el dolor.
Ellos, que interpretaron el sentido de las pérdidas tantas veces en la pantalla, se fueron de pronto para dejar huérfana a una zona de la cultura cubana que se transforma radicalmente y en cuya versión final mucho tendrá que ver, a futuro, si se comprende a fondo su obra. Porque la suya es la obra de los maestros, la que cimenta la identidad de un país que cada vez más se construye globalmente desde diferentes miradas y diversas formas de expresión del arte y la vida.
La imagen está anclada a mis párpados. Porto, en su postura de viejo Buda, sigue dando consejos y clases a aquellos jóvenes de la Ciénaga que, como su profesor, desafían el infierno de calor y mosquitos en aquel cuarto de cemento. No sé qué habrá sido de ellos, los jóvenes discípulos del actor, si pudieron cumplir su sueño. De lo que estoy seguro es que Porto, con los bríos que entregó a “Korimakao ”, sí pudo cumplir los suyos o, al menos, acercarse a lo que siempre soñó.
Muy triste pérdida para Cuba y los cubanos que admiramos a tan grande actor y excelente ser humano. Que en paz descanse Manuel Porto
Faltó decir que fue un revolucionario consecuente que su trabajo en la Ciénaga demuestra su vocación por llevar la ciltura a toda Cuba y que admiraba a Fidel.
Julio Cesar no faltó decirlo, de eso se ocuparon todos los medios estatales, que incluso hablarán más de sus vínculos revolucionarios que de su magistral obra. Un abrazo camarada.