No existe prueba más irrefutable de los universos paralelos, que la cantidad de Habanas que coexisten en La Habana. Nuestra capital tiene tantos rostros que es imposible conocerlos todos, y a Dios gracias, porque si quita el sueño La Habana pública, qué te cuento yo de la oculta…
Uno se pregunta si La Habana que santifica la prensa es la misma que sataniza la literatura, una ciudad inabarcable en sus matices, donde las cosas no son ni muy muy ni tan tan, y donde discurso y realidad solo tienen en común lo increíbles que pueden ser…
Por ejemplo, al cubano de a pie puede parecerle de mentira, o cuando más exagerada, esa Habana que esboza Talco, obra de Abel González Melo devuelta a la escena por Argos Teatro: cuatro personajes aplastados por la droga, la prostitución, la viga podrida de un ruinoso cine, pero sobre todo, por una marginalidad que se buscaron, o que los encontró.
La propuesta de Carlos Celdrán convoca a la sede de Argos Teatro, una sala propicia para la cultura pero fatal para la cervical: sus gradas pueden resultar insufribles en una puesta larga, pero dejan en el espectador cierta sensación de voyeur en penumbras, y total… ¿de qué va el teatro sino de rescabuchear intimidades ajenas?
Entre los méritos de la obra destacan la escenografía minimalista, la economía de recursos y la credibilidad de las interpretaciones, sin más exageraciones que las necesarias, más un uso sugerente de las luces y la música. Por ejemplo, la transición al pasado con Katiusha, ícono musical de la era soviética, no está exenta de simbolismo…
El elenco, integrado por cuatro actores y un perro, supo lucirse: si bien José Luis Hidalgo ganó un premio Caricato por su Álvaro el Cherna, sin dudas Waldo Franco con su Mashenka la Dura se robó al público, con joyas del alarde barriotero como “hecha talco pero dando guerra, con más callos que la isla de Cuba” o “cualquiera por descansar se sienta: ser maricón no es problema de culo, sino de presupuesto”.
Alexander Díaz encarna a Javi el Ruso, administrador de cine, proxeneta y vendedor de coca adulterada, que chulea, preña y aporrea a Zuleidy la Guanty (Rachel Pastor), una puta que, tal vez mi único señalamiento a la obra, reincide en el cliché: por favor, no todas las jineteras son universitarias desencantadas venidas de Oriente…
Pese a su rostro infantil, a González Melo le gusta hurgar en los rincones más sórdidos de La Habana nocturna. Ya lo hizo con Chamaco, cuya versión fílmica acentuó el criterio de que lo sodomita es moda en el cine cubano, y ahora retoma ese paseo escatológico, pero en un ámbito más reducido. Las reseñas destripadoras se las dejo a los críticos. Como mero espectador, creo que Talco es una buena opción para entrarle a la noche habanera, no solo por sus actuaciones, sino porque la trama engancha, entretiene y te pone a pensar. O como dice Celdrán, “nos conmina, a pesar del asombro o el rechazo que provoca lo que nos describe, a observar y a reconocernos en ella”.
Habría que preguntárselo al autor, pero se me antoja que el título no alude solo a la cocaína o al polvo usado para adulterarla. Quizás sea un talco simbólico para maquillar una realidad fea que existe aunque no nos guste, o la neguemos, o no queramos verla.
Pero tampoco se dejen engañar por el teatro, el cine y la literatura cubana del siglo XXI: la noche habanera tiene muchas gamas y colores, y no todos son oscuros. En esta Meca de lo Real Maravilloso, una noche cualquiera los pasajeros de un P8 se ponen sentimentales y canturrean el Marilú de los Van Van. Y uno goza el fenómeno y agradece el buen gusto musical del chofer con la misma intensidad que luego le mienta la madre porque no abrió en San Rafael y te llevó hasta el Parque de la India. Por sus santos timbales…