Si resulta difícil convivir en el mundo actual con un conflicto de género, imagínense 200 años atrás, en un país caribeño —machista hasta los tuétanos (aun en pleno siglo XXI)—, situación de la cual nunca pudo escapar Enrique Favez, nacida Enriqueta en su natal Suiza; uno de los primeros casos documentados de transexualidad en Cuba.
Bien conocida es su historia, gracias al trabajo del investigador Julio César González Pagés en su libro Por andar vestida de hombre, y por haber sido llevada al cine por Fernando Pérez en Insumisa y traída al teatro nuevamente en el monólogo Favez, aunque mucho se ha escrito sobre Enrique a lo largo de los años en la Isla.
Resulta que, en el caso de la pieza Favez, se trata de un monólogo dirigido por el actor Alberto Corona e interpretado por la joven Liliana Lam, una puesta en escena que abarca los avatares vividos —y sufridos— por el emigrado suizo que llegara a la oriental zona de Baracoa en la Cuba colonial de principios de siglo XIX, a ejercer como médico.
Dividida en tres momentos, la obra inicia en una noche tormentosa donde Favez espera por su esposa Juana de León, mientras “conversa” con su tío fallecido en medio del desespero, dando al espectador los primeros indicios de la historia de Enrique: su llegada a la Isla, su paso por la universidad de La Sorbonne en Francia para graduarse como médico-cirujano, momento en el que decide hacerse pasar por hombre, para evitar los impedimentos machistas de la época.
He aquí donde la joven actriz nos muestra los conflictos de su personaje, una persona que decía ser un espíritu de hombre atrapado en el cuerpo de una mujer, incomprendida y repudiada toda su vida, pese a practicar una de las profesiones más nobles y útiles, dedicada a salvar vidas humanas y hacer el bien, donde quiera que estuviese.
No importaba esto, como no importaba el amor que sentía hacia Juana de León, su enamorada, con quien llega a casarse y que luego la “traicionaría” en el juicio que sufrió en tierra cubana, donde fue sometida a cuantos desprecios y degradaciones podía sufrir, en aquella época, una mujer que se hacía pasar por un hombre.
Resulta esta la segunda y más compleja parte del monólogo, donde Lam debe mostrar a una persona en el punto más álgido de su conflicto interno, buscando convencer a todos de quien realmente es más allá de lo que diga un documento o un acta de nacimiento, incluso, más allá de su condición física. Favez es un hombre y nadie puede decir lo contrario, o al menos eso pensaba.
Dicha circunstancia lo obliga a defenderse para buscar una alternativa a su sufrimiento, al desengaño vivido durante el juicio y el tiempo en prisión, donde incluso llegó a recurrir al suicidio como alternativa para escapar de su cuerpo material y los suplicios que este le costaba, un recurso que utiliza luego también para evadir su condena en la cárcel y ser desterrado hacia New Orleans.
He aquí el último episodio de la obra que, como sucede al final de nuestra vida misma, transita por la resignación y el recuerdo de un tiempo pasado que fue mejor, la nostalgia por los amores de ese pasado y algún que otro remordimiento, quizás uno de los momentos, digamos, más tranquilos en la vida de Enrique, pero también el más triste. A pesar de esos remordimientos, Enrique parece estar en paz consigo, una vez que abraza la religión como refugio.
Resulta irónico que esta última etapa de la vida de Enrique sea la más calma, considerando que tuvo que resignarse a vivir el resto de sus años como mujer misionera, eso sí, haciendo lo que siempre quiso, que era ejercer la medicina, y trayendo bienestar a los más desdichados, aunque pagando el precio de no tener casi felicidad para sí mismo.
Es este otro de los “puntos de quiebre” que sufre el personaje durante la puesta en escena, esa sensación de vacío y soledad, debido a la incomprensión y el maltrato padecido toda su vida. Enrique teme que esa tragedia se repita incluso 200 años después, cuando no esté; augurio que lanza la actriz que lo representa en la puesta a sabiendas de la realidad desde la cual se escribe esta obra.
Casi dos siglos después, personas como Favez sufren el no poder ser del todo aceptados en la sociedad, más en nuestro contexto heteropatriarcal y machista donde aun no se comprende bien los conflictos de la identidad de género en la sociedad, una realidad que de a poco parece ir cambiando, aunque no con la premura que requiere este problema.
Volviendo a Favez, la obra, estamos en presencia de una pieza emotiva que busca no tanto crear conciencia sobre las cuestiones de identidad de género, como despertar la sensibilidad a través de un caso en particular, el del vilipendiado médico suizo.
Precisamente la apuesta por el monólogo despierta esa sensación en el espectador, en una obra donde el director se vale de escasos y eficaces recursos para adentrar al espectador en tiempo y espacio, gracias al trabajo en escenografía, luces y voces en off que acompañan la puesta en escena y brindan mayor carga dramática al personaje, y a la pieza teatral en sí.
La actriz se enfrenta sola ante el público, como mismo hiciera el médico suizo en su momento, sin nadie que saliera en su defensa; así conecta mejor Lam en escena. Convence a quienes la observan desde la cuarta pared del perdón que merece su alter ego.
El hombre que encarna la actriz de manera enérgica —a veces un tanto en exceso, en mi opinión— resulta una interpretación meritoria para la joven, quien luego de poco más de una hora de puesta en escena en la sede de Argos Teatro nos conduce hacia un estado de compasión y culpa 200 años después. Ojalá no tengan que pasar otros dos siglos de continuidad de esta espiral de perdón, culpas e injusticias.