Es un fin de semana de mayo. La sala habanera El Sótano, sede del grupo Rita Montaner, está a reventar. El comienzo del espectáculo demora. Hay problemas con el sistema de ventilación, que, al parecer, ha colapsado. El calor es atroz, pero nadie abandona su luneta. Están convencidos de que van a presenciar algo extraordinario. En cartelera, Frijoles colorados, pieza de Cristina Rebull para dos actores ancianos. Es una obra muy cubana, con matices del absurdo, que tiene visibles concomitancias con los Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera.
Los actores, Verónica Lynn (Matilde) y Luis de Cabo (Federico) van a batirse en un cuerpo a cuerpo histriónico de gran tensión, en el que sale ganando el público, que asiste comprometido a la historia de dos seres amnésicos que no pueden discernir a derechas cuál es la relación entre ellos: si hermanos, si esposos, si cualquiera de las otras formas que nos convierten en pasajeros cercanos en este viaje intenso que es la vida.
La casa está en decadencia, como sus gastados cerebros. Tienen flashazos momentáneos de lucidez, y se atormentan por los ruidos que llegan de “los altos”: ¿ocupas ilegales?, ¿roedores? No lo van a saber. Tampoco nosotros. Su mayor preocupación es que se cuezan bien los frijoles colorados, reminiscencia de tiempos mejores, constancia de la dureza de su circunstancia actual.
Verónica Lynn, uno de los mitos de las artes escénicas del país, a sus 92 años continúa sobre las tablas. Mantiene su vitalidad en la escena, la elasticidad de sus movimientos, la rapidez y frescura con que da las réplicas, tan naturales que uno llega a pensar que se sale del libreto.
Está espléndida en su papel. Su partenaire no la desluce. La obra es polisémica, como todo buen arte. Y el universo que construye en nada nos es ajeno. La población cubana envejece en medio de la peor crisis económica de que se tenga noticia, una crisis que hace metástasis en lo social y lo moral. Falta decir que Verónica es, además, la directora de la puesta.
Estoy encantado con ella y con Luis. A pesar del asunto que aborda, no es para nada una obra decadente. Migneli Hung Cruz, la eficiente asistente de dirección, me propicia el acceso a la sala y el contacto con la diva. Pactamos entrevista para algunos días después en su apartamento del edificio América, en El Vedado.
Son las 10 de la mañana. Llego puntual. Me acompaña Yoan Rivero, diseñador y bibliófilo amigo que esta vez se desdoblará como fotógrafo. Pero no habrá fotos de la ocasión. Verónica había olvidado la cita, y no está preparada para ser retratada. Nos recibe en chándal, pues se aprestaba a hacer su rutina de ejercicios. Aún así nos deja pasar.
La encontramos locuaz, chispeante. Pero siempre es así, nos advierte ella. Es visible que disfruta de la charla, que por momentos se hace frondosa, tal es su memoria implacable. Yoan está emocionado por la cercanía de la estrella. Yo, otro tanto. La vamos a grabar. A lo mejor, pensamos, de aquí sale una entrevista amena. Juzgue usted el resultado.
¿Cuándo y cómo te inicias en el mundo de la actuación?
Empecé en 1954 en la Televisión, en un programa que [Gaspar] Pumarejo tenía a las 9 de la noche. En ese programa él sacó una sección (siempre estaba innovando). Creó un espacio para buscar voces nuevas, tanto en el canto como en la actuación.
[Rafael] Aquino, el padre de Ulises Aquino, surgió de ese programa. Lo recuerdo porque ese día estábamos los dos. Era un espacio selectivo, había una española llamada la Gelabert, que era quien seleccionaba. Tú te inscribías y ella te llamaba, te daba un libreto, te lo hacía leer casi a primera vista y luego decidía si sí o si no. Había un jurado que comprobaba aquello, pero que yo recuerde nunca quedó nadie afuera.
Ella me seleccionó para hacer un sketch una noche. En esa actuación te ayudaba un ganador, a mí me acompañó quien luego sería un amigo entrañable, Manuel Pereira. Después yo ayudé a otra gente.
Te presentabas y el jurado lo aprobaba, consideraba que tenías potencial para formar parte del elenco dramático que iba a tener Pumarejo. Él empezó a tener cada vez más programas, ya no era solo el de las 9 de la noche. Tenía uno de humor a las 11 de la mañana, un musical a las 2 de la tarde, con una parte dramática. Ese segmento lo patrocinaba El arroz Gallo. El Sr. Gallo era Severino Puentes y yo, la secretaria del Sr Gallo. Pumarejo también creó un espacio dramático llamado Teatro Azul, los domingos a las 9 de la noche. Trajo a Carmen Montejo de México y aquí estaban Gabriel Casanova y Rafael Beltrán, que eran los que hacían los galanes y contrafiguras.
La primera obra que hice era La millona, una obra argentina. Había una primera actriz, en ese caso fue Lolita Berrio, y nosotros hacíamos los terceros o cuartos papeles, y a veces segundos, si no eran muy destacados como contrafiguras. Todo eso gratis, porque Pumarejo era un comerciante. En esa obra había un juicio y yo era una testigo. También se hizo, el 2 de noviembre, Don Juan Tenorio, de Zorrilla, y tuve un papelito ahí.
En ese grupo de personas que íbamos a ver a la Gelabert todos los días, conocí a Alfonso Silvestre, que después fue un primer actor de la televisión. Ellos estaban ensayando en Los Torcedores, Amok, de Stefan Zweig. En esa obra hay una sola mujer. La conocía por la película que hizo María Félix en 1944; Silvestre habló conmigo porque necesitaba una actriz. Nunca había visto teatro, pero lo hice.
En 1960, trabajando en Arlequín, conoces a Pedro Álvarez, quien sería tu esposo y pareja en el mundo de las artes escénicas.
No, a Pedro lo conozco en 1959 trabajando en Feliz aniversario, que es una adaptación que hace Enrique Núñez Rodríguez de una obra de la que se había hecho, incluso, una película con Loreta Young. En 1959 todavía existía CMQ, no había ocurrido la intervención. Ya Pedro era un actor conocido, famosísimo entre los galanes.
¿Y dónde fue el encuentro?
En el ensayo. El director, que en ese momento era [Reinaldo de] Zúñiga, necesitaba una actriz para hacer la obra. Un amigo me avisó, fui y me escogieron. Los protagonistas eran Fela Jar y Pedro Álvarez. Junto a mí actuaba Silvio Falcón; hacíamos la pareja joven. Ahí es que conozco a Pedro personalmente, porque ya lo conocía de la televisión, claro.
¿Qué impresión te causó?
Me impresionó verlo trabajar. Un actor muy profesional. Un hombre guapísimo, encantador, joven, amable; no era engreído. Todo lo contrario. Pero de ahí no pasé.
Él sí me echó el ojo desde el primer momento. Según me contó, cuando me vio levantarme del lunetario para subir al escenario, se dijo: “Esa mujer va a ser mía”.
Hablemos de Santa Camila de La Habana Vieja, que es un hito súper importante en tu carrera. ¿Es cierto que la estrenaste?
¿Cómo que si es cierto? Estreno mundial, de mi Camila y mi Luz Marina, de Aire Frío, que fueron obras que se estrenaron el mismo año, 1962. Santa Camila…, con el grupo Milanés y bajo la dirección de Adolfo de Luis, pionero, junto con los hermanos Revuelta, en introducir en Cuba los métodos de actuación de Konstantin Stanislavski.
He leído algunas críticas de la época y hablan de tu organicidad a la hora de representar a Camila, personaje muy contradictorio, porque se suponía que era como el pasado que estaba empezando a ceder ante el embate de lo que iba a ser lo nuevo, y ella era una mujer de creencias religiosas, era una mujer con ciertos “atavismos”, que así se veía en ese momento. ¿Cuál fue la dificultad mayor para encarnar a Camila?
Primero, yo nunca había hecho un personaje cubano así: mulata de solar urbano, santera. Mi familia eran todos católicos de esos que no van a la iglesia ni creen en los curas; pero creen en el Santoral, en la Caridad del Cobre, en Santa Bárbara…
Para hacer Camila visité cuanto creyente y cuanto santero encontré en el camino, todo un trabajo de campo; además, había que hablar en yoruba, una lengua que nunca había oído.
Mi dificultad mayor fue no hacer un prototipo, no hacer un arquetipo, no hacer un esquema, no hacer una mulata de mano en la cintura. No, no, Camila es algo más. Ella es un ser humano que ríe, llora, canta, baila, ama, sufre, odia, es solidaria, prefiere a algunas personas y tiene otras a las que no soporta. Adora a su hombre y a sus santos.
Cuando estábamos ensayando el final, que es cuando la protagonista se va y deja todo atrás, le dije a [José] Brene: “Si Camila no se lleva a sus santos yo no creo en Camila, y yo soy Camila”. Por eso viro y recojo mis santos, porque eso es algo que acompaña a los santeros toda la vida. En lo que sí estuve de acuerdo con él es en que ella no va trabajar más los santos, no vivirá de los santos. Es su creencia, y actúa como una persona creyente, pero no especula.
¿Y ese aporte tuyo de regresar por los santos, has chequeado si en otras puestas se mantiene?
Yo creo que sí. Camila es tan auténtica, tan verdad, tan representativa de lo que es ese tipo de cubano; nada esquemática.
¿Cómo fue tu relación con Adolfo de Luis en el montaje de Santa Camila…?
En aquella época la televisión por primera vez empieza a utilizar directores de teatro por la queja de nosotros, los actores, de que casi siempre el que dirige un programa, el que poncha las cámaras, no sabe de dramaturgia ni de actuación. Entonces por primera vez se trae a un director de actores a dirigir una novela. Yo estaba haciendo La ciudadela, que la empezó Pedro y no la pudo terminar porque salió Secretario General del Sindicato de la Cultura, una asociación que pertenecía a la CTC. Ahí se empezó él a complicar la vida. Le vi salir sus primeras canas en ese sindicato.
Yo hacía un personaje secundario. La ciudadela es una novela extremadamente larga, de tal forma que yo hice dos personajes, uno al empezar las transmisiones y otro casi al finalizar. Entonces vino Adolfo.
Yo lo conocía y él también me conocía del teatro. Yo había indagado quién era, sabía que había recibido clases de Andrés Castro, que venía de Piscator, de la escuela de New York.
¿Santa Camila… se estrenó en el Teatro Mella?
Sí, en julio de 1962. Tuvo tanto éxito de crítica y de público que los guagüeros que iban por Línea les decían a los pasajeros: “¡Vaya, la parada de Camila, aquí!”. En aquel momento las obras estaban en cartelera estrictamente el tiempo programado. Luego de Camila venía una obra latinoamericana, dirigida por Cuqui Ponce de León, que no tuvo ningún éxito. Fue un absurdo porque la obra se bajó de escena con llenos totales, gente de pie, gente sentada en el escenario…
¿Has vuelto a tener un éxito tan resonante como ese, sea en la televisión, en el teatro, en el cine…?
Sí, con ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, de Albee, en 1967. Para nosotros, la del 60 fue la década de oro.
Háblame de Luz Marina, de Aire frío.
La pusimos en noviembre de 1962 en Las Máscaras, un teatrico bellísimo propiedad de Andrés Castro, que quedaba en 1ra entre A y B, en El Vedado. Era en altos, entrabas al vestíbulo del edificio, había una escalerita que daba a una especie de mezanine. Tendría un aforo parecido al de El Sótano, como de 200 personas.
Imagínate, terminando Santa Camila…, Aire frío, de Virgilio Piñera: otra obra pilar de nuestro teatro. Luz Marina, también cubanísima pero de otra clase social, otro medio, otra cultura. Ellos eran retirados de maestros normalistas y Camila vivía de sus consultas de santos y Ñico, su marido, de la apuntación de bolita. La familia de Aire frío es como una pequeña burguesía, con un poeta en la familia, el joven que trabajaba en oficinas, incluso en oficinas de norteamericanos, era otra clase.
De todas maneras, para ellos era un problema comprar un ventilador…
Porque yo —es decir, Luz Marina— era costurera y cuando llegaba el dinero que mi hermano daba para la casa, para mi madre, era para la comida. No podían darse el lujo de desviarlo para adquirir un ventilador. Es simbólico, esa sofocación de Luz Marina era económica, política, la vida nacional de esos momentos.
Pero son dos personajes muy fuertes. ¿Luz Marina te demandó tanto esfuerzo como Camila?
No tanto, porque había una cosa muy particular en la gestualidad en Camila que tuve que bordar. Luz Marina era de una familia distinguida, algo más conocido para mí.
¿La crítica te trató bien?
Muy bien, siempre. Todavía hoy la gente dice “la Camila de Verónica”, y cuando se refieren a Luz Marina, también; y eso que Isabel Santos la hizo muy bien en la televisión.
Después de la tuya han venido algunas Camilas muy notables: las de Daisy Granados, Susana Pérez, Luisa María Jiménez…
Muy buenas todas. Me parece que mi éxito se debió a que no me quedé en la Camila chusmita, que también era, pero yo la mostré como un ser de gran complejidad.
¿Alguna anécdota con el público de Santa Camila…?
¡Para qué contarte! Como Camila tiene esa gracia, que habla primero y piensa después si es que piensa, el público gritaba, se reía y decía: “Esta mulata es el diablo, es el diablo”.
Salía con una peluca negra, de pelo bien ondeado. En aquel momento se usaba mucho el pelado arlequín. Yo estaba teñida de rubio, porque en realidad mi cabello era castaño… Una vez sentí que una mujer le decía a otra: “Mira, mira, esa es la actriz que hace Camila”. Y la otra miraba y miraba y decía: “Chica, no la veo, ¿cuál?; esa de ahí es una rubia”. La otra le decía: “Pues esa rubia es Camila”.
No podía desprenderse de la imagen escénica de Camila, esa identificación tan fuerte que se da entre el público y los personajes dramáticos.
Vamos a dar un salto grande hasta Sol de batey (1985). ¿Es la cumbre de tu trabajo en la televisión o hay actuaciones más destacadas aún?
Yo creo que Sol de batey es un trabajo muy meritorio. Es un seriado de setenta capítulos que rompe con las novelitas aquellas de “Horizontes”. Antes hubo buenos dramatizados para la televisión, como El viejo espigón, que hizo Maité Vera en 1981, y que trataba el tema del racismo.
La primera fortaleza de Sol de batey es que rompe con todo lo anterior. Es una novela de época, así que no había ningún temor para tratar a los personajes. Se muestra todo lo que puede haber de bueno con los independentistas y con los terratenientes.
Hay un personaje que es el que crea todo un problema, que es la representación del terrateniente, del esclavista, del colonialista, del catolicismo rancio: Teresa, que tuve el honor de encarnar. La gente joven de la novela quiere la independencia; y yo, a machacarlos…
Ahí hubo un elenco bastante fuerte.
Un elenco buenísimo: Susana Pérez, Ramoncito Veloz, Aurora Pita, Idelfonso Tamayo, Luisa María Jiménez… Y [Roberto] Garriga como director. El texto que se escenificó fue tomado del original homónimo para radio de Dora Alonso, de 1950.
https://www.youtube.com/watch?v=-bYrUTZe9JU
La malvada que hiciste en Sol… fue una malvada con todas las de la ley, la gente la odiaba…
En el trabajo de preparación del personaje consulté con un psiquiatra para saber si Teresa adolecía de alguna patológica, si era loca o si su crisis final se debió a algún padecimiento que fue desarrollándose a lo largo de la trama y que sus familiares no advirtieron.
Teresa no llega a ser bipolar, pero era una mujer que vivía de espaldas a la realidad, que se construyó una realidad virtual. Y tanto es así que alucina con el hermano muerto al final, cuando la rebelión de los negros, y le dice: “Mira, mira lo que está pasando”. Ella lo ve.
¿En la calle cómo reaccionaban a tu personaje?
Con amor, con respeto, hasta los niños. ¿Qué te parece?
Un guajiro negro, sin dientes, empezó a abrirse camino así, muy resuelto, en una cooperativa en Sandino, Pinar del Río, en donde estábamos una parte del elenco. No me quitaba la vista mientras avanzaba. Me atemoricé, porque era muy alto y fornido, y cuando me tuvo delante me dijo: “Usted es la mala más buena de Cuba”.
Dime, ¿a qué crítico se le ha ocurrido esa forma de decir tan maravillosa?
Pero hay rumores de que fuiste agredida, que te quebraron el parabrisas del carro. ¿Es cierto?
No, nada de eso ocurrió. Es Cuba. Eso aquí no pasa. La bola que se corrió fue que Teresa me hizo perder la cordura, que me volvió loca. Y todo porque acompañé a una maquillista muy amiga mía al médico. Tenía una cita en la Dependiente con su psicóloga, y me pidió que la llevara en el carro. Ya conoces el tema del transporte en Cuba.
A pedido suyo, entré con ella a la consulta; con la anuencia de la doctora, claro. Alguien me vio entrar, y así comenzó el rumor: Verónica Lynn está de tratamiento… Empezaron a lloverme las llamadas en casa.
Fueron setenta capítulos, Verónica, ¿resultó duro grabar la telenovela?
Fue duro porque mucho se grabó en una finca que tenía el ICRT, al sol, con toda aquella ropa negra que usaba después de la muerte de mi hermano. Las condiciones eran ni siquiera aceptables. Un trabajo muy fuerte, casi en los límites de mi resistencia.
Cuando terminó la novela, ¿te quedaste con “depresión post parto”?
No, qué va, si terminando la novela empecé mi carrera de Teatrología en el ISA, en el último curso para trabajadores que hubo. Los dos o tres primeros días de clases no pude asistir porque estaba filmando el final de la novela, así que Sol de batey salió al aire estando yo en la universidad.
¿Por qué decidiste ir a la universidad siendo ya una actriz célebre, con una carrera muy destacada?
Siempre estuve convencida de que no sabía nada, a pesar de todos los cursos que pasé. Por eso ingresé en la Universidad de las Artes. No escogí el curso de Actuación, sino el de Teatrología, que me aportaba muchas más cosas, me enriquecía. Y me confirmó que, en efecto, yo no sabía nada, que tenía que seguir y seguir estudiando.
Rine Leal, una gloria de Cuba, fue mi profesor de Teatro Universal y, además, el tutor de mi tesis, que dediqué a la década de oro de la cultura en Cuba, la de los 60, que viví intensamente. La base del texto era mi experiencia.
Francisco López Sacha también fue mi maestro, uno de los profesores más importantes para nosotros. En una oportunidad, al regreso del festival de cine de Venecia, Alden Knight y yo nos quedamos varados unos días en España, por el deterioro del clima, en uno de esos hotelitos de paso. Allí encontramos a Sacha, que nos hizo la estancia muy amena, pues es un gran conversador.
También tuve un profesor, muy joven, Eberto García Abreu, que me impartió Teoría Teatral y, después, Crítica.
Vamos al cine. Trabajaste con Titón, y tienes un protagónico en Lejanía (1985), la película de Jesús Díaz.
La película preferida entre las que he filmado, la que adoro, es La Bella del Alhambra.
Pero ahí no tienes un protagónico.
No importa. Es tan bueno ese filme… Además, Enriquito Pineda Barnet era un sol.
Mi primer protagónico fue Lejanía. Un personaje muy interesante. Por primera vez se trataba en nuestro cine el tema de la emigración, de la fractura familiar.
Hacía de Susana, la madre del personaje que encarnaba Jorge Trinchet, que viaja a Cuba para reencontrarse con él después de diez años de separación. Ella lo abandonó cuando él arribó a la edad militar, y estaba impedido, por eso, de salir del país. Un drama que se repitió mucho en nuestra sociedad. En el elenco estaban, entre otros, Isabel Santos, Beatriz Valdés, Mónica Guffanti y Rogelio Blaín.
Fue muy lindo hacer esa película. Jesús es alguien que recuerdo siempre con un cariño enorme, porque era una persona encantadora. Tenía algo en común con Enriquito: que le gustaba la vieja trova, y terminábamos siempre cantando. Era muy simpático. Hacía muchas anécdotas de sus años como director de El Caimán Barbudo. El primer libro que leí de él fue Las iniciales de la tierra, que me fascinó. Lo leí ya en la universidad, después de haberlo conocido; y luego leí los demás. Jesús escribía igual a como hablaba.
¿Cómo era Pineda Barnet?
Ah, ese sí sabía. Iba al teatro, veía televisión, estaba atento a la cultura en Cuba.
¿Y Titón, que cronológicamente está antes en tu currículo? Una pelea cubana contra los demonios es de 1971.
En una conversación reciente con Mirta Ibarra, ella se preguntaba cuál sería la razón por la que Titón no me había llamado para sus filmes. Yo le dije que sí me había usado, en Una pelea cubana contra los demonios. En la última escena, que es la de la sacerdotisa. La actriz que iba a hacer el papel se arrepintió a última hora, y entonces le hablaron de mí, y me llamó.
Él quería que la sacerdotisa diera como una especie de prostituta, porque las pitonisas eran personas que bebían muchísimo, y ella hablaba un poco con metáforas. Me pusieron un perro chino, tomaba vino en un cáliz, y así se filmó toda la madrugada.
¿Quedaste contenta con el resultado?
Sí, sí. Ni mi madre me reconoció.
¿Crees que Titón no tenía suficientes referencias sobre tu carrera?
No me conocía. Creía que era solo una “actriz de televisión”, con todos los vicios de actuación que supone esa etiqueta.
¿Qué hay con La Bella del Alhambra?
Se estrenó el 28 de diciembre de 1989. Para mí está entre las cinco o seis mejores películas cubanas de todos los tiempos. Es una obra de gran factura; la puesta en escena, de lujo; gran trabajo de fotografía, de luces, de ambientación. Es una obra que recoge un pedazo de la vida, de la cultura de este país desde todo punto de vista, tanto de la parte artística como de la política; las clases sociales, todo está reflejado ahí. Es un fresco de un pedazo de la historia nuestra, porque no es solo sobre la vida de una artista. Es una película que uno recuerda con mucha emoción. El elenco también era maravilloso: Beatriz Valdés, Miguel Gutiérrez, César Évora, Miguel Navarro, Héctor Echemendía, Carlos Cruz…
Con Enrique también hice La anunciación, un filme que toma el nombre del cuadro de Antonia Eiriz. Tenía también muy buenos actores, como Héctor Noas y Broselianda Hernández; en el grupo que hace de las gitanas estaban María Eugenia García y Herminia Sánchez.
Estamos conversando porque fui a ver Frijoles colorados a El Sótano, y me entraron deseos de conocerte en persona. Te agradezco la amabilidad de recibirme. ¿La obra la enfrentaste como un reto por lo demandante que es, siempre en escena, solo dos actores en duelo constante?
La obra fue escrita para mí y a medida que iban saliendo las hojas del texto y llegaban a mis manos, me mataba de la risa.
Fue lo último que Cristina Rebull escribió aquí en Cuba. Yo lo asumí con muchos deseos porque de la edad mía hay pocos personajes y cuando ves alguno es muy flojo. Hay otra obra que ella también hizo para mí ya estando fuera, pero esa la estrenó Ana Viña; tiene también esa comicidad que ella sabe ponerle a los personajes que me ha escrito.
En El último bolero, en El Centauro y la cartomántica, todos son personajes con una gran potencia cómica.
Esa pieza que hizo Ana se llama Llévame a las islas griegas, y trata sobre dos viejas que están esperando, que viven allá hace treinta, cuarenta, cincuenta años y que su vida es hablar chismecitos y cositas de personas que no hacen nada, pero hay una que domina a la otra y han decidido vender la casa para irse a un home porque están solas. Pero mi personaje quiere plantearle a la amiga que antes de ir para el home, con el dinero de la casa, que la lleve a las islas griegas, que es una metáfora lindísima.
¿Y cuál es tu lectura de Frijoles colorados?
Es ambigua, pero yo me inclino por la roja. Las ratas esas que se mueven en el piso de los altos, son el bloqueo, que nos tiene ahogados, y los personajes somos nosotros, los viejos, con escaseces, aquí resistiéndonos y odiándonos al mismo tiempo, solidarios los unos con los otros.
¿Qué sacas tú en claro de la relación de los dos personajes?
Nosotros, para el montaje, nos inventamos una historia. La casa es una de esas mansiones lindas que hay en Paseo, ese tipo de casón como donde está la Casa de la Amistad, y los personajes eran el mayordomo y el ama de llaves, no criados de servicio, sino de una cierta categoría dentro de la servidumbre. Los señores se fueron yendo poco a poco y nosotros nos quedamos; y como era una casa que ya estaba en plena decadencia, pues milagrosamente nos la dejaron, y nosotros vivimos allí, nos quedamos, los criados conocemos todo. Fíjate que ya se está derrumbando lo de arriba, la escalera está clausurada.
Recuerda un poco al cuento “Casa tomada”, de Cortázar, porque es una vivienda en la que viven unas personas que están siendo confinadas por algo o alguien que no conocen, las habitaciones se van clausurando paulatinamente.
Vayamos a otro tema. Tantos años viviendo con Pedro Álvarez, ¿puede decirse que aún en estos proyectos actuales, él te acompaña de alguna manera?
Siempre está conmigo. ¿Sabes por qué? Por amor al teatro. Es algo que tengo yo, pero que lo tengo a él al lado porque el amor de Pedro era el teatro. Pedro fue galán de ganar miles de pesos en la televisión y se fue con Raquel, Vicente, Mesa y Rigoberto Águila a crear Teatro Estudio.
Pasaba todas las noches traduciendo del francés, porque él trajo de Francia varios textos teóricos, y otros que llegaban de Actors Studio, hasta que hicieron un manual del método de Stanislavski. Por eso montaron El largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O’Neill, basados en las teorías del teórico ruso. Fue esa una época gloriosa también.
¿Es cierto que los actores son gente difícil?
Mi marido decía que las personas creen que no hay nadie más histérico que una mujer sin marido. Pero él pensaba que más histérica, aún, era una actriz sin trabajo.
Me dijeron que viajas pronto.
Mi ilusión es reunirme con una amiga en Europa, que me quiere regalar una semana por allá, a escoger entre Italia, Francia e Inglaterra. Seleccioné París, como era de esperar. Pero con mi edad debo pensar mucho antes de emprender un viaje tan largo.
Pero estás muy bien.
¿Y si me pasa algo durante el viaje, un imprevisto?
Eso le puede suceder también a una muchacha de 20 años…
Yo le digo a mi amiga: Si seguimos al pie de la letra todas las indicaciones de los médicos, lo que se puede y lo que no se puede hacer, vamos a morir sanitas, sanitas.
Estamos cerrando esta charla tan amena. Unas últimas preguntas. ¿Qué es lo que más te molesta de tu cotidianidad?
Lo mal hecho. A todo nivel.
¿Y qué es lo que más te exalta positivamente?
Una buena actuación, encontrar a alguien querido que hace tiempo no veía, algo que rompa la chata cotidianidad, personas que desencadenan recuerdos agradables. Resumiendo: lo que más me gusta de la cotidianidad es romperla, hacerla no tan cotidiana.
¿Eres una persona de fe?
Yo creo en el hombre. Creo en la relatividad. No hay nada absoluto. Hasta la verdad es relativa.
Dentro de esos, tus parámetros, ¿crees que la fe sea necesaria?
Creer en algo es lo que nos ha traído hasta aquí, desde el principio de los tiempos. Por su propia ansiedad de asirse a algo, el hombre inventó la necesidad de creer.
La entrevista a Verónica fue magnífica