A Cuba –como a todos los países, supongo– suelen prodigársele orgullosos apelativos a partir de los talentos y habilidades de sus hijos. Al menos, de los que esos mismos hijos se atribuyen a veces con y otras sin tanto merecimiento.
Así, se escucha con frecuencia –y justicia en la mayoría de los casos– que Cuba es tierra de músicos, de poetas, de peloteros, de pintores vanguardistas, de científicos, de médicos, de bailarines, y hasta de choferes de almendrón. Sin embargo, pocas veces, o quizá ninguna, se asocia a esta isla del Caribe con los periodistas. A pesar de que muchas veces han sido los propios periodistas los que se han encargado de lanzar al viento los otros elogios.
Cierto que en las últimas décadas el periodismo no ha sido precisamente la profesión más luminosa y definitoria para los cubanos. La que saque la cara por ellos, por nosotros, fuera de Cuba –ni tampoco dentro– y retrate con rigor el espíritu y la realidad nacional.
No obstante –y a riesgo de coquetear con el chovinismo–, bien podría decirse que sí, que esta isla es también tierra de periodistas y que en los más de dos siglos que han transcurrido desde la publicación del Papel Periódico de La Habana hay nombres –y textos– suficientes para demostrarlo. Incluso, en las últimas décadas.
En el periodismo cubano resaltan figuras ineludibles, autores evocados por tirios y troyanos de un lado y otro del estrecho de La Florida. José Martí el primerísimo de ellos, pero también Juan Gualberto Gómez, Julián del Casal, Manuel Márquez Sterling, Justo de Lara, Loló de la Torriente, Enrique de la Osa, y un largo listado, muchos de cuyos miembros son hoy insuficientemente recordados y mucho menos leídos.
A este encumbrado grupo pertenece por derecho propio Eladio Secades.
Secades, quien nació en La Habana en 1908 y murió en Venezuela en 1976 –tras partir de la Isla luego de la Revolución Cubana–, tuvo una reconocida carrera como periodista deportivo. El Mundo, El Heraldo, el Diario de la Marina y la revista Bohemia, estuvieron entre los medios que conocieron de su juiciosa y amena escritura, respetada tanto por los fanáticos cubanos como fuera de Cuba.
Sin embargo, no serían sus crónicas beisboleras sino sus Estampas de la Época, las que lo catapultarían al equipo de los inmortales. Publicadas entre las décadas del 40 y 50 en revistas como Alerta, Bohemia y Carteles, estas piezas periodísticas destacan ante todo por su agudeza y su chispeante humor.
Las Estampas de Secades son joyas del costumbrismo nacional. Descubren su notable capacidad de observación, de atrapar el sentido del ridículo latente incluso en las cosas más solemnes. A fuerza de sarcasmo e ingenio, sus textos desnudan las figuras y maneras más acendradas de la cubanidad y, aunque retratan su tiempo, son imborrables hasta hoy como la mejor fotografía.
De todo o casi todo escribió Secades. De los guapos, los “picadores”, las suegras, los nuevos ricos, los piropos, los cabarets, los velorios, la radio, los borrachos, los celos, la Nochebuena, La Habana, Miami, la neurastenia y la lotería. De eso y mucho más. Y de todo o casi todo lo hizo con un estilo muy propio, de oraciones cortadas y corrosivas, de frases lanzadas como las sliders de un pitcher que siempre rompen en la zona de strike.
Con su estampa “Juzgados correccionales” ganó el premio Justo de Lara en 1942, uno de los más importantes –sino el más– del periodismo cubano de su época. En otra escribiría sobre su propia profesión: “El adorno, la guirnalda escrita, no son armas del verdadero periodista. La palabra no es más que el ropaje de la idea” y “la más grata prosa de prensa es la que pasa rozando como un soplo de brisa”.
Secades hizo siempre honor a estas máximas en su trabajo. De él, le propongo entonces una de sus clásicas estampas, publicada en la revista Bohemia en 1958 y compilada en varias antologías. Un texto que revela, como muchos otros nacidos de su genio, un lado poco amable –pero sí perenne– del ser nacional. Un ejemplo de que la tinta, como el buen ron, mientras más añeja, mejor.
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Los picúos
Un amigo me pide unas Estampas del picúo. De todo lo picúo, más que un esbozo sin grandes pretensiones, puede escribirse un libro que sería siempre un pedazo viviente de la existencia cubana. Porque la materia y la palabra son productos exclusivos de nuestro país. Y que difícilmente podrán comprender en otros países. La palabra describe la hipertrofia de cualquier sentimiento. De amor. De odio. De patriotismo. De miseria o de lujo. De pronto nos infieren la terrible frase:
–No te pongas picúo.
Y sentimos que nos han desarmado. Que nos han pasado de parte a parte. Ponerse picúo es el riesgo biológico que tenemos que evitar los cubanos. Muchas veces yo he tratado de desentrañar el origen de la tremenda expresión y no he encontrado en ninguna de sus características un detalle que acuse influencia extranjera. Sin tener a quienes echarles la culpa, no queda más remedio que aceptar que el picúo es de una cubanidad terminante. Como la charada. El relajo criollo. Y el vino amargo. Esto no quiere decir, por fortuna, que todos los cubanos seamos picúos. Pero sí todos los picúos legítimos que hay en el mundo, sean muchos o sean pocos, son cubanos. Picúo es el que compra un automóvil y lo llena de adornos: antenas aparatosas, bombillitos de colores, aplicaciones de níkel, espejos numerosos e inútiles. Picúo es el que presume de hablarles con dulzura a las mujeres. El que no concibe el bienestar económico sin el sortijón con chispitas de brillantes y la piedra del mes de nacimiento. La piedra del mes de nacimiento es el cálculo renal de la astrología. Y hay también el picúo impertinente que toma para sí todas las penas que afectan a los demás. Y circula por la vida con el corazón roto y un ataúd bajo el brazo. En el banquete-homenaje quisiera ser el orador de explicar el motivo en unas breves frases. En la boda quisiera ser padrino. En el entierro quisiera ser ese pariente inconsolable al que tenemos que esconder cuando van a sacar la caja. Es el picúo sentimental. Que quizá sea el más legítimo y deplorable de todos los picúos.
Cuando el picúo más resalta y más asombra, es cuando lo observamos fuera de Cuba. Porque es exageradamente expresivo. Porque hace del afecto una cuestión de gimnasia sueca. Habla a manotazos y trata de tú al pinto de la paloma. En algún momento dirá que al perro suyo solo le falta hablar. Y nos jurará por las cenizas del muerto más cercano. Que entre nosotros no tiene importancia eso de usar a los muertos que lloramos para que nos crean las mentiras que decimos.
Estando yo en México le dio por acompañarme a todas partes a un compatriota que había ido a la Ciudad de los Palacios, obligado no recuerdo por qué circunstancia lamentable. Era uno de esos picúos que le piden al barbero que les afeite la nuca y que les recorte las patillas en forma de hacha. De esos cubanos de barrio que se empolvan el rostro, usan la corbata de la misma tela de la camina y creen que el Agua de Colonia es el testimonio público de que acaban de bañarse. Gran corazón, pero ¡qué clase de picúo!… El trato en aquel país es más diplomático y más afinado que en el nuestro. Y aun las personas de más intimidad, se dan la mano y es muy raro hallar gente que tenga tanta confianza como para tutearse. Pues mi nuevo amigo de un salto envolvía en un largo abrazo a quien acababa de conocer. Todo el mundo era su socio. Todo el mundo era su tierra. A cualquiera le sacudía un manotazo en la espalda y después del manotazo le soltaba una risotada con el solitario adorno de un par de colmillos, que mostraba como si tuviera la mejor y más blanca de las dentaduras. De todo conocía un rato largo. Nadie podía venirle con cuentos. El cariño lo había inventado él. En el más difícil problema que se tratara, él era la cátedra. Una tarde conoció al director de un diario de gran circulación. Quiero advertir que para entonces yo había tenido la preocupación de recomendarle la conveniencia de que fuese menos efusivo. De suerte que con aquel periodista estaba contenido y al principio fue con él deliciosamente gentil. Pero empezamos a jugar a los dados y después de una larga eliminación, animada por los golpes en el mostrador y la peste típica del cubilete, se quedaron ellos dos, para ver quién tenía la culpa y se hacía cargo de la cuenta. Mi amigo, después de sacudir escandalosamente el cubilete y de decir sin venir al caso ¡qué clase de fenómeno! Y ¡se acabó el mundo!, le pidió a uno de los presentes que le soplara los dados para ver si le daba suerte. Enseguida se dirigió al adversario y le dijo:
–Lo siento, dire, pero voy a pasarte por la piedra.
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Antes había una manera infalible de conocer al picúo. Por la puntera estrecha y pequeña de los zapatos. También porque al bailar la parte más dulce y más cadenciosa del danzón, cerraba un poco los ojos y con los dedos iba llevando el compás en la espalda de la compañera. Era también característica inconfundible del picúo hacer alarde de la calidad de la ropa interior. Y presumir de ser hombre muy limpio. Como si la higiene, en vez de cosa natural, fuese una virtud pregonable. Los picúos de hace treinta años llevaban en los calzoncillos botonaduras de oro con iniciales esmaltadas y gastaban sobreros de paja de ala ancha. En el forro del sombrero podía ir la fotografía de la novia con un mechón de pelo. Pero ya eso pertenecía al último año de la picuería. En algunos individuos el bacilo de ese mal incurable (porque se nace y se muere picúo, como se nace y se muere zurdo o derecho) permanece oculto y sale a flote cuando tienen dos copas de más. Son los picúos irresistibles a quienes les da la borrachera por la amistad y por la patria. Y algunas veces por querer pagarlo todo. Se ofenden y hacen la escena de sentimiento cuando alguien intenta meter la mano en el bolsillo. Afectados rechazan:
–No me hagas más eso.
Y volteándose al dependiente con energía:
–El dinero de este hombre es falso aquí.
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¿Qué manifestación de nuestra vida ha podido librarse de la influencia de lo picúo? En política son picúos de remate los oradores de mítines que en la crisis de epilepsia patriótica se abrazan a la bandera y le meten mano a un pensamiento de Martí. Como dijo el Apóstol. Con las frases de Martí nosotros hemos hecho una industria de convicciones en conserva. Es la latería de los pensadores del patio. En el periodismo, es picúa la nota felicitando al matrimonio que celebra las bodas de lata. En la radio, las propagandas con versos insoportablemente ramplones, a los que sigue la voz del locutor, dando el anuncio de una fábrica de embutidos. O recomendando un producto maravilloso para depilar sobacos. Es muy difícil recitar una poesía, despedir un duelo y hablar en un banquete, sin ponernos ligeramente picúos. Son situaciones que tienen cierta predisposición a lo cursi. Como la tarjeta de cumpleaños. Los celos de las mujeres viejas. Los duelos a muerte. Y los pactos suicidas de los amantes en un hospedaje barato. Cuando yo tenga más tiempo, más dinero y más talento, escribiré un libro sobre tema tan interesante como este. Quizá en esa obra llegue a demostrar que, por desgracia, somos bastante más picúos de lo que parecemos. Porque con el mismo derecho con que otras personas se dedican a coleccionar sellos. O a realizar indagaciones en la esencia de los modismos. O a hurgar en la existencia de los tres mil quinientos tipos de mariposas tropicales. Yo he hecho una afición abnegada del estudio del picúismo, como una desgracia nacional. Y conservo en mi poder datos tan valiosos como el de un buen amigo mío que llevó el alarde de cariño a un perro a la cursilería olímpica de ponerle un diente de oro. Pasaje que constituye una verdadera joya en los apuntes que he archivado sobre la materia. Como la devoción espectacular y casi panorámica que sienten por la Virgen de la Caridad los que no se contentan con la imagen minúscula y oculta. Y llevan por fuera de la camisa un medallón tan grande. Que el negrito del bote puede divisarse a media cuadra de distancia.
Qué tipo tan genial!!! Casi me orino de la risa..lo peor..o lo mejor…es que eso no ha cambiado!!!! Incluso ni con los políticos, jajajaja