En el estadio José Antonio Huelga, al final del dogout de home club, estaba Juan Castro sentado en el suelo. Apartado del mundo y sumergido en un mar de papeles, aquel hombre inmenso analizaba datos de un juego cualquiera de la Serie Nacional.
Recuerdo que me acerqué con algo de temor. Juan Castro era un mito viviente del béisbol cubano y yo un estudiante de periodismo con tres o cuatro páginas escritas, a lo sumo, ansioso por dar vida a todos esos superhéroes del diamante que me habían acompañado desde la infancia.
Al “Pianista” de la receptoría no lo vi jugar, pero su nombre aparecía una y otra vez en los libros que tenía para aprender de la historia del pasatiempo nacional. “Juan Castro y Ricardo Lazo eran los únicos que sabían si tenían que levantarse o no para fildear un foul fly, por el sonido sabían dónde estaba la bola”, me decía mi abuelo.
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Gracias a aquellas historias y a algunos videos que ocasionalmente pasaban en la televisión rememorando sus jugadas más notables, descubrí el arte de Juanito para recibir bolas imposibles detrás del plato, su poder para mantener a raya al más veloz de los corredores, su clase e inteligencia para mover los hilos del partido de frente al diamante, su magia para catchear sin señas ante monstruos del pitcheo como Rogelio García, Omar Ajete o Julio Romero.
Estar mano a mano con aquella leyenda era, de por sí, un sueño cumplido, pero el momento superó todas las expectativas cuando Juanito, al ver mi postura titubeante, me soltó un “Buenas tardes periodista, ¡echa pa cá!”.
Esa frase cargada de humildad rompió el hielo, acabó con mis temores y me dejó sentado en el suelo del dogout de home club del Huelga junto a la máxima estrella de la receptoría cubana. Allí, en un escenario impensado, “El Tractor de San Cristóbal” –como también le conocían– me dio la voz de play ball y se dispuso a recibir todos mis envíos en forma de preguntas.
Aquello pretendió ser una entrevista, pero terminó en diálogo distendido y clase magistral de béisbol. Mi mayor pecado fue no publicar ni una sola palabra de aquel intercambio, del cual guardo retazos en mi mente.
El legendario dorsal 13 de los conjuntos vueltabajeros me habló de sus momentos gloriosos, de sus heridas abiertas, de sus historias como manager, de los receptores modernos, de las comparaciones y, sobre todo, me habló de su lucha incansable por alcanzar la excelencia, la perfección.
Yo entrenaba como un mulo, hacía lo que mandaban los técnicos y después me quedaba preparándome un poco más, decía. Esa fue su filosofía, la que siempre buscó transmitir a los más jóvenes, a los que no entendían el sacrificio físico que implicaba estar agachado durante horas, expuesto a golpes, y con la mente trabajando a full para dirigir el juego.
Hay talento en la receptoría cubana y a medida que pase el tiempo van a aprender más y a ser mejores, pero tienen que estar muy seguros de que quieren echar su vida detrás de home, me confesó. Después, recuerdo, me habló de la importancia de sacar rápido la bola de la mascota y de lo celoso que era con el trabajo de su brazo, uno de los más potentes y certeros que se hayan visto.
“El Pianista” me enseñó las cicatrices de su mano izquierda, con la cual recibió miles de pitcheos, algunos a velocidades indecentes y con una mascota de muy baja calidad. Eran otros tiempos, las condiciones no se parecen ni remotamente a las que existen hoy, pero con eso había que batirse en el terreno, rememoró.
En los diamantes, sufrió y padeció. Se retiró en 1989, luego de que le dijeran que contaban con él, que lo necesitaban porque no había relevo, para dejarlo entonces fuera del equipo nacional. Aquella jugarreta enterró su fe y sus ganas de seguir esforzándose. Tenía 35 años.
Ese fue el fin de una carrera con no pocas decepciones, de las cuales, me dijo, siempre recuerda dos, una en 1982 y otra en 1986. El punto en común entre ambas historias es el escenario, el estadio Latinoamericano, donde, según Juanito, se medía de verdad la grandeza de los hombres.
“Para mí el estadio Latinoamericano es un termómetro (…). El que juegue bien en el Latino puede jugar bien en cualquier parte del mundo”, espetó en una entrevista con Aurelio Prieto.
Y el Coloso del Cerro puso a prueba los nervios de Juan Castro. Tanta fue la crueldad en el recinto capitalino, que lo abuchearon cuando vestía el traje del equipo Cuba durante los Centroamericanos del 82, básicamente porque los habaneros querían que jugara Pedro Medina.
Allí, además, vio como Agustín Marquetti desaparecía una pelota en la oscuridad de la noche y sepultaba los sueños de otro campeonato pinareño en 1986. El sonido del aluminio del mítico dorsal 40 de las novenas industrialistas durante mucho tiempo martirizó a Juanito; nadie sintió el estruendo del bate más cerca que él.
Pero el Latino y muchos otros estadios de Cuba tuvieron que rendirse ante el máscara y los Vegueros en incontables ocasiones. A miles de fanáticos rivales no les quedó más remedio que quitarse el sombrero ante la maestría y elegancia del caballero pinareño.
Con las novenas vueltabajeras fue a seis Juegos de Estrellas consecutivos (los únicos que se celebraron mientras estuvo activo) ganó seis campeonatos y subió al podio en 12 ocasiones, dominando casi por completo la segunda mitad de la década del 70 y los años 80 en pleno.
Lo más relevante es que Juanito, sin apenas batear en eventos domésticos, no podía ser considerado un mero complemento en el equipo, de hecho, él hacía funcionar mejor que nadie la perfecta maquinaria de pitcheo de los Vegueros, probablemente la mejor que ha visto Cuba en más de un siglo de béisbol.
Juan Castro trabajó siempre para ser el mejor, pero nunca se creyó el mejor, de hecho, entendió que no necesitaba ese título para brillar detrás del home. La modestia y la sencillez siempre lo distinguieron, a la par de su virtuosismo e ímpetu cuando se calzaba los arreos.
Quizás por eso no se desveló jamás con las comparaciones, sobre todo en los últimos años, cuando muchos se empeñaron en determinar si Ariel Pestano lo había superado como el mejor receptor cubano de todos los tiempos. Cuando hablamos del tema, me dijo que el villaclareño, también con el número 13 en la espalda, era lo más parecido a él que había visto en su vida.
Con aquella declaración fuimos cerrando el diálogo, pero dejamos pendientes más preguntas y la promesa de volver a conversar. Él no faltó a su palabra. Nos encontramos otras veces, en el Latino, en el San Luis, y siempre accedió a regalarme sus criterios.
Ahora dicen que Juan Castro ha muerto, que el cáncer lo ha doblegado, que ya no lo veremos más. Ustedes si quieren pueden quedarse con esa idea; yo creo seguir sentado a su lado en el suelo del dogout de home club del Huelga, hablando y aprendiendo sobre béisbol. Nadie puede callar su voz.