En la mañana del 21 de septiembre del 2016, los cubanos que seguimos el béisbol estábamos convencidos de que uno de los mejores pitchers del momento había nacido en nuestra tierra, nos pertenecía, porque los peloteros de la Isla son propiedad nacional, de la gente que los ama, sin importar la camiseta que vistan.
La noche anterior, José “Delfín” Fernández, muchacho atrevido criado en Villa Clara y resurgido en un tenebroso paso por el Estrecho de la Florida, había conquistado por enésima ocasión los montículos de las Mayores, se había robado los reflectores frente a 17 961 fanáticos presentes en el Marlins Park, su coliseo preferido.
Ciento once pitcheos, ocho innings, 12 ponches, la pizarra llena de ceros… Su línea fue perfecta aquel 20 de septiembre, cuando situó a los Nacionales de Washington frente a un rompecabezas que jamás se acercaron a descifrar, una obra de arte dibujada a velocidad endemoniada, como toda su carrera.
Aquella joya nos demostró que Fernández, con solo 24 años, era un ser superior; nos quedó la impresión de que no tenía límites, de que en la siguiente salida podía ser, incluso, mejor. Pero no sabíamos que, en realidad, lo estábamos observando por última vez, no sabíamos que por delante de nuestros ojos estaban pasando, de golpe, todos sus strikes.
Su último pitcheo, un trazo perfecto que cayó como un cuchillo a 91 millas por hora, se alejó demasiado rápido del madero de Daniel Murphy, el mejor bateador del año en MLB, quien solo pudo rozar sutilmente la bola para una rolata inofensiva a segunda base.
Con esa conexión, Fernández se alejó también de nosotros, se perdió de manera insospechada, en el mar, su paraíso, al que había desafiado, domado y burlado para llegar a la tierra prometida. Su vida se desvaneció en las profundidades, como su último pitcheo, que cayó abruptamente.
Pero ese no fue tan solo el pitcheo final de José “Delfín” Fernández, no. También fue la firma que dejó a los Marlins en manos de Derek Jeter; fue el boleto de salida de Giancarlo, Ozuna, Yelich y Dee rumbo a parajes lejanos; fue la sentencia de los Marlins de Miami, hundidos en el lodo de la Florida quién sabe por cuánto tiempo.
La pérdida de Fernández, como diría Daniel Murphy, su último rival en un diamante, va mucho más allá del béisbol, nos trasciende a todos, nos deja en stop, fulminados por un tiro de gracia que nos borró la sonrisa y silenció los estadios.
Es cierto que podemos recordarlo por su pleno disfrute de la vida, por su pasión inagotable por el béisbol, pero cuando hablemos de José “Delfín” Fernández siempre nos invadirá una triste frialdad, una eterna sensación de dolor; no importa que hayan pasado dos años, como no importará cuando haya pasado un siglo.