Según mis cálculos, a esta altura, luego de recorrer más de 600 kilómetros por Cuba, debería haber observado 54 innings de béisbol. Los planes no parecían descabellados en la madrugada del 29 de septiembre, cuando salí rumbo a Villa Clara: ocho días, seis juegos de pelota y otras dos jornadas de asueto para disfrutar los encantos de las tierras en el centro del país.
Por un momento creí que las entradas podrían reducirse dado el riesgo de nocouts, aunque la paridad entre las novenas implicadas me motivaba a pensar que incluso tendría más capítulos de vivencias gracias a los frecuentes extrainnings de la Serie Nacional. El único peligro lo vislumbraba en el compromiso de Industriales y Camagüey, pero después de la barrida sufrida por los Leones en Holguín supe que difícilmente lograrán anotar más de cinco carreras hasta que no regresen a La Habana: así que problemas de nocouts resueltos.
En efecto, durante los seis partidos de la última semana los capitalinos solo pisaron la goma en ocho oportunidades, pero ese es solo el final de esta historia, repleta de contratiempos, una especie de maldición divina que me persigue y no se hasta dónde pretende llegar.
Para no hacer muy largo el cuento, les recuerdo que luego de ocho días y una rueda constante debería haber presenciado alrededor de 54 episodios de pelota, pero que en realidad han sido apenas 21, un déficit tremendo y lamentable, teniendo en cuenta todo lo que he tenido que soportar en el camino.
En Villa Clara, para empezar, me atraparon los aguaceros, intensos y despiadados, principalmente en las tardes e inicio de las noches. En fin, muy poco provechosa la estancia en la ciudad naranja (un poco desteñido ya el color), salvo por la distendida charla con el árbitro retirado Luis César Valdés.
Un juego aplazado representó el primer borrón en mi agenda y justo al día siguiente llegó el otro, por la suspensión en Sancti Spíritus entre los Gallos y los Alazanes granmenses. En el Yayabo me sorprendió un repentino brote de vómitos y diarreas de los peloteros orientales, y entonces desaté mi instinto periodístico.
Fui rumbo al hospital provincial y me enganché una bata verde para acceder a los jugadores, pues como tenían sospecha de cólera andaban un tanto aislados, y casi nadie quería hablar del asunto. Al final la sangre no llegó al río, no era cólera, solo un crudo agudo diarreico, aunque el punto es que tampoco pude ver pelota en la tierra de los espíritus.
No le di demasiada importancia, solo que al llegar tardíamente a Ciego de Ávila (otro partido perdido) y saber que los dogouts estaban inundados por una extraña tupición, entonces alguien me dijo que ya habían demasiadas evidencias de que “tenía un chino atrás”.
Sonreí, qué remedio, pero tenía toda la razón el Beni, un tipo que vende viagras y otras cuantas cosas en Ciego. A su lado disfruté por fin de bolas y strikes en el pleito dominical, que empezó con retraso por la referida tupición y acabó antes de tiempo, pues en la tierra de la piña, para colmo de males, cayó un diluvio que limitó las acciones a solo siete capítulos.
Horas después salí rumbo a Camagüey, donde esperaba firmemente que terminara la maldición, pero no tenía una idea muy clara de qué tan grande es la ciudad. Hospedado en Tayabito, a unos cuantos kilómetros del centro, mi espíritu de caminante indomable quedó tras las rejas, superado por una urbe gigante en la cual valen los carros y las bicicletas, mas no los pies si hablamos de transporte.
No obstante, con el favor de Febles, socio que no le gusta tanto la pelota y evita ir al estadio para no sufrir con los Toros agramontinos, entré al parque Cándido González, uno de los más iluminados del país, con su pizarra manual, que ofrece mucha más información que la del Latino, donde además, el locutor oficial anuncia los bateadores, su promedio ofensivo y la cantidad de jits que acumula en el campeonato.
Justo el detalle del escaso gusto beisbolero de Febles, mi socio, limitó a solo cinco entradas la estancia en el parque, repleto de esquina a esquina pese a que los Toros calientan el sótano de la Serie. En fin, solo 21 innings de juego, prueba de que la maldición sigue ahí.
Para ahogar las penas, me refugié en el Bar Esperanza, donde el mundo pareció dejar de girar por unos momentos, sin mala vibra. Con calma, me puse a pensar en lo visto hasta la fecha, hablando de pelota propiamente.
Pensé en que no han llegado los spikes de los jugadores, en los cambios de horarios sin previo aviso, en los números desprendidos de las camisas de Lombillo y el “Camión” Álvarez, en los toques de bola injustificados con dos strikes, en las rectas al medio, en la escasa velocidad, en los pobres repertorios, en el nulo pensamiento de la mayoría.
En fin, pensé en los tantos agujeros negros de nuestro pasatiempo nacional, y entendí, entonces, que la maldición, esa que supongo me persigue, tal vez se esconda en algún lugar, pero si pretendo llegar a Guantánamo, en cualquier instante aparecerá nuevamente.