VILLA CLARA.- Al salir del estadio Victoria de Girón uno se siente aliviado, los oídos respiran, aunque después, por un buen rato, no dejan de resonarte las cornetas. Sí, las benditas cornetas, están ahí, no se van, ese sonido se queda colgado de tu cuello y te asfixia.
Pero si solo fuera esto…las cornetas son ruidosas, destruyen el juego, silencian la sinfonía del béisbol, no captas ninguna de las múltiples señales provenientes del terreno, donde los peloteros desencadenan su particular concierto.
El mítico Stan Musial, inicialista de los Cardenales de San Luis, dijo que tras colgar los spikes lo que más extrañaba eran los sonios del estadio. “Por muchos años luego de mi retiro, podía escuchar esos sonidos en mi cabeza antes de irme a dormir.”
No obstante, en Matanzas uno se ve preso y ni el más agudo oído puede percibir la explosión de la mascota con una recta fugaz, al estilo de Freddy Asiel Álvarez, o el sutil silbido de las bolas rompientes, o la voz de mando del árbitro Luis César Valdés.
Esto, en parte es justificable por la estructura del parque, circular, que da la sensación de escuchar a 50 mil cornetas al mismo tiempo, cuando en realidad son muchas menos.
En ese sentido, el estadio Augusto César Sandino de Villa Clara es algo más benévolo y al fanático le llegan melodías únicas provenientes del diamante, desde las brisas de los bates abanicando hasta los gritos aireados de y hacia Víctor Mesa.
Si estás cerca de la grama incluso puedes escuchar el sonido de los clavos metálicos de los zapatos en el piso de concreto del dogout, sobre todo con pasos de gigante como los de Ariel Pestano, quien campea por su respeto en la caseta antes de saltar al ruedo, donde después se pueden sentir sus tiros a las bases, semejantes al vuelo feroz de un F-16.
Precisamente, en el tercer duelo de la gran final entre Cocodrilos y Naranjas en el Sandino, finiquitado con victoria para los primeros (4-1), el máscara del conjunto central realizó un disparo al segundo saco para poner out a Víctor Víctor Mesa, que se deslizó, golpeó la almohada mientras la bola chocaba con el guante, apenas una partitura del concierto beisbolero.
Pero si de sonidos en el terreno hablamos, tres son los escenarios claves: el home, el montículo y las gradas. En el plato, considerado por algunos toleteros como el lugar más silencioso del planeta cuando consumen su oportunidad, puede escucharse de todo, desde el sonido escabroso de un dead ball hasta las conversaciones interminables entre receptor, bateador y árbitros.
En este punto, de nuevo la figura de Pestano cobra protagonismo, pues habla con todos y de todo, incluso de cómo dominarán al hombre en turno. Pero, sin dudas, lo más notable en esa zona es el contacto del bate con la bola, ese mazazo efímero que levanta multitudes.
Por lo estruendoso, pudiera considerarse como el rock del béisbol, un choque brusco cuyas magnitudes dependen en gran medida del calibre del baluarte ofensivo. Por ejemplo, el santiaguero Edilse Silva consume cada chance con un bate pesado y buena parte de sus conexiones son misiles teledirigidos, como la que despachó en el tercer pleito de la final, devorada a la postre por el jardinero Guillermo Heredia, conciente desde el primer instante de que debía partirle a esa bola con toda la determinación, pues era un out clave en el partido.
No obstante, si me preguntan, el sitio más complicado para afrontar los sonidos de la pelota es el box. Allí se sienten a mil decibeles los gritos de la fanaticada, sobre todo cuando estás dominando en valla ajena. En el Girón lo sufrió Freddy Asiel y en la noche del sábado Jorge Alberto Martínez, as de la primera victoria de Víctor Mesa como manager en finales.
Martínez siguió las órdenes estrictas de su mentor, supo identificar su voz y los silbidos entre la multitud de sonidos y gritó tras cada hombre dominado, estruendos que poco a poco estruendos silenciaron la grada, dando vía libre en el epílogo a la sinfonía del béisbol.
Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, en el Sandino los árbitros detuvieron el tercer pleito de la gran final por el ‘apabullante’ sonido de las congas, algo que en Matanzas jamás pasó por la mente de nadie. Cosas de nuestros jueces…