¿Qué se dice a sí mismo el héroe derrotado? ¿Cómo se consuela quién parece predestinado al triunfo y termina cayendo una y otra vez ante sus más formidables rivales?
¿Cómo encara el empujón injusto del fracaso? ¿Cómo remienda su armadura para regresar al campo de batalla?
LeBron James ha disputado nueve finales de la NBA y ha perdido seis. Es un rey coronado y destronado con los dos únicos equipos que ha defendido en 15 años. Un monarca reverenciado y sometido por el deporte y la fatalidad.
Individualmente, ya es una leyenda. No (solo) porque haya ganado dos anillos –de cuatro posibles– con el Miami Heat, o porque en once temporadas con la camiseta de los Cleveland Cavaliers lograra uno, destrozara marca tras marca y se echara a cuestas a un equipo que sin él sería un bote a la deriva.
LeBron es una leyenda porque, al margen de sus escalofriantes números, ha construido con sus manos una época, ha sido el rostro –y el nombre y el alma– del baloncesto en los últimos veinte años, de sus glorias, caídas y pasiones. De su grandeza. Lo que en su momento fueron elegidos como Wilt Chamberlain, Kareem Abdul-Jabbar y Michael Jordan.
Ha sido el Rey. Es el Rey.
Hace solo unos días, sus Cavs fueron arrollados por la dinastía de Golden State, de Durant, Curry y compañía. Cuatro juegos bastaron para clavar la espada en el corazón de los de Ohio y dejar –otra vez– al mejor basquebolista de la actualidad sin el premio deseado.
De esos cuatro juegos, LeBron jugó tres con un ojo enrojecido por un golpe del rocoso Draymond Green y, para colmo, con una mano fracturada: la diestra. El Rey es zurdo, pero en el baloncesto prefiere la derecha.
Antes de la lesión, en el primer juego de la final, le marcó 51 puntos a los Warriors en el Oracle Arena de Oakland, pero increíblemente Cleveland terminó perdiendo. Esa derrota decidiría la serie.
Una torpeza en los segundos finales del tiempo reglamentario frustró la posible victoria de los Cavaliers, y ya en la prórroga los de casa no tuvieron compasión. Molesto, LeBron lanzó un golpe en el vestuario y se rompió la mano. Ni su mayúscula voluntad ni la protección de su mano fuera de la cancha, permitieron que estuviera nuevamente al cien por ciento.
Pero no dijo nada.
Solo al terminar el cuarto partido, ya con los Warriors celebrando su tercer título en cuatro finales consecutivas frente a los Cavs, el Rey apareció ante la prensa con la mano inmovilizada. No para justificar la derrota sino para no seguir ocultando la realidad.
Sus palabras fueron casi una autoflagelación, el señalamiento de una culpa que devolvió al héroe a una dimensión humana y, paradójicamente, también más heroica.
En los tres juegos lesionado, James marcó 85 puntos y peleó aun con la sombra de la derrota sobrevolando la Quicken Loans Arena de Cleveland. Solo faltando cuatro minutos para el fin del campeonato, con una desventaja insalvable en la pizarra, se retiró de la duela. Ovacionado.
En total, promedió 34 puntos por partido en la final, además de 8,5 rebotes y 10 asistencias y se quedó a las puertas de un increíble triple-doble en toda la serie. No obstante, en el sexto juego sí logró la hazaña y se convirtió en el jugador con más triples-dobles en la historia de las finales de la NBA, con 10, por delante de las 9 de Kareem Abdul-Jabbar.
Por demás, en toda la postemporada anotó 748 puntos, a solo 11 del récord de 759 de Jordan en 1992. Quizá si hubiese jugado los últimos minutos del cuarto partido… Pero para un rey la vanidad no basta como consuelo.
Sus 51 puntos en el primer partido le valieron otra marca, triste: la de ser el primero en superar las cinco decenas en un juego de las finales y no conseguir la victoria.
En total, ya con 33 años, LeBron promedió 42 minutos sobre la cancha a lo largo de los play-off 2018, con 34,5 puntos, 9,2 rebotes y nueve asistencias. Kevin Durant, el flamante MVP de las finales y ganador de su segundo anillo con Golden State, tuvo como promedios 38,4 minutos, 29 puntos, 7,8 rebotes y 4,7 asistencias.
Lean y comparen.
Si Cleveland llegó hasta el subcampeonato, se lo debe a él. Sin sus canastas, los Cavs hubiesen naufragado mucho antes, quizá ante Indiana en la primera ronda de la postemporada, o ya en la final de la Conferencia Este ante Boston. Sus 35 puntos ante los Celtics en el juego decisivo fueron lapidarios.
Fue el primer caballero y el único. El general que no capitula a pesar de sus heridas y que, sin arrodillarse, reconoce el valor de sus rivales.
“Simplemente, ellos [los Warriors] fueron superiores en los momentos decisivos, consiguieron los puntos que marcaron la diferencia”, dijo en la misma conferencia de prensa en la que mostró su mano derecha inmovilizada.
Tras su sexto fracaso en finales, James llega a un punto de quiebre. Como agente libre, podría dejar la franquicia de los Cavs por segunda vez en su carrera. Casi todos lo dan por seguro y ya ha comenzado el pugilato por ganar su atención. Por hacerse con su coraza y su talento.
Adonde quiera que vaya, reinará.
Pero si decidiese no jugar más, si se tomara un año sabático o se retirase sorpresivamente del baloncesto, nadie podría objetarle nada. Nadie podría decir que no exprimió al máximo sus músculos ni hizo crujir los aros con sus 250 libras. En más de 1,300 partidos durante 15 años.
Qué más puede exigírsele a LeBron, cómo puede imaginársele sin su corona. Los aficionados, sus contrarios, el mundo, deberían ponerse de pie y aplaudir.
Justo artículo para el Rey LeBron. Ha sido un atleta extraclase, pero casi nunca la fortuna ha estado de su lado.
Eso sí, y en esto no valen números. El mayor legado que ha dejado un atleta en tabloncillos de la NBA pertenece a His Majestic, al deportista del siglo XX, a Mr. Marketing, a ese que llevaba la camiseta 23 de los Chicago Bulls y que jugó 6 finales las cuales ganó una tras una siendo en cada una de ellas el MVP. El que jugando con una fiebre de 39 grados encestó 38 puntos en las finales de 1997 cuando el play off estaba empatado a 2 triunfos por bandos. Todo eso hace que MJ sea un mito, una leyenda, el Dios del baloncesto. LeBron puede pulverizar todos los récords que quiera y seguir siendo un fenómeno para las actuales generaciones, pero el trono, el verdadero trono con la corona incluida, tuvo, tiene y tendrá (por lo menos por bueeeen tiempo, un solo dueño: MICHAEL JORDAN.