Fluminense venció 2-1 a Boca Juniors y se consagró campeón de la Copa Libertadores 2023 en el estadio Maracaná, Río de Janeiro. No fue una final más, sobre todo por lo ocurrido fuera del campo de juego. Esta edición tuvo un condimento especial: la rivalidad Brasil-Argentina, una relación que, como toda vecindad forzada, mezcla simpatías y rencores, intensas emociones que la dinámica del fútbol amplifica.
Nadie lo explicó mejor que el maestro Pablo Alabarces: los argentinos odian amar a los brasileños; y los brasileños aman odiar a los argentinos. Por eso la que sigue es una crónica que habla menos de un partido y más de un “amor-odio” correspondido. De cómo el fútbol, nuestro fútbol latinoamericano, en el que parece estar todo mal, todavía nos encanta.
Con objetivos más comerciales que deportivos, en 2019 la Confederación Sudamericana de Futbol (Conmebol) elige el formato de “Final Única” para la Copa Libertadores. En vez de jugarse “ida y vuelta” en cada uno de los estadios de los equipos contrincantes, ahora “La Final” pasa a ocurrir en un único partido con una sede “neutral”, que es definida al comienzo de la competición. Para la edición 2023 el escenario elegido es el mítico estadio Maracaná ubicado en Río de Janeiro, Brasil.
Al conocerse los equipos finalistas aparecen los primeros problemas. Es que el Maracaná es el estadio donde hace de local el Fluminense y Río de Janeiro, su ciudad natal. Una cosa es la rivalidad en escenario neutral, otra muy distinta es con “locales” y “visitantes”. Para Boca y su gente se pronostica hostilidad, más aún después de que anunciaran que protagonizarían “la mayor movilización de hinchas de fútbol a otro país”.
Por todos los medios de comunicación y redes sociales argentinos y brasileños se preanunciaba el arribo de más de 150 mil hinchas de Boca a tierras cariocas. La gente del Fluminense promete una bienvenida violenta.
Para entender las hostilidades y amenazas hay que aclarar dos cosas: los hinchas de fútbol latinoamericano viven las rivalidades desde una cartografía bélica que ordena sus cabezas y regula sus puños. Un mapa en el que hay territorios propios que se defienden, zonas rivales que se invaden y lugares neutrales que se conquistan. El otro no es un adversario, es un enemigo. Por eso, para los hinchas del Fluminense, que los simpatizantes de Boca “copen” su ciudad es una ofensa a evitar.
A eso hay que sumarle la violencia acumulada entre equipos de Argentina y Brasil, una recíproca agresión en aumento, principalmente por la viralización de imágenes de hinchas argentinos haciendo gestos y expresiones racistas. En cada imitación, gritos de “macaco” (mono, en portugués) o posts discriminatorios, los hinchas argentinos echan sal a una herida muy abierta en la sensibilidad brasileña.
En un país donde cada 23 minutos un joven negro muere, el racismo es un delito serio y una llaga histórica sin cicatriz. Frente a esto, los brasileños y brasileñas responden con mensajes de aporofobia: queman billetes para mofarse de la pésima situación económica que Argentina y su gente están viviendo.
Por eso, el jueves 2 de noviembre pasa lo esperado. Las “torcidas organizadas” del Fluminense —esos grupos de hinchas organizados que en español llamaríamos de “barras bravas”— emboscan a los hinchas de Boca concentrados en la playa de Copacabana. Todos los testimonios coinciden en que la policía liberó la zona, la misma fuerza pública que minutos después vuelve para reprimir a los seguidores de Boca.
Desde el lugar de los hechos y en vivo, desde un móvil, un hincha argentino de Boca dice: “esclavos… Monos de mierda”.
Treinta grados. El sol parece una pelota que arde. El oleaje del mar pinta sosegado. No así la playa de Copacabana. Hay bombos, trompetas, vino, Fernet, cumbia y olor a prensado. 50 mil hinchas Xeneizes le ponen carne, hueso y nervio a una marea azul y oro. Es el “banderazo” de la gente de Boca un día antes del partido y veinticuatro horas después de haber sido golpeados y robados.
El grado de fanatismo por un club, en Argentina, se mide según la adversidad de las circunstancias. A eso le decimos tener “aguante”. Es decir, estar presente, sobre todo, en las malas. Y como sea. Por eso, la emboscada, lejos de amedrentar, refuerza el deber de estar.
Las historias escuchadas redundan en épica. Como la de Javier, que vino a dedo desde Quilmes vendiendo Fernet. O la del destartalado motorhome Mercedes Benz 1114, modelo 82, en el que viajaron siete amigos y una perra, Laisa.
Pero la más llamativa es la de Leandro Fortunato, el hincha de Boca que llegó caminando a Río de Janeiro desde Buenos Aires. 2685 kilómetros a pie. 24 días. Llegó a la “ciudad maravillosa” el lunes 30 de octubre. El mismo día en el que Maradona cumpliría 63 años. Para cualquier ateo, una casualidad anecdótica. Para cualquier bostero, una señal divina.
El día del partido me encuentro con “La 12”, la barra de Boca. Viajamos desde el sambódromo hasta el Maracaná en más de siete colectivos. El grueso de sus miembros llegó un día antes, en ómnibus, y fueron recibidos por la torcida organizada “Força Jovem” del club Vasco Da Gama, enemigo del Fluminense. La “primera línea”, como se le dice a sus referentes y núcleo duro, llegó esta mañana y en avión. También nos acompañan dos camionetas donde viajan los tesoros a custodiar: banderas y bombos.
Todos están en estado de alerta porque las torcidas del Fluminense habían prometido otra emboscada. Esta vez a la barra de Boca, lo cual, sin dudas, dejaría un saldo trágico. En la caminata hasta el estadio, la 12 canta:
Esta es la barra de Boca/ se la aguanta de verdad/ el que tenga alguna duda/ que nos venga a buscar
Aserrín, aserrán, Fluminense donde está/ aserrín, aserrán, Fluminense donde está.
El ingreso al estadio es un desastre. Escenas de guerra. Tras un forcejeo entre parte de la barra y la policía, la fuerza de seguridad resuelve tirar bombas de gas indiscriminadamente. Con la visión aguada y ardida veo a los propios policías, seguridad privada y prensa lagrimeando y tosiendo. Imagínense a los hinchas.
En ese caos generalizado, la contención a la gente se desborda. La desesperación es lógica: varones, mujeres, niños y adultos mayores obligados a respirar gas sin tener para donde huir debido a la congestión humana.
En ese desborde, la policía militar carioca convoca a la infantería montada. Uniformados y a caballo, cortan el viento a palazos. Los heridos se multiplican. El protocolo Conmebol de los operativos de seguridad y de gestión de masas es letra muerta.
Falta una hora para el comienzo del partido y el ingreso a la tribuna de Boca parece el muro de los lamentos. Estafados, heridos, detenidos y hasta personas con entradas legítimamente compradas se quedan afuera del partido más importante de los últimos años.
Ni Dios se salva de las puteadas.
Las y los desafortunados hinchas del Fluminense que no consiguieron entradas se concentran en la plaza céntrica de Cinelândia, en el centro de Río. Más de veinte mil tricolores sufren frente a una pantalla gigante que trasmite el partido en vivo. Pedro es uno de ellos. Junta sus manos y tapa su boca. No sé si reza, reprime un insulto o se esconde de mi cámara. Le pregunto sobre lo único que muestra:
Me pinté el pelo hace dos días. Si somos campeones quiero estar bonito. Lo hizo mi tía, que es peluquera. Aunque ella es Flamengo, me quiere, solo me pidió que si ganamos no vuelva muy tarde. Y que tampoco la cargue tanto. No sabe lo que le espera…
El Fluminense Football Club nace en 1902. Es uno de los cuatro equipos “grandes” de Río de Janeiro. Sin embargo, hasta ayer nunca había ganado la Copa Libertadores. A muchos hinchas les pregunté por qué se les dio este año. Me respondieron con nombre de jugadores, cifras de inversiones, proezas de la hinchada y hasta macumbas (trabajos religiosos) bien y mal intencionadas.
Yo elijo creer en otro motivo.
Este año, tal vez el más importante entre sus 121 años de vida, el Fluminense homenajeó al cantor de samba Cartola, fallecido en 1980. Él fue criado en el barrio Laranjeiras y conocido hincha del “Flu”. El homenaje es una camiseta especial. El diseño lleva los colores de la escuela de samba Mangueira, de la que Cartola fue fundador y compositor; colores que Cartola plasmó en homenaje al club de sus amores: Fluminense. Además, en la camiseta se lee la letra de la canción “Corra e Olhe o Céu”. Una hermosa melodía que invita a expulsar la tristeza mirando el cielo. Porque es allí donde el sol siempre trae un nuevo “buen día”.
En un fútbol totalmente mercantilizado, violento, racista, machista, xenófobo, represivo, injusto y mal organizado, el desencanto parece inevitable. Pero a veces, solo a veces, queda lugar para metáforas o creencias que transforman un momento cualquiera en un “buen día”.