Desde la mañana la niña corría descalza por la tierra y el abundante verde típico de la provincia cubana más occidental. Así era la vida de los pequeños en los centrales. Vida de campo, dice.
Allá se subió a lo más alto de los árboles y, con sus amigos varones, se metió en la piel de los grandes peloteros que representaban Pinar del Río. La madre la perseguía para “quemarle los pies” por su rebeldía, la misma que no podría después imponer para satisfacer su gran aspiración de la infancia: ser bailarina de folclor.
Ahora, como madre, no quiere ver a sus hijos andar sin zapatos, y todavía considera una frustración no haber podido concretar el sueño de la danza. Basta que escuche sonar una lata y un palo para que se encienda su deseo por expresar, a través del movimiento, el sentimiento que esto le provoca.
La tradición deportiva en la familia pudo más que el arte y, en realidad, no hay espacio al arrepentimiento. Como ella señala, como bailarina habría sido muy difícil que alcanzara algo parecido a lo que logró como deportista.
Marleny Costa Blanco, nacida el 30 de julio de 1973, era una elegida. Lo supo su tío Javier Costa cuando tuvo la intuición de ponerla a volear a la corta edad de 8 años.
Fue como prender las luces de un estadio y alumbrar una carrera que comenzaba con ese primer encuentro entre ella y una pelota de voleibol. Fue el preámbulo de una historia que pondría a las voces oficiales de los coliseos más importantes del mundo a mencionar su nombre y le daría el número 2 en la alineación del que, para muchos, fue el mejor equipo de voleibol de todos los tiempos.
Era genético y también divino, quizá folclórico: la biología había conjugado en su cuerpo las características competitivas de sus tíos Reinaldo y Silvia Costa, y el destino había querido sumar el picante y la “frescura” que todos dicen que mostraba esta mujer en el taraflex. “Guapa”, “atrevida”, dirían algunos.
Hoy, al cabo de los años, con menos bríos que aquella que salió dispuesta a sacar para el último punto que le daría a Cuba un histórico tricampeonato olímpico, nos remontamos a la época en que se encendían las luces del anfiteatro y el locutor lo hacía oficial: “Número 2… Marleny Costa”.
Con 15 años, mientras la mayoría de las adolescentes se preocupaban por cuestiones estéticas o banalidades, Marleny se iba con sus bultos a la EIDE Ormani Arenado, en Pinar del Río.
Contaba con el apoyo total de sus padres y familiares. Solo debía hacer lo suyo. Recibió los primeros fundamentos de parte del entrenador Pablo Miranda, a quien recuerda con mucho cariño por haber hecho de ella lo que fue como jugadora y confiar siempre en que podía llegar lejos.
Marleny reconoce el trabajo de quienes la formaron desde la base, en los terrenos de cemento, con pelotas descascaradas. Por eso tampoco se olvida de Tomás Fernández, actual seleccionador nacional, a quien le agradece mucho desde el inicio de esa etapa en la EIDE.
Hasta dónde sería capaz de ascender era una inquietud perenne; sin embargo, siempre se sintió segura de sus habilidades: “Cada uno sabe la calidad que posee, y siempre soñé y aspiré a estar en el equipo Cuba. Era mi anhelo y tenía condiciones para eso”.
Poco duró en Pinar del Río. Rápidamente, a finales de los años 80, llegó a su casa la convocatoria para la selección nacional juvenil. Su madre recibió el sobre y, luego de la tensión y los nervios que genera el abrir misivas inesperadas, pudo leer con alegría el telegrama encargado de informar que su hija integraría el conjunto.
“Aquello fue tremendo. A la vez que llegabas y pisabas el tabloncillo y veías a esas grandes personas como Magaly Carvajal, Mireya Luis, Imilsis [Téllez], te llenabas de inspiración”, rememora. Habla de Imilsis como su ejemplo, “una persona espectacular y una voleibolista demasiado inteligente y guerrera”.
Ya estaba donde quería, pero los obstáculos juegan siempre un papel protagónico en la vida de quienes están destinados a conseguir lo que solo unos pocos consiguen. Los duros y rigurosos entrenamientos de Eugenio George fueron lo primero a lo que debió adaptarse, aunque con el paso del tiempo se hizo hábito en ella ese nivel de exigencia.
“Llegaba un momento en que estábamos acostumbradas. Jugábamos en la liga italiana o española y nos exigíamos ese sistema de preparación. Nosotras mismas nos poníamos los planes, porque en el extranjero comúnmente no se entrenaba mucho”, revela.
Tampoco era fácil asumir las rutinas de las voleibolistas más experimentadas. Marleny cuenta que si Eugenio mandaba a dormir a una joven con una veterana, ahí mismo se traumatizaban, pues las costumbres y la disciplina férrea de las más establecidas chocaban con las características propias de la juventud que traían las nuevas muchachas.
Sin embargo, el cambio de posición fue de las cosas más difíciles. El sueño de atacar sería intercambiado con el de servir el mejor balón a las rematadoras para lograr vencer a las defensas rivales. Hoy, mirando los hechos con los años de por medio, está convencida de que fue lo mejor.
“Cuando comencé no era pasadora, sino atacadora auxiliar, como Mireya, Yumilka [Ruiz], y me desempeñaba fenomenalmente. Pero Eugenio y el hermano [Eider George] propusieron que fuera armadora. Lloré muchísimo porque no quería, todo el mundo quiere ser atacador para rematar. No obstante, si vuelvo a nacer, vuelvo a ser pasadora. Es la guía del equipo, quien lleva la voz cantante, manda y dirige. A veces más que los mismos directores”, concluye.
En 1990, en una gira de fin de año, se insertó en las filas del equipo grande, y en los Panamericanos de La Habana 1991 consiguió uno de sus primeros títulos importantes. Aunque jugó poco, Marleny valora la victoria alcanzada en casa y ya, desde aquellos momentos, con 18 años, Antonio Perdomo tuvo que lidiar con la “frescura” de la pinareña, capaz de reprocharle la falta de participación de las más nuevas.
—Recuerdo que le dije a Ñico: “¿Pa’ qué nos trajeron si no vamos a jugar?”.
—¿Y él qué le respondió?
—¿Él? —comienza a reír—. Ni contestó. Yo era una atleta a la que le gustaba mucho la actividad en el terreno. Hay jugadores mansos y se conforman con ser suplentes, pero para mí era algo frustrante. Tenía ganas de coger la paleta y pedir el cambio, porque crees poder hacerlo y si no te ponen es algo que molesta.
—¿Quiénes te decían que eras muy fresca?
—La mayoría de los preparadores. Eugenio no; él siempre fue muy cuidadoso. Casi todas mis compañeras también, por el temperamento que tenía para jugar.
Marleny no vivió sola aquellas frustraciones, empeños y quimeras. Con Barcelona 1992 muy cerca en el almanaque, Norka Latamblet fue una de las figuras de experiencia que la ayudaron a enfilar el pasaje que el colectivo técnico le tenía casi reservado.
“Siempre me dio mucho apoyo, dormíamos juntas y fue quien me dijo en el 92 que entrenara fuerte, pues Eugenio le había comentado que yo iba a ser la pasadora regular para esa Olimpiada. Yo le argumentaba que eso no podía ser, había compañeras con condiciones… Sin embargo, llegó Barcelona y era titular. Norka fue una de las personas que estuvo conmigo, también Tania Ortiz y Regla Torres, quien hoy por hoy es una gran amiga y nos seguimos comunicando con frecuencia”.
“¡Baaarcelooonaaa, Baaarcelooonaaa…!”, entonaban las voces de Monserrat Caballé y Freddie Mercury en 1992, envolviendo en un icónico tema las tradiciones deportivas y alumbrando el sueño de las delegaciones y los equipos que participarían en los Juegos Olímpicos de ese año. Una flecha encendió el pebetero y las Morenas del Caribe le darían candela a la esférica.
“Estaba preparada psicológicamente, pues sabía de las aspiraciones de Eugenio. Cumplí casualmente 19 años en esos Juegos Olímpicos. Para todo atleta esa es la mayor satisfacción. Solamente participar es una gran dicha, di tú ser campeón olímpico. Es una de las cosas más espectaculares que pudieron haberme pasado en mi carrera deportiva. Estar allí y ser campeón olímpico con 19 años para todo deportista es un sueño.
“No sentía presión. Quizá las que tuvieron la posibilidad de haber ido a Seúl o Los Ángeles, sí; pero nosotras éramos más jóvenes. Siempre entras algo presionada y cuando viene el calor del juego te vas relajando. Fue una Olimpiada muy buena y teníamos tremenda condición física”.
Con esa medalla en su palmarés, varias de las campeonas cubanas en la cuidad española irían a defender el uniforme de las cuatro letras en el Mundial juvenil del año siguiente. Ana Ibis Fernández, Regla Torres y Martha Sánchez, entre otras, acompañaban a Marleny en la aventura dorada, como sería costumbre para este grupo hasta el año 2000.
“Fue una grata experiencia. Como el año anterior había participado en Barcelona 1992 y me había sentido en la gloria, en el Mundial juvenil me alegré; pero no me sorprendió tanto, pues con la cantidad de atletas olímpicas en la escuadra, íbamos con grandes posibilidades de alcanzar el título”.
—¿Por qué, junto a Regla Torres, te califican como la más indisciplinada?
—Así mismo es —afirma sin poder contener la expresión de travesura en su rostro—. Éramos quienes siempre protestábamos y las que más faltábamos a los entrenamientos. Sin embargo, les digo a las generaciones jóvenes que, aunque hacíamos esas cosas, a la hora de jugar siempre dábamos el máximo.
—¿Qué pasaba cuando se hacía algo mal?
—Castigo. Hasta que no salía el ejercicio no terminábamos la práctica y llegaba un momento en el que se empataba todo: almuerza, corre, descansa media hora y otra vez. Cuando nosotras veíamos que él [Eugenio] le comentaba al doctor: “Dile a Isabel (la compañera del comedor) que me guarde dieciocho comidas”, nosotras mismas hablábamos: “¡Muchachitas, hay que ponerle a esto, que está malo!”. Después comprendimos que esos correctivos aportaron a todos los triunfos del voleibol cubano.
—¿No le rebatían?
—¡¿A Eugenio?! No. Jamás y nunca. No le decíamos nada. La cogíamos con los otros: Ñico, Calderón, Garbey… A él de ningún modo le faltamos el respeto.
—¿Por qué te consideras una atleta “guapa”?
—Cuando estaba en el terreno me gustaba sentir el calor del juego. Si hacíamos un remate espectacular y el juego andaba caliente, me gozaba gritar y exclamar cosas.
—¿A las nuevas generaciones les falta eso?
—Sí, un poco. Viendo los juegos a veces digo: “Si metiste un ataque o un palo, ¿por qué no lo disfrutas, no gritas?”, “Hiciste un bloqueo y no lo festejas”; y en ocasiones me molesto muchísimo, porque les falta todavía lo que teníamos nosotras. Nos gustaba jugar a estadio lleno y que nos pitaran y dijeran cosas para sentirnos con más ímpetu e ir con más fuerza al contrario.
Se me ocurre preguntarle si toma sopa. Pone cara de sorpresa, como cuestionándose a qué viene la pregunta. Asiente, todavía con asombro.
—¿Y qué pasa con el refrán?
—¡Ahhh! —ríe a carcajadas—. Nada, a la gente del campo nos gusta el caldo y la sopa.
Sao Paulo, Brasil. 30 de octubre de 1994. Final de la duodécima edición del Campeonato Mundial femenino de voleibol. El estadio Ibirapuera está matizado con los colores de la bandera del gigante sudamericano, aunque los aficionados fueron acallados por las cubanas desde bien temprano en el partido. Tercer set. El marcador es 11-5 y las locales están al borde de la derrota. A la línea de saque va Marleny Costa.
Consigue par de puntos por directo, suelta una palabrota y, cuando consigue el segundo ace, gesticula y se mete con el público, luciendo el binomio de talento y “guapería”, como queriendo decir: “¡Recojan, que esto se acaba aquí!”.
Se mantiene en el servicio e impacta la redonda por tercera vez de forma consecutiva. Las brasileñas están mal en todos los aspectos y no pueden lograr un ataque efectivo. Cuba aprovecha y ejecuta el contragolpe, culminado con el tanto 14, salido de la zurda prodigiosa de Regla Bell.
Falta un punto para coronarse sin haber perdido un solo parcial. Costa manda la bola hacia la cancha de las brasileñas. La pelota viaja y cada milésima de segundo las acerca más al título. No hay nada que hacer y Brasil en pleno lo sabe. Han chocado contra un muro, como chocó el ataque auriverde con el doble bloqueo cubano que devolvía la redonda a la cancha rival para desatar la locura.
“¡Cuba, campeón mundial!”, exclaman los comentaristas, mientras las muchachas no paran de saltar.
“Para todo atleta vencer es lo máximo; aunque nunca imaginamos hacerlo sin perder ningún set. Creo que fue una de las mejores competencias realizadas por el equipo. En el juego por la medalla de oro derrotamos a Brasil en su terreno, repleto, y fue 3-0. No pensamos tampoco que se fuera a desarrollar así; sin embargo, triunfamos 15-2, 15-10 y 15-5. En el segundo set Eugenio nos regañó muchísimo; dijo que si ya teníamos a la fiera herida cómo íbamos a dejar que se avivara. Entonces, entramos en el tercero y ganamos.
“No nos propusimos hacerlo sin perder un set, pues un Mundial es una lid fuerte, pero cuando llegó el juego con Brasil sí nos planteamos el 3-0, porque en todas las emisoras de radio y la televisión solo se hablaba de ellas y nosotras éramos las campeonas olímpicas”.
—Proyectaron esto a pesar de haber perdido contra ellas en el Grand Prix apenas un mes antes, 3-2. ¿Tanta confianza existía?
—Nunca nos pudieron someter en competencias importantes. En eventos como el Grand Prix y en torneos en China y Suiza sí nos derrotaban; ahora, en Copas del Mundo, Mundiales, Cuatro Grandes, Olimpiadas… jamás. Y les tocaba casi siempre el cruce con nosotras. El público, cuando las superamos 15-2 e hicimos el cambio de terreno, nos empezó a gritar barbaridades, tiraban pomos de agua, cucuruchos de maní; disparates de cosas decían. Al final del partido nos tuvieron que sacar por otra parte, porque la afición estaba bastante molesta.
—¿Cómo vive una armadora un enfrentamiento tan intenso y de tal importancia? ¿De qué manera alcanza la concentración?
—La pasadora es la jugadora fundamental en el terreno. Si se desconcentra, sabes que todo va a salir mal. Siempre fuimos un equipo muy unido y a la hora cero yo era de las que apuntaba: “Reglita, voy contigo. Mireya, voy contigo”. Para pasar es necesario estar muy enfocada en lo que vas a hacer. Nos gustaba jugar con los estadios llenos y que nos estuvieran gritando, así nos envalentonábamos más. Nunca me amilanaba con nada, por eso se comenta también que soy fresca.
En tres ocasiones pudo coronarse campeona de la Copa del Mundo. Las ediciones de 1991, 1995 y 1999 fueron testigo del dominio total de las Morenas del Caribe y disfrutaron de las manos de seda de la vueltabajera.
“A veces la posición de pasadora es un poco ingrata —lamenta Marleny— porque no se reconoce, casi siempre son las atacadoras. De esas competencias me llevo el aquello de que en varias ocasiones tuve la oportunidad de salir la armadora más destacada”.
El año 1996 marcaba en el calendario la cita bajo los cinco aros en Atlanta. Las antillanas llegaban con el cartel de súper favoritas: campeonas de la edición anterior, del Mundial de 1994 y la Copa del Mundo de 1995. Sin embargo, el inicio del torneo no fue alentador y se encendieron las alarmas respecto a la selección en la que todos confiaban.
El grupo, al parecer, no había llegado en muy buenas condiciones físicas. Perdió con Brasil y Rusia en la fase de grupos y después tuvo que corregir sobre la marcha, aunque esto no evitó la posterior separación de Eugenio George del cargo de entrenador.
“Casi siempre Eugenio nos decía barbaridades de cosas y entre nosotras nos las gritábamos también. En todo momento fuimos un equipo muy unido en el terreno”, recuerda.
A Marleny se le veía con un vendaje en el muslo por causa de una lesión que sin embargo no le impidió dar el máximo. Si no temió con 19 años en Barcelona, ni tampoco ante un coliseo repleto de brasileños en el Mundial, un malestar no la frenaría en sus segundos Juegos Olímpicos. “Tenía venda porque me lesioné, pero nosotras decíamos que las molestias y los dolores eran después de salir de la cancha”.
En las semifinales volvieron a verse con Brasil. Los ánimos, que venían calentándose hacía un tiempo, terminaron por explotar en una saga de cinco partes con “lenguaje de adultos y violencia”. Ella comienza a sonreír mientras escucha la pregunta. A la mente le vienen las escenas de aquellos instantes en los cuales tiene pasajes de protagonismo.
“Brasil nos había vencido en la preliminar y desgraciadamente no tenían suerte, porque todos los cruces para el oro les tocaban con nosotras. Entonces en el último punto Mireya remató y cuando picó el balón y se decretó la victoria, alguien dijo: “¡Nosotras somos las mejores!”, y entonces Ana Moser gritó que nos controláramos y fue Márcia Fu a cruzar para el terreno de nosotras. Magaly la cogió por el cuello, la pasó para su cancha y se formó la discusión.
“Cuando íbamos rumbo a los camerinos, Fu tiró una toalla y le dio a una compañera. Ahí casi se vuelve a formar, lo que Mireya y Eugenio aplacaron la situación y nos dijeron: ’¡Tranquilas! Ya nosotros ganamos’. Sin embargo, por la salida de los camerinos, venía caminando con Raiza O’Farrill y nos cruzamos con Ana Paula, quien, a la pasada, le dio un golpe. Yo la agarré por el moño y se armó de nuevo. Tuvo que meterse la seguridad”.
Por suerte, esos episodios quedaron ahí, pues la situación no fue más que el resultado de una táctica errada que comenzaba por tratar de enemistar a las jugadoras. “Fuimos muy buenas compañeras. Ellas estaban siempre en nuestros cuartos y viceversa, toda aquella estrategia fue idea del entrenador Bernardinho, pero si pensaban que iba a ser bueno, no les funcionó”.
—¿Mantuvieron relaciones después?
—Sí, siempre. Luego de la Olimpiada del 2000 tuve a mi primera hija y tenía buena amistad con Fernanda Venturini. Ella y sus compañeras me mandaron muchísimas cosas para mi bebé.
La separación de Eugenio George fue un impacto psicológico fuerte y, pese a que el entrenador habló con las jugadoras y les dejó clara la necesidad de seguir adelante, las atletas ejercieron presión para que fuera reintegrado al colectivo técnico.
“Mireya, que era la capitana, y las voleibolistas de más experiencia abogamos por todos los medios por su regreso al equipo, porque no sabíamos por qué había sido sustituido. Se supone que cuando sacan a alguien de algún lugar deben decir los motivos”, reprocha Marleny aún hoy.
Sin embargo, las explicaciones nunca aparecieron. Con Eugenio fuera del puente de mando, el equipo ganó el Mundial de 1998 y perdió la corona en los Juegos Panamericanos de Winnipeg 1999, donde las brasileñas tuvieron el consuelo de una victoria, aunque es válido destacar que las cubanas estaban asediadas por lesiones y problemas físicos.
Marleny, precisamente, pensó en 1998 que no podría jugar voleibol nunca más. Lesiones en ambas tibias la llevaron al salón de operaciones. Tiempo sin caminar e incertidumbre nublaban el futuro, que fue aclarándose tras una recuperación muy satisfactoria.
Tomás Fernández dirigía entonces a las juveniles y la pasadora pinareña se unió al conjunto y puso rumbo a Sancti Spíritus. En la tierra del Yayabo continuó el tratamiento y comenzó los entrenamientos hasta alcanzar la forma para el Mundial y sumar su segundo oro al hilo en estas lides. No obstante, la experiencia posterior en los Panamericanos fue gris.
“Andaba lastimada. Fue una de las experiencias más amargas de mi carrera deportiva. No me gusta perder ni a las escupías. No me gusta sentarme en el dominó, porque cuando pierdo no quiero levantarme. Pero a veces corresponde reconocer las derrotas y sabíamos que, dadas las condiciones del equipo, no podíamos lamentarnos tanto; aunque siempre el país esperaba la victoria y eso nos chocaba”, confiesa.
El descalabro, sin embargo, quedaría en el olvido fácilmente. Una selección tan acostumbrada a triunfar no se detendría en las inseguridades que esto pudo haber generado. De nuevo sin explicaciones, Eugenio había sido reincorporado al colectivo técnico y la mirilla estaba enfocando el Grand Prix del 2000, la antesala perfecta de los Juegos Olímpicos de Sydney y de un posible tricampeonato histórico.
“Dijimos que quien ganara el Grand Prix lo haría en la Olimpiada, y así fue. Vencimos a Rusia y en Sydney también nos enfrentamos a ellas en la final. Para ambos eventos tuvimos una muy buena preparación en Japón. Terminamos el Grand Prix y estuvimos entrenando en tierras asiáticas hasta marcharnos a Australia”, dice con un brillo de celebración en la mirada.
La unión de los cinco continentes para festejar la última gran fiesta multideportiva del milenio vio a unas Morenas con dificultades ante sus rivales de siempre: las brasileñas y las rusas. Perdieron con ambas en los primeros compases del torneo y el azar o algún poder paranormal fanático de ver los cruces entre antillanas y sudamericanas las puso, una vez más, a discutir el pase a una final.
“En todo momento fuimos un equipo capaz de sobreponerse a los problemas. La gente casi siempre recuerda el juego contra Rusia por la emotividad de la remontada; aunque el más difícil fue contra Brasil. Si perdíamos, íbamos por bronce. Fue más fuerte y tenso que el de Rusia. En el cuarto set perdíamos como por siete puntos. Darle la vuelta nos dio una motivación inmensa para el tie break; mientras ellas llegaban con dudas, más con el historial de derrotas frente a nosotras”, recuerda Marleny.
El partido final tuvo un desenlace de película. Las protagonistas del filme tenían todo en contra. Luego de perder los dos sets iniciales no les quedaba otra que llevarse los tres parciales restantes frente a un contrario que lucía inmenso. La industria cultural se habría saboreado y los productores de Hollywood firmarían el argumento. Pero a veces esas cosas pasan y, aunque muchas no sepan explicar con precisión qué las hizo escribir ese cuento de hadas, Marleny tiene al menos una teoría.
“Fue un juego extenso. Perdimos los dos primeros sets. El bloqueo y la defensa no estaban funcionando y a veces el ataque tampoco. Después fue relativamente más fácil. Superamos ese choque por la condición física nuestra. Llegamos con un elevado nivel de forma y Eugenio no perdía el tiempo: si no había terreno, íbamos para el gimnasio de pesas. Eso nos ayudó mucho. Antes de comenzar el tercer parcial comentamos que si lo ganábamos, el oro era nuestro”.
Como en 1994, el último saque de la última medalla de oro del voleibol femenino cubano en unos Juegos Olímpicos le correspondió a Marleny Costa. A cada rato repiten ese momento por la televisión y ella se emociona al punto de llorar. Dice que el pase a Regla Torres para atacar en un pie por zona 2 surtía efecto casi el 99 % de las veces. Y así fue.
Costa sacó y Chachkova, que había sido un verdugo, no pudo mantener a las suyas con vida. Cosas del destino: la esférica llegó mansa a manos de la número 2 de Cuba, que había pedido la bola. Ya era suya. Nadie se interpuso e inició la ofensiva del tricampeonato. Mandó la pelota para Agüero, quien sirvió un pase de escándalo para la corrida de Regla Torres… Punto 15. Ni las rusas, ni la mitad del mundo lo podían creer. “Fue un momento de emociones, llanto y alegría”, recuerda veinte años después.
Después de aquello, la pinareña intentaría llegar a los Juegos de Atenas 2004. Se había incorporado a los entrenamientos con distintas compañeras, pero el peso corporal y otras cuestiones la hicieron replantearse la decisión. Entendió, entre insinuaciones, que había otras atletas y podía interpretarse que llegaba a usurparles el puesto. Optó entonces por retirarse y abrió la puerta a una aventura en la liga española.
“Pude hacer nuevas relaciones. Había otras voleibolistas cubanas; sin embargo, no fue muy grata la experiencia porque, como decía, soy una persona bastante fresca y las condiciones que teníamos no eran las adecuadas, y la dirección tampoco”.
Entrega y amor a la camiseta son dos rasgos que distinguen a Marleny Costa, y se los debe en gran medida a la formación y los valores transmitidos por Eugenio George, el padre de todas las Morenas. “Para nadie es un secreto que la mayoría estábamos alejadas de la familia, pasábamos más tiempo con él; aparte de eso, nos enseñó muchísimas cosas: vestir, hablar, comer, comportarnos.
“De él tenemos muchísimas anécdotas –proyecta una sonrisa breve y arranca–. En Sydney nos decía que si no nos daba vergüenza, que éramos unas contrarrevolucionarias, pues había 11 millones de cubanos mirándonos y preguntaba si no nos daba pena que rubias de ojos azules se burlaran de nosotras: negras esclavas… Barbaridades de cosas. Luego hacemos los cuentos y nos reímos, porque para la gente era una persona muy callada, sí, pero cuando se molestaba y le daba por hablar esa cantidad de cosas… Sin embargo, nos dejó un gran legado, demasiado. Nadie va a poder superar eso.”
—¿Crees que se ha olvidado?
—Sí. Se menciona esporádicamente en aniversarios o cosas del voleibol; no obstante, se habla muy poco de Eugenio.
La noticia del fallecimiento del mítico director en mayo de 2014 impactó a todo el movimiento deportivo cubano. Los títulos lo avalaban como técnico y el cariño y respeto que le profesaban sus atletas, como persona.
—Quienes estábamos aquí en ese momento fuimos a la funeraria, hicimos guardia de honor y cantamos una canción que le gustaba mucho a él y que ahora no logro recordar. Fue una noticia bastante triste, pues se marchaba una de las personalidades y glorias de voleibol cubano.
—¿Y qué recuerda de “Ñico” Perdomo?
—Le pusimos Hitler, porque era bastante exigente, aunque también debo agradecerle muchísimo. De no ser por él, no hubiese sido la pasadora que fui en esos años. Nunca más he vuelto a ver esas preparaciones. De dónde las sacaba no sé, pero quienes nos formamos bajo su tutela llegamos a ser grandes pasadoras. Raiza puede dar fe de eso.
El momento actual de este deporte en el país genera diversos estados de opinión. En el criterio de Marleny, el principal detonante de la debacle fue dar la responsabilidad a personas incapaces de lidiar con el reto.
—Pasaron entrenadores que no supieron cómo llevar la selección y las muchachas tampoco se dejaron guiar. Para estar en un equipo hace falta bastante disciplina y cohesión, porque, como decía Eugenio, trabajar con mujeres es muy difícil.
—¿Podría formarse un equipo al menos parecido a las Morenas del Caribe?
—Nosotras, modestia aparte, fuimos únicas, entregadas. Creo que no van a salir iguales. Condiciones tienen; sin embargo, como nosotras parece que no.
Ser tres veces campeón olímpico es algo sumamente difícil, teniendo en cuenta que para muchos atletas el mero hecho de competir ya es un premio importante. Pero hablar de agradecimiento o valoración por el sacrificio y los resultados es algo doloroso para muchas de las Morenas y esta tricampeona no es la excepción:
“Hay reconocimientos en los que casi nunca estamos las Morenas del Caribe. Todo el mundo sabe dónde encontrarnos, lo que hacemos y nuestra mayor disposición de ayudar. Desgraciadamente no somos quienes tomamos esas decisiones”.
A pesar de todo, no tiene mucho que reclamarle a la existencia, que la premió con un hijo por cada medalla olímpica, uniendo así las bendiciones más grandes de su vida. Esa descendencia es hoy su motor impulsor, como lo fue el voleibol alguna vez. Vivió para el deporte y ahora lo hace para su familia, que la obligó a ser sociable, aunque no pudo erradicar la impulsividad que la identifica.
La niña sabía lo que buscaba cuando se trepaba descalza en los árboles. Era un llamado del destino. Ella desde entonces quería llegar a lo más alto y, en aquel momento, ese era el modo de visualizarlo.
—¿Cómo te gustaría que recuerden a las Morenas del Caribe?
—Como aquellas grandes jugadoras que salían al terreno a darlo todo y provocaban la alegría esperada por el pueblo cubano.
—¿Cómo las resumiría en una frase?
—¿En una frase? Como decía El Médico de la Salsa: ¡Lo máximo!
*Esta entrevista forma parte del libro Tie Break con las Morenas del Caribe, publicado por UnosOtrosEdiciones. Pincha el banner para leer la serie completa: