La estelar voleibolista cubana falleció hoy en La Habana a los 51 años, víctima de cáncer. En su memoria y como parte de una serie dedicada a las Morenas del Caribe, publicamos esta entrevista que concedió en 2020.
Era un partido cualquiera, en una fecha que ni ella puede recordar. Las rusas se enfrentaban a Cuba, en uno de los choques de las giras de invierno que realizaban con periodicidad las pupilas de Eugenio George. Fuera de la cancha, entre las jugadoras del banco, se encontraba una joven Raiza O’Farrill Bolaños.
Miraba el encuentro, más que con pensamiento técnico-táctico, como otra espectadora entre todos los que estaban en aquel estadio. Se deleitaba con el performance de sus compañeras y admiraba las cualidades de las contrincantes. Esperaba su momento, sin sospechar que podía ser su debut.
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Había pasado mucho para llegar hasta allí desde que comenzó a los 8 años a practicar voleibol en San Diego del Valle, pueblito del municipio Cifuentes, en Villa Clara. El entrenador Alfredo Pérez Camacho le mostró los secretos básicos de la disciplina y su hermana, voleibolista antes que ella, le servía de ejemplo y guía.
En el primer instante lo supo, la actividad le encantaba y la posición asumida en el terreno la distinguiría durante su carrera. El pase era su misión.
Enseguida el talento le abrió las puertas de la EIDE, una etapa que recordó siempre como positiva, que la hizo independiente y le buscó algún que otro “rifi-rafe” con su mamá.
“Ya mi hermana estaba ahí y empecé a conocer el mundo del deporte, pero aún no sabía de la existencia de un equipo nacional, o las Morenas del Caribe, simplemente me gustaba lo que hacía. Tuve de entrenadora a la profe Guillermina Abreu y al profesor Sergio Rivero; para mí, como un segundo padre. Creó las bases fundamentales para que pudiera llegar al equipo nacional. A él le debo todo y gran parte de mi formación como persona.
“Vivir becada no fue difícil. Era una niña salida del campo. No fue traumático dejar el seno familiar. Quizá porque estaba mi hermana no tenía aquello de la nostalgia. Me levantaba temprano, desayunaba, iba para los estudios y, en la tarde, entrenaba. Así fueron transcurriendo todos mis años y la pasé muy bien. No había dificultades. Teníamos buena alimentación y hasta transporte. No había tabloncillo en la EIDE; pero nos llevaban a la facultad del Fajardo en la provincia y practicábamos allí. Mi familia me apoyaba siempre. Mamá iba a llevarme ropa y comida un día a la semana y recuerdo que yo guardaba la ropa, le daba la sucia, cogía la comida y la dejaba sentada. Ella se ponía brava, porque me iba con las amiguitas”.
Era un caso raro el de O’Farrill. No conocía la tradición que tenían los equipos Cuba en la rama femenina y mucho menos tenía una jugadora que le sirviera de inspiración para llegar a lo más alto. La televisión era un regalo del que disfrutaba los fines de semana en casa de su tía abuela y, niña al fin, el tiempo era consumido por los muñequitos.
“Estaba en la EIDE porque me gustaba el voleibol; pero no sabía, no había tanta promoción. En aquellos tiempos solo se hablaba de Teófilo Stevenson o Alberto Juantorena. No tenía noción de nada. Solo quería jugar, era a lo que mi mente se acercaba”.
Pero la percepción cambió pronto. Necesitaba algo que la hiciera ver más allá, que la impulsara a visionar otro tipo de escenario, a sentir, de una vez, la aspiración mayor.
“En mis últimos años de secundaria, en una ocasión vino el equipo americano, con la desaparecida Flora Hyman. Entonces, el profesor [Sergio] buscó una guagua y fuimos a ver el juego a Sancti Spíritus, en la sala Yayabo. Vi jugar a ese equipo, ahora estoy erizada —acota y muestra su brazo como prueba, sonriendo al mismo tiempo— porque me acuerdo… Vi aquellas morenas, las de nosotros y las americanas, que también tenían algunas jugadoras negras, y me maravilló observar a mi equipo e identificarme. Me llamaron mucho la atención Mireya Luis, Magaly Carvajal, Imilsis Téllez y por Estados Unidos, Hyman.
”Miraba el partido y hubo un momento en el que me dije: ‘Desearía estar con ese equipo, quisiera algún día pasarle a Mireya’. Ahora tengo hasta deseos de llorar —se interrumpe con ojos brillosos—. Cada vez que hablo de esto me da sentimiento… Eso me marcó mucho, hasta el punto de proponerme hacer lo posible por ser integrante del equipo Cuba, tener esas medias altas hasta arriba y los uniformes azules y rojos de la marca Mizuno y el ‘Cuba, Cuba, Cuba’ a lo largo de la manga”.
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El juego avanzaba. Los puntos iban y venían. Raiza seguía mirándolo. Se preguntaba si tendría que continuar esperando. Pero a esas alturas qué más daba, si cuando llegó a la ESPA nacional, en La Habana, sintió muchas veces que se le alejaba la posibilidad de integrar la selección. Estar allí, a pesar de no jugar aún, de momento parecía premio suficiente.
“En el 87 me trasladé a la capital. Claro, como todo atleta pasé por Juegos Escolares, allí obtuve una medalla de plata y otra de bronce, porque en aquellos tiempos los equipos de Camagüey y Ciudad Habana eran muy fuertes. Villa Clara se batía; pero no llegamos al oro.
”En mi último año, por desgracia, tuve una lesión en el tobillo y no pude incursionar en los Escolares a plenitud. Pasé a la ESPA provincial en septiembre, en Caracatey, y empecé a participar en primera categoría con Villa Clara. Tenía 14 años y debía enfrentarme a Josefina Capote, Magaly Carvajal, Mercedes Calderón, Mireya Luis… Estuve un poco nerviosa, pero sabía que era la oportunidad de probar mis fuerzas contra ellas.
”Quizá estaba un poco loca y dije: ‘No tengo nada que perder, que sea lo que Dios quiera’. Dependía de mi juego si podía subir a la preselección nacional juvenil. Si ese año no subía, se iba mi última posibilidad”.
La aspiración lucía como un espejismo. A medida que se encontraba más cerca, las posibilidades se diluían entre la veintena de aspirantes que, como Raiza, luchaban por ascender hasta conseguir esas medias altas, los uniformes azules y rojos y las cuatro letras.
“Entré a la ESPA nacional y cuando llegué… ¡Había una cantidad de mujeres! El equipo de cadetes tenía veintitantas, después estaba el juvenil con Idalmis Gato, Sonia Lescaille, Mayra Ferrer y luego el Cuba B y el A. Ahí dije: ‘Bueno, nunca voy a conseguirlo’. Estudié el pre, dábamos clases por la mañana y luego cogíamos una guagüita e íbamos para el Cerro Pelado a entrenar, a ver el hueco que dejaba libre el equipo nacional juvenil y los mayores. Casi siempre practicábamos de noche. Hacíamos físico por la tarde, con Tomás Fernández y Celestino Suárez. Fueron mis dos entrenadores en la base de lo que es la preselección nacional de cadetes. En ese grupo entraron Marleny Costa, Ana Ibis Fernández y Martha Sánchez”.
El tiempo pasaba lento en medio de la rutina; pero Raiza continuó su ascenso en la pirámide e integró el equipo juvenil, a la par que debió sobreponerse a la pérdida de su padre, quien falleció en un accidente de tránsito. Entre esos compases, recuerda la primera vez que se vistió como soñaba desde aquel partido inolvidable entre las Morenas y Estados Unidos.
“En mi primer viaje al exterior para representar al equipo, cuando dieron el uniforme, ¡¿cómo explicarte?!… Hicieron la reunión, dieron el equipamiento y rápido fui al baño y me lo puse. Al verme con ese pulóver azul y rojo, con las mangas que decían ‘Cuba, Cuba, Cuba, Cuba’ —hace un conteo a lo largo de su brazo—, me puse las medias, me miré y dije: ‘¡Llegué!’”.
”Fue emocionante. En ese tiempo perdí a mi papá y aquello me impactó tanto que por poco dejo el deporte. Chela y Tomás Fernández hablaron conmigo y Sergio Rivero me ayudó mucho. Estoy eternamente agradecida a ellos por el apoyo para salir del bache. Una experiencia enorme nada más verme en un equipo de cadetes y juvenil vestida con esos colores. Solo tener las cuatro letras… No sé si me explico: saber que voy a estar en un país extraño, a jugar voleibol, que es mi vida… Mira mi tatuaje —dice mientras señala la silueta de una jugadora y una pelota por la zona anterior de la muñeca—. No recuerdo si gané o perdí, nada más quería tener el uniforme puesto”.
Las cubanas atravesaban un buen momento, pero las soviéticas históricamente habían sido un rival a considerar. Eugenio no solía dar juego con facilidad. La exigencia era muy alta y a medida que pasaban los tantos y los sets, Raiza se convencía un poco más de que no habría acción para ella todavía.
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—¿Cómo se aguantaba un régimen severo de entrenamiento siendo tan joven?
—Te digo: yo no tengo fotos de 15, ¿en qué tiempo mi mamá iba a hacerme eso?, aparte de que no podía, porque éramos muy pobres y cuatro hermanas. Cómo asumí ese reto tan grande, ni yo sé. Tal vez como empecé tan temprano y amo tanto el voleibol, la vida me ayudó. Es una tarea muy difícil, mucho sacrificio: no hay salidas, ni relaciones casi; te pasabas desde las 8 de la mañana hasta las 9 de la noche entrenando y dando clases. Detestaba hacer la parte física y la pista. ¡Ah!, pero dentro del terreno, la pelota para mí era lo máximo. Entraba al tabloncillo, me daban la bola y allí podía estar hasta el otro día”, afirma.
Luego del tránsito por el equipo juvenil, dio el salto a la preselección nacional. Allí veía más de cerca a las figuras establecidas: Mireya Luis, Norka Latamblet, Josefina O’Farrill, Imilsis Téllez, Mercedes Calderón. Sin embargo, aún no entrenaba con ellas.
“Estaba como en la preselección del Cuba B. Hacíamos las Copas Cuba y siempre caía en el B, pero en lo último del B. Así estuve buen tiempo, hasta que llegaron los Juegos Panamericanos de 1991, después se hizo una especie de reestructuración y se marcharon unas cuantas jugadoras. Entonces comenzamos nosotras la etapa de los 90, que fue maravillosa”.
—Cuando pertenecías a “lo último del Cuba B”, ¿pensaste alguna vez que nunca llegarías?
—¡Ufff! Todos los días. Imagínate ver a esas mujeres allá arriba. Ellas entrenaban y yo me deleitaba mirándolas cómo se tiraban en el piso a defender, la forma de atacar… A Eugenio y Ñico también los observaba mucho y sabía que quería llegar, pero era consciente de lo complejo que sería y de cuánto debía exigirme.
—¿Cómo fueron para las Morenas esos años del Período Especial?
—La situación del país la vivimos desde el punto de vista de los apagones, pero en cuanto a alimentación no. Lo que el Estado nos brindaba en este aspecto era maravilloso. Yo imagino que, mientras nosotras teníamos esa calidad de comida, el pueblo estaba pasando grandes necesidades.
—¿Fue mucho el cambio del juvenil al equipo grande?
—No encontré tanta diferencia. Nos habían preparado muy bien desde el punto de vista técnico y físico. No estaba a la par de las mejores pasadoras, porque tenían la experiencia de años y físicamente había un contraste; pero no era tanto. Era algo que se podía suplir en un añito. La parte de experiencia deportiva y táctica sí se demoraba un poquito más; estar dentro del terreno con esas figuras no era nada fácil. Eugenio no daba las oportunidades así como así. El primer viaje que hice con el equipo nacional fue una gira de invierno, estaba en la preselección y se iba la gran mayoría del grupo y algunas titulares. Allí jugábamos contra Rusia, Estados Unidos y otros países. De esa manera nos fuimos fortaleciendo. ¿Sabes cuándo Eugenio nos probaba? Cuando el partido estaba más complicado.
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El choque andaba por el cuarto set. El marcador seguía cerrado. Y llegó el momento de Raiza.
“Mi prueba de fuego fue contra Rusia. Te hablo del equipo ruso cuando estaban Irina Smirnova y Valentina Ogienko. Empate a 14. ¡¿Qué voy a pensar que él me iba a poner en esas circunstancias?!”.
“¡O’Farrill, el seis!”, Gritó Eugenio George, mientras ella miraba hacia atrás como si fuera con otra persona. “Sí, tú misma”, confirmó.
Aquella fue la primera vez de muchas, el inicio; y para 1992 tuvo su primera experiencia olímpica, algo agridulce, pues ganar sin jugar deja cierto sinsabor en los deportistas.
“La preparación rumbo al torneo fue fortísima. Un año con muchas competencias, entrenamiento de altura en México y en todo momento me vi con posibilidades de hacer el equipo; pero tenía que lucharla. No era de las primeras figuras. Estábamos Sonia Lescaille, Marlenyyy [Costa], Tania Ortiz, Lily Izquierdo y yo. Nada más iban cuatro. Tuve que hacer derroche de coraje y sacrificio para lograr el sueño; porque Eugenio siempre recalcaba que nos preparáramos, pues no sabíamos cómo nos podía repercutir ser campeonas olímpicas. Decía: ‘Qué lindo sería el día de mañana, cuando sean abuelas, tener la experiencia y estar en paz con la conciencia de que diste lo mejor de ti y eres campeona olímpica’. Aunque vivas en un apartamento y tengas un Lada viejo, eso no te lo quita nadie”, asegura.
—¿Cómo era la competencia interna?
—Fuerte… como 20 mujeres y solo hacían el equipo 12. Pero de esas, estaban compitiendo los cuatro últimos cupos. Había jugadoras que estaban hechas, como se dice coloquialmente, clavadas. ¿Piensas que yo con 18 añitos iba a quitar a Lily Izquierdo? Era imposible. Fue bastante difícil y estresante, porque éramos compañeras; pero a la vez, de alguna manera, enemigas. Nos llevábamos bien, aunque yo debía hacerlo mejor que tú, para que el entrenador viera y poder ir a esa olimpiada.
Finalmente integró el equipo nacional para Barcelona 92. “Me alegré mucho, no obstante, no sabía lo que era una olimpiada, de hecho ninguna tenía la magnitud, pues Cuba no había ido ni a Los Ángeles, ni a Seúl”.
El hecho de ser la primera vez para todas ponía más presión de lo normal. Raiza recuerda que fue estresante, “pero bonito” por la manera en que Eugenio las hizo afrontar el reto.
—Era una persona que nos exigía; sin embargo, tenía algo que no nos dábamos cuenta en la forma de hacerlo. Tenía un modo peculiar de demandar lo máximo de nosotras sin que nos pusiéramos bravas con él. Hablándote de grandes cosas que exigía.
—¿Como cuáles?
—Imagínate terminar un entrenamiento de ocho horas y de ahí ir para la pista a las 3 de la tarde. Siete vueltas y media en 14 minutos. Protestábamos; pero había que hacerlo, por el bien del equipo. Nosotras mismas animábamos: “Vamos, muchachitas, que podemos ser campeonas olímpicas”. Él siempre decía: “Créanse el sueño”.
La olimpiada fue del tabloncillo al albergue, del albergue al comedor y de nuevo al tabloncillo, recuerda Raiza sobre las rutinas que marcaba su entrenador. “No era ir a ver a otros competir, ni a comprar un par de zapatos para ayudar a la familia, ni a buscarse cinco pitusas. Era sacrificio. Eugenio nos educó así”.
“Para mí fue una experiencia inolvidable, aunque al final tampoco sabía lo que era ser campeona olímpica. Me subí al podio, pero no jugué ni un tanto. Él nos dijo a Ana Ibis y a mí que íbamos a esa olimpiada a ayudar al equipo. Despertábamos un día ella y otro yo y orientábamos lo que se debía hacer, el uniforme que tocaba, cargábamos los balones… Decíamos que estábamos de guardia. Ese fue nuestro granito de arena. Quería jugar, me sentía un poco triste, minimizada, pero me dije: ‘Tengo que hacer algo, porque debo ser campeona olímpica por mí. Voy a luchar por estar dentro de ese terreno’”.
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El llamado del director técnico fue como un corrientazo desde el dedo gordo del pie hasta el último pelo de su cabeza. “Me pregunté: ‘¡¿Ahora qué hago?!’. Me entró un temblor y yo era pasadora”.
Finalmente acató la orden y se sentó a recibir las indicaciones de Antonio Perdomo:
“Vas a entrar por Tania Ortiz. Vas al saque”, dijo Ñico, e hizo otras precisiones. “Espero que hayas estado mirando el juego”.
O’Farrill solo atinó a decir que sí. Pero su mente, que no estuvo enfocada en ningún momento, ahora se atormentaba aún más con la responsabilidad que de pronto había caído sobre sus hombros.
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La meta que Raiza se propuso en 1992 se volvió realidad cuatro años después en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996. Esta vez sí sudó en el taraflex luchando por una medalla. Otra vez dorada.
“Me gané la oportunidad y fue un mar de llanto. No es lo mismo. Comparo 96 y 92 y esa de Atlanta, como la jugué, es la que siento. Fue muy difícil, todos los partidos estuvieron durísimos. Veníamos ganando desde Barcelona todas las competencias programadas. Estábamos un poco confiadas en que éramos las primeras del mundo. Hacía falta un golpe para hacernos despertar.
“Aunque al final sabíamos que no íbamos a perder por el coraje, la fuerza, la valentía y la entrega puesta en el terreno en los momentos cumbres: instantes en los que el juego estaba empatado y nos manteníamos con una ecuanimidad tan grande que superábamos eso. No sé explicar cómo lo conseguíamos. Sin contar con la existencia de problemas internos”.
—¿Qué tipo de problemas?
—En un grupo puede haber diferencias de comprensión, comunicación. Puedo caerte mal en un momento o viceversa. Tú puedes ser pasadora y eres contraria mía. O la amiga mía es principal y le puedo pasar bien a ella para que ataque mejor que otra. Todo eso existe, porque es un colectivo, es una lucha de contrarios interna para integrar el equipo nacional. Sin embargo, a la hora de jugar éramos una y no sé cómo se lograba eso.
O’Farrill recuerda que llegaron a la olimpiada “desconcentradas, todavía con un equipo que no estaba totalmente engranado tácticamente. Nos suponíamos listas. Le ganamos a Canadá y vinieron las brasileñas y nos dieron tres papazos rapidísimo, por la cara: ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, y andábamos como idas. Después enfrentamos a Rusia y cuando nos dimos cuenta, estábamos bañándonos y nos habían dado tres papazos más.
“Entonces Eugenio nos llamó y dijo: ‘Estamos en la olimpiada. ¿Ustedes lo saben? Hemos perdido dos veces, estamos en el grupo de la muerte. Hay un equipo de esos tres que se queda sin medallas. Si quieren ser ustedes, avísenme’”.
“Fue muy difícil. Nos cruzamos contra Brasil en la semifinal. El partido famoso, aquel del enfrentamiento. Muy estresante, pero lo ganamos. Tuvimos que sacar el extra, pues ellas también pudieron haber ganado. En la final discutimos el oro contra China, un poco más calmadas; aunque todavía con la carga del choque anterior. Estaba loca porque se acabara ese juego; temíamos que se complicara por el ritmo pasivo implantado por momentos. Tras ganar 3 sets por 1, nos abrazamos. Recuerdo que me senté en el banco y empecé llora y llora, pues supe lo que era ganar una medalla olímpica con sudor. No es fácil, y de oro, mucho menos.
”Después de subir al podio, me pusieron la medalla y estaba en lágrimas, y cuando sonó el Himno Nacional me sentí en lo más alto. Fue una secuencia de imágenes desde los 8 años hasta ese momento pasándome por la mente y solo podía llorar de alegría, de entusiasmo; estaba erizada. Era como estar parada al lado de Dios, fuera del planeta Tierra… No sé, no logro explicarlo bien”.
¿Qué sucedió contra Brasil? Es una pregunta que muchos se hacen. La estrategia del técnico carioca Bernardo Rezende consistía en prohibir a sus jugadoras interactuar con las cubanas, eliminando de golpe las buenas relaciones entre ellas. Las sudamericanas sencillamente les viraban la cara.
“En la olimpiada, como ganaron el primer enfrentamiento y nos habían vencido en ese año, se sentían confiadas; pero en semifinales nos vimos nuevamente. La noche anterior al partido, Mireya pasó por los cuartos y nos dijo: ‘No voy a decir nada. Ustedes saben lo que toca mañana’. ¿Qué tocaba? Guerra a muerte. Podía haber un solo vencedor y tenía que ser el equipo Cuba. Jugábamos así. No creíamos en nadie. Quien se ponga delante, se va. Éramos las campeonas e íbamos a seguir siéndolo.
“Empezó el encuentro y nosotras bien calladitas. Ellas con su gritería. Perdimos el primer y el tercer sets. Llegó un momento en que no sabíamos ya cómo ganarles, porque estaban por encima desde el punto de vista psicológico. Confiadas. La dirección pidió tiempo y dio instrucciones. Entonces Mireya comentó: ‘Muchachitas, ¿qué pasa?, el pueblo de Cuba nos está mirando. No sé qué haremos cuando pasemos esa línea. Si las vamos a escupir, mentar madres, pellizcar; pero vamos a ganar’. Juntamos las manos, nos apretamos fuerte y dijimos: “¡Por Cuba!”. Fue por los familiares, por defender a capa y espada las cuatro letras. Era la forma de sentir nuestra”.
A partir de allí, como en las películas, el protagonista le dio la vuelta al asunto. Las Morenas del Caribe emplearon unos métodos poco ortodoxos, pero efectivos en ese momento: malas palabras y ofensas descoordinaron por completo a las brasileñas.
“Cambiamos de cancha y lo que entró fue otro equipo. Las insultábamos, entre la net hubo su ‘escupiíta’, y seguían las malas palabras. Hasta con el propio Bernardinho fuimos ofensivas. Eran maltratos verbales en la red; pero también con gestos cuando las cogíamos en algún bloqueo. El árbitro en varias oportunidades llamó la atención. En el partido Márcia Fu le había dado un pelotazo a Mireya. Ella me dijo: ‘¡Pásame la bola, Raiza!’. Hubo un momento que no pude pasarle y repitió: ‘¡Qué me pases la bola…!’, seguido de la palabra gritada por Almeida en su famosa frase.
”Al final le pasé, pero no le dio a Márcia en ese momento. Después Mireya convirtió el último punto del choque, hizo unos gestos y dijo una mala palabra. Comenzamos a decirnos cosas. Márcia Fu trató de pasar para la cancha de nosotras y Magaly [Carvajal] la cogió por el cuello y la pasó para la de ellas”, cuenta con relativa claridad.
Rumbo a los camerinos hubo otro altercado entre Regla Torres y Márcia Fu, y después Raiza fue la víctima de una agresión que desencadenó el tercer round a puerta cerrada en los vestuarios.
“Iba por el pasillo con Marleny Costa y pasó Ana Paula y me dio un golpe con el codo. Marleny, al instante, la agarró por el moño y se empezó a fajar casi en el camerino de Brasil. Yo avisé a las muchachitas y fuimos para allá. Lo que se formó fue lo que se formó: una pelea tumultuaria. Nadie podía parar aquello. Hasta que llegó Rubén Acosta, el presidente de la Federación Internacional de Voleibol.
“Como eso nunca había pasado, dijeron que revisarían el choque y perdería el equipo que provocó los hechos. Eugenio nos regañó bastante, pero gracias a la incursión de Fu en el terreno de nosotras no hubo forma de quitarnos el juego, además de que no estaba en el reglamento. Fue una pelea muy fuerte, nos dimos golpes. A partir de ahí los encuentros eran a muerte: ‘Pásame la bola para arrancarle la cabeza’”.
Con la propia Ana Paula las cosas no quedaron ahí. Las brasileñas no superaban perder en cada torneo importante contra las cubanas, a quienes quizá consideraban inferiores.
“Una vez tuvimos un altercado verbal. Una me dijo: ‘¿Pero ustedes para qué quieren ganar, si al final no tienen dinero?’ Entonces respondí: ‘Está bien. Ustedes van a tener el dinero, tienen más, pero cuando sean unas ancianas, tengan nietos y se sienten con ellos no podrán decirles que son las campeonas, siempre contarán que cogieron segundo lugar, porque el primero fue el equipo Cuba. Esa va a ser mi victoria sobre ti’”.
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Finalmente se realizó el cambio y la número 6, Raiza O’Farrill, caminó hacia la línea de servicio. Sus sueños estaban a punto de cumplirse. “No puedo perder este saque”, pensó. La ejecución fue débil. Aseguró demasiado. Sin embargo, el bloqueo cubano concretó el punto y le dio la posibilidad de continuar unos instantes más en el partido.
Lo hizo de nuevo, con algo de timidez, y esta vez las rivales no lo desaprovecharon.
Pero no fue el final, pudo arañar unos minutos más. “Dije: ‘Tengo que hacerlo bien’, y me envalentoné”.
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En 1997 se enroló en la lucha por un nuevo objetivo en la vida: ser madre. Ese año tuvo a su primera niña, por lo que se perdió el Mundial de 1998. Para poder recuperar la forma y regresar en 1999 debió pasar seis meses entrenando en el voleibol de playa, buscando la manera de eliminar el sobrepeso que le había dejado el embarazo. La niña la acompañaba a los entrenamientos, también su mamá y su suegra de entonces. Por la mañana se ejercitaba en la playa y por la tarde lo hacía en la sala.
Por esa época varias jugadoras estaban contratadas en Italia y la villaclareña practicaba con las juveniles Nancy Carrillo, Daymí Ramírez y Rosir Calderón, mientras regresaban sus compañeras para comenzar la preparación con vistas a los Juegos Olímpicos de Sídney. De 100 kilogramos debía bajar, al menos, hasta 77.
Consiguió fijarse en 74 con un trabajo bastante fuerte y asistió al Grand Prix del 2000, que sería el segundo título para Cuba en este tipo de eventos.
—Luego estuvimos unos días en Japón ultimando detalles para la olimpiada, a la cual finalmente no fui por varios motivos.
—¿Cuáles?
—Sinceramente te digo que realicé una buena preparación y creo… No, no es que crea: yo me gané mi puesto, pero el colectivo técnico por los motivos que asumió no me llevó. Cuando llegó la final no pude verla en ese momento, porque los sentimientos que me invadían eran muy tristes. Lo ponía y oía la transmisión; verlo me era imposible. Estaba afectada en lo psicológico.
—Pero, ¿qué sucedió para que al final no pudieras integrar la selección?
—“Pienso que fue una mala decisión del colectivo técnico llevar a otra jugadora y dejarme a mí, por los motivos que haya sido. Prefiero decirlo así para no herir sentimientos, aunque yo sí fui dañada. Me gané mi puesto, muy bien ganado, y al final decidieron no llevarme. Vivo muy consciente de haber dado todo para hacer ese equipo y opino que me arrebataron esa olimpiada. Hoy te hablo así; pero hace cuestión de cinco años no podía tocar el tema. Fíjate si de verdad repercutió psicológicamente, que a finales del año 2002 decidí retirarme, teniendo todavía posibilidades de estar, quizá no de regular, pero sí de cambio.
Raiza afirma que en su carrera le faltó poder jugar en el voleibol de otros países, si bien eso no es nada comparado con lo de Sídney. El retiro la trató de manera irregular, pero con el tiempo fue encontrando el trayecto que debía recorrer en lo adelante.
“La hora de retirarme la asumí bien. Podía dar un poco más, pero tenía una niña, quería criarla y tener otra. Al principio no me causó tristeza; sin embargo, cuando fueron pasando los años tomé conciencia y no me veía en la casa. Mis hijas me hacían olvidar eso, pero había un momento que decía:’Yo todavía puedo estar ahí’ y lo deseaba. Fueron muchos años. Me levantaba, me ponía las medias, las zapatillas y lloraba. Entonces me dije: ‘Quiero descansar, levantarme tarde, tener a mi hija alrededor mío’. Y fue lo que hice. Estuve como tres años en la casa con la familia.
“Hasta que fue hora de reincorporarme a la sociedad. Entré al Fajardo, me faltaba un año de la carrera y, apenas me gradué en 2007, hice mi categorización y me quedé como profesora”, repasa y habla de la importancia de los estudios de nivel superior (hizo un Máster en Planificación del Entrenamiento Deportivo) y la responsabilidad de ser maestro. En eso, ella aprendió del mejor.
—Eugenio era un hombre muy humilde y cariñoso, pero cuando se molestaba… ¡uy, uy, uy!, como dice la canción. Sal corriendo. Recuerdo que estábamos en un torneo y perdimos. Había cerca de 10 kilómetros de la instalación al hotel y no sé cuántos grados bajo cero. Fuimos al camerino a coger la merienda y dijo: ‘No hay merienda’. Nos pusimos los monos, montamos la guagua y entonces intervino: ‘No, bajen. Aquí no hay guagua’. Estuvimos corriendo hasta el hotel y la guagua al lado de nosotras. Así eran los castigos. Al otro día fuimos a jugar y ganamos. Eran cosas negativas que no me gustaban para nada, pero nos enseñaba a la vez. Conversaba mucho sobre problemas que pudiéramos tener y trataba de ayudar. En todo momento con un consejo oportuno. Fue muy exigente cuando tocaba, pero siempre con una pizca de amor y de cariño.
—¿Y Ñico?
—Eugenio daba la orden y él la hacía cumplir. Para nosotras era un nazi, un Hitler. Lo odiábamos en el momento del castigo, pero le estoy eternamente agradecida a Antonio Perdomo. Si alguien me ayudó a llegar a la Olimpiada de 1996 fue él. Era un gran entrenador e igual lo queríamos.
—¿Te gustaban las acciones ofensivas?
—Me maravillaba rematar por zona 2. Las pasadoras cubanas estaban al nivel de las atacadoras de países contrarios. Inclusive en saltabilidad. Eran las que menos saltaban en Cuba, porque Mireya se elevaba a 3,40 metros. Marleny Costa, Lily y yo saltábamos 3,25; 3,30. Las de otros países no llegaban a 3 metros. Con eso lo digo todo.
—¿Qué pasaba en los Grand Prix que siempre fueron medallistas, pero el primer lugar se resistía en la mayoría de las ocasiones?
—Quizá a veces un poco de confianza. Fueron varios Grand Prix y de esos ganamos…
—Ganaron dos: 93 y 2000.
—¿Nada más? —pregunta con tono de asombro— ¿Sí? ¿Y los demás perdimos?
—Fueron plata, bronce…
—¿Estás seguro? —enfatiza—. Entonces éramos malas, ¿eh? —bromea, suelta una carcajada y se dispone a responder—. Tal vez en ese momento no estábamos en el punto más alto de la preparación o nos sentíamos cansadas. También los demás equipos tenían derecho a ganar. Nosotras como que nos desubicábamos un poco y nos poníamos bien para las Copas del Mundo, los Mundiales y las Olimpiadas. A lo mejor nos relajábamos un poquito.
—¿Cómo asumían no recibir o tener solo una parte de los premios ganados en este tipo de competencias?
—A veces se daban estímulos colectivos y otras veces individuales. Era difícil, porque pasábamos momentos económicos duros y no era fácil estar entrenando, tantas horas de sacrificio, esfuerzo, sudor y que después te ganes un premio y no te den el dinero o que puedas ganar tres o cuatro torneos, se vayan acumulando, y te paguen dos. Siempre tratábamos de exigir con la verdad, a través de Eugenio y Mireya. Algunas veces lo lográbamos; otras no. Era una política existente: el propio organismo se autofinanciaba y se cogían esos premios para costear las salidas de nosotras al extranjero, o de otras disciplinas. A nadie le gustaba, pero era lo que pasaba en ese momento y no solamente con nosotras.
—¿Qué sucedió con el voleibol cubano?
—Hay muchas dificultades en el país y el deporte ha bajado su nivel. Se ha resquebrajado desde el punto de vista de implementos deportivos, las instalaciones, la alimentación y las condiciones que tienen los atletas en las diferentes etapas por donde pasan. No critico a los de ahora, pero creo que les falta algo que tenían generaciones anteriores, desde el barco Cerro Pelado hasta la década del 90. Ese amor tan infinito por las cuatro letras, sentido de verdad. Nosotras lo llevábamos en la sangre. No es que te hagan una entrevista y digas: ‘Esto va por Cuba’. Cuando entrábamos al terreno no creíamos en nadie. No me refiero solo al voleibol, hablo de los deportistas consagrados de los 90. Hay algunos de ahora que lo tienen, por ejemplo Mijaín [López]. Cuando él gana, le veo en los ojos lo que siente realmente por esta patria. A la gran mayoría le falta eso. No hay garra, porque no se puede perder en ningún escenario estando empatados. Tú no me puedes quitar esa medalla, pues se pasa mucho trabajo. Yo no tengo instalaciones, pista, pelotas, para que vengas tú, que lo tienes todo, a quitármelo. Sí, eso es lo único que te llevas, y más con las cuatro letras en el pecho.
“Pienso que se necesita más atención por parte del Consejo de Estado y de nuestro organismo, desde la base hasta los equipos nacionales. Está el tema de las contrataciones y el atleta, por desgracia, porque también hace falta la parte económica, emigra buscando una mayor remuneración. Tampoco los critico, pues hay muchos campeones olímpicos y mundiales pasando mucho trabajo en este país, y, aunque se han tomado algunas medidas, creo que falta un poquito”.
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Las acciones continuaban y las rusas estaban a punto de ceder. Ella se mantenía en el taraflex. Apenas lo podía creer. La pelota le llegó y Mireya hizo el movimiento. Entonces recordó el deseo que tuvo años atrás, un sueño pretencioso desde aquel desafío entre Cuba y Estados Unidos, presenciado gracias a la gestión avispada del profesor de la EIDE. Ahora ya no estaba soñando nada, Mireya despegó y, sin pensarlo, Raiza se dispuso a saldar su deuda. Aquello terminó como casi siempre acababa cuando remataba Mireya. ¡Punto para Cuba!
Las cubanas ganaron. Parecía el debut soñado.
“Recuerdo que Tania Ortiz se me acercó y me dijo: ‘Oye, guajirita, tú eres guapa’. No le contesté; pero me agradó, porque entonces no lo había hecho tan mal. Después vino Eugenio: ‘Lo hiciste bien, pero te puse porque tú no estabas concentrada en el juego, no esperabas que te pusiera, pero lo hiciste bien’”.
Las muchachas fueron para los camerinos. Allí, la joven Raiza se encontró frente a frente con la protagonista de su ilusión. “Vi a Mireya y le dije: ‘Mireya, dame un abrazo’. La abracé y me fui en llanto. ‘¿Pero por qué estás llorando, muchacha? ¿Qué te pasa?’, me preguntó, como queriendo decir que eso no era una competencia de gran envergadura. Yo le contesté: ‘Mireya, mi sueño de toda la vida era pasarte en un partido de voleibol y hoy lo he cumplido. Cinco minutos na’ má’, te hice dos pases; pero lo he cumplido’. Ella también casi se puso a llorar. Ha sido una de las experiencias más gratas de mi carrera, fue el primer sueño cumplido”.
Y sería el primero de muchos.
*Esta entrevista forma parte del libro Tie Break con las Morenas del Caribe, publicado por UnosOtrosEdiciones. Pincha el banner para leer la serie completa: