La muerte súbita es sublime, es el fútbol en estado puro. Sin segundas oportunidades, todo o nada. La tristeza o la alegría, el grito exagerado o la lágrima escurridiza. Lo mejor de todo es que nuestras reacciones no siempre son las adecuadas y el escenario no es el mejor para dar rienda suelta a nuestra pasión. Seamos sinceros, cuando se trata del más universal, nos transformamos en locos (o en hinchas) que se comportan como tales para mostrar su apoyo a la selección de un país del que seguro desconocemos hasta sus fronteras. Pero de igual manera sufrimos, porque sufrir no es una elección, es una condicionante para el disfrute. Los cubanos no somos excepción.
Brasil – Chile
Cuando Pinilla estrelló el balón en el larguero, José Luis sintió una punzada en el pecho. Él, que vio cómo Pelé levantó la Copa del Mundo del ‘74 y esperó veinte años para sufrir con la final de Estados Unidos, sentía que su bomba interna no aguantaba más emociones. Quizás aquel dolor era un pre-infarto, o una premonición de lo que sería la tanda de penales. Tenía miedo.
Webb decretó el final del partido. No estaba para otra agónica definición desde el fatídico punto. El simple hecho de haber nacido el 16 de julio de 1950 ya le tenía mal de los nervios. Apagó la televisión y se sentó en el balcón de su casa, en Centro Habana. Temeroso de lo peor, intentó predecir quién marcaba y quién fallaba a partir de los gritos de su barrio, pero olvidó qué selección había comenzado tirando. Al séptimo alarido encendió el televisor.
Colombia – Uruguay
Después de la sanción de Luisito, Joel ponía sus esperanzas en eso que empieza con c y termina con s y los uruguayos llaman garra. Tanta gala han hecho de su capacidad de sobreponerse a las adversidades, que de veras creyó por un momento en la victoria. No fue realista, con #orgumildad y garra no se le gana a nadie, ni siquiera apelando al fantasma del ’50 o a la épica de Obdulio Varela, o al destino que pondría frente a frente, una vez más, a los protagonistas de uno de los capítulos más oscuros de la historia del fútbol brasileño. Nada logró impulsar lo suficiente a la celeste para vencer a los cafeteros.
Pero la verdad, lo que más le jodió, fue el nombre del verdugo. Esa segunda persona del presente del subjuntivo del verbo jamar le dejó sin un nuevo Brasil – Uruguay; era irónico decir que James elimine a tu equipo. Un niñato con nombre ridículo puso los goles y él se echó en la cama a llorar. Una reacción tan ilógica como hinchar por un país con apenas tres millones de habitantes.
México – Holanda
Solo quedaban cinco minutos, y aun así confiaba en el peso de su selección. Las camisetas de los grandes siempre se imponen, aunque la de los suyos no tuviese ninguna estrella. A menos… a menos que le tocase vivir un momento histórico. Por suerte para él, las maldiciones están para cumplirse, y cuando el minuto 88 comenzó a correr, dejó de escuchar esa odiosa melodía mexicana. Después los dioses, aztecas o neerlandeses, se encargaron de poner las cosas en sus sitios.
Con su trenza eterna, ya casi por la espalda, decorada con colorines naranjas, azules y blancos, Johnny salió a la calle con su sonrisa de oreja a oreja. Hace ocho años juró no cortarse esos cabellos hasta que Holanda ganase una Copa del Mundo. Lo que nadie sabe es que a él no le interesa tanto el fútbol, sino implantar un récord mundial para estar en boca de todos.
Costa Rica – Grecia
Manuel quería la derrota de los ticos por eliminar a su Azurra. Pero no ocurrió. Gritó con su alma el gol de Sokratis, como si viviese en Atenas, y maldijo a Zeus y toda su camarilla cuando Gekas erró, porque para él Navas no paró nada, solo se encontró con la trayectoria del balón. Trató de restarle importancia y salió con sus amigos a jugar fútbol. De seguro Holanda sí les enseñaría a respetar a los grandes.
Alemania – Argelia
Aquello era inconcebible. Un equipo africano tenía contra las cuerdas a su amada Alemania. Parecía un acto de justicia divina. Cuando los argelinos atacaban, cerraba los ojos, no quería ver, esperaba, en uno de esos pestañazos, despertar de aquella pesadilla. Cuando marcaron offside en el gol de los de verde, estuvo a punto de apagar la tele. Si las narraciones ya le parecían malas y se la pasaba amargado criticando a la pareja de turno frente al micrófono, lo de las imágenes era demasiado.
Pero resistió. Se mantuvo sentado frente al plasma en total silencio. Ni una mosca se escuchaba en su cuarto. Con el pitazo final de los noventa reglamentarios apagó la caja mágica y diez minutos después lo encendió al escuchar a sus vecinos. Fue suficiente para que se le olvidara toda la amargura previa. El fútbol siempre ha sido de ingratos.
Francia – Nigeria
Todos recordaban su grito hace dos años. Ni siquiera por ser un narrador y comentarista de referente se controlaba cuando los suyos jugaban. Los goles de Le France los gritaba como ningún otro. Por eso, cuando rompieron la meta de Enyeama no se contuvo. Otra vez su voz se convirtió en algo desaforado.
Como es consciente de las pocas posibilidades de les bleus (siempre escasas), disfruta de cada gol como si narrase para Canal+ Sport. Son los beneficios del trabajo, esas pequeñas gratificaciones de la vida como gritar a todo pulmón, en vivo, el gol de Francia.
Argentina – Suiza
Esta vez tenía el estómago deshecho. Entre los nervios y la pésima bebida que podía comprar, se había pasado los ciento y tantos de minutos aguantando lo inevitable. A los 117 de la prórroga no pudo más y alzó a todo volumen el televisor, a pesar de las protestas de su mujer. Cuando estuvo seguro de que podía escucharlo en el baño, se dispuso a evacuar.
Siguió toda la jugada con la tensión apretándole el pescuezo pero el esfínter relajado. Cuando gritaron el gol, salió corriendo hacia el televisor con la ropa por los tobillos. Sintió culpa en esa sincronización, como si fuese él quien hubiese aguantado el gol argentino.
Bélgica – Estados Unidos
Siempre le había gustado el deporte y si los americanos estaban ahí él, muy dispuesto, les apoyaba. Tan asqueado estaba de la política y del país, que donde estuviera la bandera de las barras y las estrellas, ahí estaba él apoyándolos, en su casa frente al televisor, como si hubiese nacido en Texas o Iowa. Por eso sufrió tanto durante los noventa minutos, y gritó a los cielos con cada parada de Tim Howard.
Por desgracia, los suyos no acaban de dar ese paso definitivo que separa a las buenas selecciones de las mediocres. A él no le importaba, todo triunfo norteamericano le parecía un triunfo político sobre el sistema; ese fue el principal motivo por el cual tanto le dolió la derrota frente a los belgas. No obstante, puede presumir de una estadística, algo tan utilizado por “ellos”. Howard establecía record de paradas (16) para un partido de la Copa del Mundo. Nada mejor que golpearlos con sus propias armas.