Cuenta el personaje principal de El hombre que amaba a los perros, uno de los libros de Leonardo Padura, que en Guantánamo existen algunas contradicciones: el Yunque, una montaña sobre la cual nadie puede forjar nada; la Farola, una carretera incapaz de alumbrar, y un río que se llama Miel y carece de la capacidad de endulzar. En medio de esas malas señas, por aquellas inmediaciones comenzó a crecer una niña llamada Norka, con luz o sin ella, con miel y con sal, y, también, sin un padre. La vida se lo arrancó cuando tenía 6 años.
Lo recuerda entre lágrimas, como músico fundador del changüí, al que iba a ver los sábados y domingos con su mamá al parque Martí. Allí lo observaba con su gran estatura, el traje y las canas que lucía. “Él quería una hija hembra, pero me duró poco. Falleció con 46 años. Para mí representaba mucho, me faltó; no obstante, mi mamá y mis hermanos cubrieron la parte del amor y el cariño”.
A pesar de esto, Norka tiene una memoria grata de su infancia multifacética: bailarina, basquetbolista, esgrimista y corredora. Era inquieta, como las niñas que ahora tiene dando vueltas alrededor de la pista de la Ciudad Deportiva.
Ella está recostada a uno de los pedazos de cerca que queda. Con los ojos fijos en el horizonte y una mirada algo cerrada espía a las pequeñas con seriedad. Se le ven los años.
—¡El final de la vuelta es por aquí! No por allá. Vamos, lleguen —les dice, luego de que finaliza el castigo inicial por el mal calentamiento de las futuras morenas.
Obviamente, Norka Latamblet Daudinot (Baracoa, 1963) no siguió su camino por ninguna de las disciplinas antes mencionadas. El destino o el azar la hicieron cruzarse con el entrenador Luis Felipe Calderón, quien, en unos Juegos Escolares celebrados en La Habana, la vio compitiendo en atletismo y no falló al descubrir las potencialidades que tenía la guantanamera para el voleibol.
El tiempo apoyó su apuesta y las Morenas del Caribe tuvieron por años a una jugadora completa y capaz de asumir los diferentes roles que las circunstancias podían exigirle. Pasó de todo: títulos, lesiones, altibajos. Perdió un embarazo en 1986 y su dedicación al juego terminó deshaciendo su pareja. Así es la vida, dice una canción de salsa —uno de sus géneros preferidos— y ella lo sabe, siempre lo supo y mantuvo su determinación.
Las niñas se detienen a su alrededor. Escuchan las indicaciones de la profesora. Quizá por ser tan pequeñas no tengan idea de la carrera deportiva de la señora que hoy les pelea y se gana alguna que otra mueca. El balón está en sus manos. No hay mejor lugar para verlo ahora.
Primeras luces con viento en contra
De regreso en Guantánamo, la visión larga de Calderón no le hizo gracia a la madre de Norka. “Cuando le comenté que me querían llevar para la ESPA, ella dijo que no, que yo era una niña, con un tamaño grande, pero niña al fin”, explica.
Sin embargo, era inevitable. La inquietud del voleibol se había alumbrado para iluminar el sendero que debía transitar la vida de la chiquilla. No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a practicar bajo las órdenes de Ramón Gómez Blanco, propiciando su posterior captación para entrar a la EIDE.
“Duré allí lo que un merengue en la puerta de un colegio, porque no me hallaba estando encerrada así. A pesar de que el director era mi tío y me daban pases, una vez le dije a mi mamá que no iba más. Regresé a mi área y seguí practicando. Con el paso del tiempo la esposa de Eugenio [George], Chela [Graciela González], hizo captaciones en todas las provincias, me escogió y vine para la ESPA nacional en La Habana”.
—¿Fueron las palabras de Calderón las que te motivaron a comenzar este nuevo reto?
—Pensé: “Bueno, es algo nuevo”. Había jugadoras muy buenas en la provincia: Lucila [Urgellés], Cirenia [Martínez] y aquello me fue motivando. Mi ídolo era Lucila por su forma de atacar, por la manera de pegarle al balón.
—¿Cómo lograron convencer a tu mamá de que aprobara la captación?
—Ella tenía miedo, porque yo era la más chiquita. Y decir La Habana allá era una cosa de respeto, pues se comentaba que la gente se “perdía” en la capital. Mi hermano, el mayor, estaba estudiando la carrera militar aquí y le dijo que se iba a responsabilizar y así lo hizo. Más o menos se convenció cuando vio la dedicación y que él me recogía los sábados. Sintió mayor tranquilidad. Gracias a Dios entendió mi decisión.
Preguntar lo que significó Luis Felipe Calderón para ella requiere un ligero impasse. Cuando comienza a hablar de él se le entrecorta la voz y su rostro se estruja en un intento por aguantar unas lágrimas sentenciadas a correr. “Fue más que un padre para mí. En los momentos difíciles lo tuve, y la pérdida de él representó mucho… Mucho, porque era amigo, compañero. Sin palabras”, hace una pausa marcada por un suspiro y seca sus ojos.
En el año 1981 tuvo una importante incursión internacional. Cuba llegó al Mundial juvenil con una prometedora generación de atletas; sin embargo, el título se les escapó y el resultado no fue el esperado: “Fue triste; teníamos un seleccionado talentoso pero las jugadoras que tenían la responsabilidad no rindieron lo necesario. Podíamos haber sido campeonas.
—¿Cómo llega al equipo nacional?
—En la ESPA nos entrenaban Calderón y Celestino Suárez. Eugenio comenzó a hacer una preselección, íbamos al Cerro Pelado y practicábamos con el conjunto de mayores. Así nos fue intercalando.
En sus inicios se nutrió de los consejos y las mañas de muchas de las estrellas de antaño. “Me gustaba como atacaba Erenia [Díaz], era muy buena central y tenía gran técnica. Me encantaba Mamita [Pérez] y, por supuesto, también [Mercedes] Pomares por las habilidades con su mano zurda. En la defensa, Ana Ibis Díaz fue una de las que me enseñó a cubrir mucho terreno. Mientras pasó un poco el tiempo me uní a Imilsis [Téllez], y ella me ayudó porque jugué de pasadora un período”.
Para afianzarse con un puesto de regular debió esperar su oportunidad, pues no era lo mismo la ESPA que “el Cuba”. Por natural que pareciera el tránsito, el cambio se hacía notar.
—Una llegaba al equipo nacional y todavía faltaba. Teníamos una buena base; sin embargo, Eugenio hacía algo muy grande: pulirnos. En el año 83 logré debutar como titular y había llegado en el 81. Quiere decir que al principio no estaba lista.
—¿Qué tipo de elementos limaba Eugenio?
—La saltabilidad. Poseíamos buen salto, pero no el requerido para estar en el grupo en aquel momento. También la fuerza, la defensa, el recibo. En todo había detallitos. La selección tenía un régimen de entrenamiento fuerte y eso lleva adaptación. No es llegar y jugar. En la ESPA entrenábamos dos horas, porque teníamos escuela; en el equipo nacional, tres, cuatro, cinco horas… Era otra cosa la que se buscaba.
—¿En qué basaban el trabajo?
—Pesas, fortalecimiento de brazos, piernas (hoy día eso no lo veo). Corríamos mucho. Teníamos una buena preparación. En el quinto set la gente se preguntaba cómo podíamos mantener esa condición física. La trabajábamos, entrenábamos más de siete horas al día. Existía la atención de los psicólogos, aunque nuestro principal consejero era Eugenio. Sabía lo que queríamos.
Norka confiesa que le fue fácil acostumbrarse al nuevo entorno. Muchas de las atletas que se incorporaron venían juntas de la ESPA: “No nos fue tan difícil. El problema era con las figuras que llevaban más tiempo. Mamita refunfuñaba cuando hacíamos algo mal. Mati [Imilsis Téllez], más o menos. Pomares ayudó bastante. Pero Mamita exigía mucho. Por lo demás nos fuimos adecuando hasta coger el ritmo de entrenamiento de ellas.
—Fuiste compañera de cuarto de Mamita…
—Me tocó con ella en Japón. Ya sabes, ¿no? Tenía que levantarme sin hacer ruido, no podía despertarla, porque si no… al otro día venía el castigo de ella: con la pelota a despertar a la gente. Nos acostaba a las 8, no podías ver televisión y Eugenio decía que ese era el régimen del equipo y debíamos asumirlo si queríamos ser campeonas como ella.
La guantanamera reconoce que tenía un carácter cerrado, aunque nunca tuvo problemas graves de disciplina. “Entrenaba y me olvidaba del mundo. Mi indisciplina era cuando llegaba a mi provincia, me daban dos días y cuando pasaban no quería venir y regresaba atrasada; pero no fui de dar dolores de cabeza”, explica la exjugadora, quien de vez en cuando, junto a Imilsis Téllez, hacía bromas escondiéndoles objetos a las compañeras.
—Al principio jugaste como armadora y luego de auxiliar, ¿en qué rol se sentía más cómoda?
—Me gustaba pasar, porque la pasadora es el alma del conjunto y es bonito. De atacadora igual me sentía bien; disfrutaba atacar como lo hacía Lucila. Al final Eugenio dijo que de auxiliar. Entonces miraba mucho a Josefina Capote por su entrada a la net y su explosividad.
—¿Y cómo evoluciona para terminar en la posición de central?
—Calderón me enseñó a atacar mucho con los hombros y la muñeca y era muy rápida por el centro con la chiquita y la extendida. Me especialicé en esa posición y llegaba a mi bloqueo y me gustaba gritar, entrar por el medio y combinar. Disfruté más que de auxiliar.
Resplandor, niebla y chispazos
Luego de la cita del orbe juvenil de 1981 en México, Norka Latamblet se sumó a la preselección y viajó a Japón, donde comenzó a ser probada por Eugenio. Jugó de cambio en la Copa del Mundo del 81, aunque pensaba que no tendría chances, y un año después tuvo la oportunidad de salir a la cancha frente al público de casa en los Juegos Centroamericanos y del Caribe La Habana 1982, en los que el voleibol compitió, y ganó, en la sede de Santiago de Cuba.
Tiempo después, se produjo la entrada al grupo de una de las más importantes figuras de la historia del deporte a nivel mundial. Mireya Luis llegó a la preselección a finales de 1982 y su compañera de habitación en el Cerro Pelado sería la propia Norka.
“¡Fíjate cuanta historia hay! Nosotras la rechazábamos porque era pasadora y lo hacía malísimamente mal —ríe a carcajadas. Nadie quería atacar con ella. Un día en el entrenamiento Eugenio puso a Mireya a pasar para la 4 y a Imilsis a la 2 y todo el mundo se iba con Imilsis. Entonces, Eugenio indicó: “Si nadie ataca con Mireya, vamos a la pista a correr, porque hay que ponerla para desarrollarla”. Y cada vez que nos pasaba era todo el mundo haciendo caras, lógicamente, pretendíamos el pase perfecto.
“Ella dijo: ‘Con el tiempo voy a ser la mejor pasadora y cuando quieran atacar conmigo les voy a tirar los pases mal’. Imilsis le decía: ‘¡Tírales los pases mal pa’ que vean!’, y empezó a tirarnos descuidadamente también. Mireya lloraba mucho. Llegamos un día al cuarto y le comentamos: ‘¡Ay, Mire, no llores! Con la potencia que tú tienes, vas a ser atacadora’.
“Luego salimos para una gira y la probaron como atacadora. La esposa de Eugenio no estaba de acuerdo. En su opinión debía ser pasadora por su baja estatura. La pusieron a jugar y salió como una de las mejores en ofensiva; aunque igual la fastidiábamos y le decíamos: ‘De todas maneras te quedan los dedos de hierro’”.
Los Juegos Panamericanos de Caracas 1983 serían el próximo evento de peso para el grupo y, a manera de fogueo, dieron una gira de tres meses por Estados Unidos en la cual solo pudieron ganar algún que otro set frente a las locales. “Nos llamó la atención que Eugenio andaba muy pasivo. Y decía: ‘Tranquilas, la competencia fundamental de ustedes son los Panamericanos’. Y nosotras extrañadas, porque cuando algo no salía él nos castigaba”.
Con estos precedentes, los juegos de Caracas 83 esperaban por el duelo entre cubanas y estadounidenses. Todo pintaba en contra de las antillanas, quienes lograron sobreponerse al pasado inmediato y, gracias a un cambio en la preparación previa, pararon una escuadra encabezada por la temible Flora Hyman.
“Flora Hyman y Rita Crockett eran dos jugadoras que le daban a la bola allá arriba —señala con su dedo índice al cielo. Había que saltar para poder bloquearlas. Después de la gira, llegamos al país y Eugenio modificó el sistema de entrenamiento completo. Él era un genio. Hubo un momento en que hacíamos mañanitas, después entrenábamos de 10 de la mañana a 1 de la tarde y, luego, de 5 a 8.
“Cuando el trabajo salía mal, empezábamos a las 12 de la noche y le decíamos: ‘¡Ay! Estamos cansadas, no damos más’, y él replicaba: ‘No sé. El ejercicio tiene que salir’. Solo hizo un cambio y nosotras empezamos a buscar nuestro rendimiento y este fue p’arriba, p’arriba y p’arriba y así le ganamos a las americanas”, expone.
Sin embargo, la tarea no resultó fácil. Antes de la final, las Morenas enfrentaron a sus rivales norteñas y cayeron 3 sets por 1 en un choque, recuerda Norka, marcado por las “cuchillas” de un referí que pudo haber estado comprado. Ese 20 de agosto de 1983 las antillanas caminaban a las duchas llorando ante la sacudida que amenazó con acabar con el sueño, aunque habría tiempo para otra oportunidad. Solo seis días después, en la final, la historia sería diferente.
—El segundo partido fue 3-2, pero a favor nuestro. Las que lloraban eran ellas. Ese día festejamos, la pasamos bien, porque no les habíamos ganado en todo el año. Fuimos al camerino y las saludamos. Eugenio dio permiso y salimos a una discoteca y se compartió. Teníamos muy buena relación fuera del terreno.
—¿Cuál fue el sentimiento ante la ausencia en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984 y Seúl 1988?
—Esos tiempos nos marcaron. En aquellos años el rival a derrotar éramos nosotras, porque estábamos en forma. Tanto tiempo preparándonos, no vamos a una olimpiada, la aspiración de todo atleta, y llegó un momento que dije: “No voy a entrenar más, me voy”. También tuve una fractura de tobillo en el 86. Me perjudicó mucho y pensé que no me podía recuperar. Gracias a los servicios médicos superé esa lesión y seguí, siempre con el sentimiento de que no iba a ser olímpica. Después de los Panamericanos del 91 sentí que era hora de irme y Jorge Pérez Vento, Perdomo y Calderón me dijeron que esperara, faltaba poco para la olimpiada. Tania [Ortiz] y yo trabajamos y fuimos a Barcelona.
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En esa década de los 80 la selección muchas veces se vio privada de alcanzar lo más alto del podio, si bien situaciones extradeportivas y problemas de lesiones influyeron, Latamblet piensa que, quizá, podían haber dado un poco más: “La preparación fue dura, la carga elevada y, es como todo, teníamos períodos de altas y bajas; no obstante, estábamos bien, sin mirar p’atrá’, queríamos ganar.
“Por ese tiempo se lesionó Capote, Mireya salió en estado, Lázara [González] tenía problemas en la rodilla. Como seis estábamos tocadas. Yo del aductor. Cuando tienes un team work que se empieza a desmoronar por estas cuestiones, baja el ritmo del grupo. Pero sí, nos quedamos por debajo del rendimiento”, argumenta.
—¿Qué aspectos cambiaron para que pudieran coronarse en la Copa del Mundo de 1989?
—Entraron Magaly [Carvajal], Regla [Bell] y el equipo se acopló al rendimiento exigido por el nivel internacional. Pienso que en ese grupo se logró mucha unidad y el resultado salió por la disciplina y esa cohesión.
En el Mundial del 90 terminaron cuartas y otra vez se mostraron irregularidades. La escuadra se derrumbó ante molestias surgidas entre las propias jugadoras y habría que seguir adelante con ese resultado a cuestas.
—En los Panamericanos de La Habana 1991 alcanzaron el título. ¿Cómo fue ganarle a Brasil ante el público de casa?
—Sabíamos que íbamos a ganar por encima de todos. Éramos el “equipo macho”. Alguien nos comentó: “Dicen las brasileñas que les van a ganar porque ustedes se alimentan con milordo y chícharo”. Cuando conquistamos la competencia les dijimos: “Nos alimentamos con eso; pero con honestidad”, y por eso les ganamos ante todo aquel público impacientado por la victoria. Nos llevábamos bien con ellas, pero en la cancha no hay amigos.
—Venían años difíciles para Cuba. ¿Cómo enfrentaron el Período Especial?
—A nosotros el Período Especial no nos afectó, porque nos fuimos a bases de entrenamiento en China, Japón… y no influyó para nada. Eugenio buscó alternativas.
—¿Por qué te pasa por la cabeza el retiro teniendo tan cerca el sueño olímpico de Barcelona 1992?
—La fractura en el tobillo no fue juego. Pasó en Alemania un 31 de diciembre. El médico alemán explicó que si caminaba era de casualidad, pues se partieron los ligamentos y empatarlos sería difícil. Cuando llegué a Cuba me llevaron al hospital Frank País. El doctor Rodrigo Álvarez Cambras le comentó a Eugenio la necesidad de una operación. Sin embargo, había un fisioterapeuta llamado Rodolfo Ramos, una eminencia, y él dijo: “Tranquila, tú no vas a ningún lado”, y empezó a darme tratamiento: láser, magneto, me pusieron un yeso… Después fuimos a la consulta. Álvarez Cambras vio el pie y dijo que no encontraba la fractura. Me hicieron una prueba y a caminar. Tenía mucho miedo. Mi mamá se opuso a que siguiera en el deporte y el factor psicológico me estaba matando. Decía: “¿Cómo salgo de esto?”. El ligamento se empató. ¿Cómo? Nadie sabe. Gracias a eso desapareció la posibilidad de la operación. Estuve seis meses sin entrenar y el tiempo no perdona. Veía a la gente por encima de mí y eso acababa conmigo. No quería practicar más, pero tuve compañeras que me ayudaron mucho. Mireya, Imilsis, Tania y Marleny [Costa] nunca me abandonaron.
—¿Qué estrategia adoptaron para enfrentar la cita de Barcelona?
—La tenía Eugenio. Sabía lo que faltaba. Hacía tres combinados y así medía el rendimiento de todo el mundo. Perdomo no quería que fuéramos ni Tania ni yo, porque esperaba llevar gente nueva, pero Eugenio manifestó que no dejaba a sus jugadoras puntales. Eso me ayudó a recuperarme. Dije: “¡Estoy aquí y debo montarme!”.
—Fue un evento para el que solo efectuaron 18 topes previos, la menor cantidad desde 1966. ¿Les preocupaba? ¿Cuál fue la causa de esa falta de fogueo?
—Claro que preocupaba. Nosotras íbamos a Japón y pasábamos dos meses y esa vez no se pudo hacer. Eugenio determinó que, ante tantas lesiones, era mejor estar aquí y trabajar con los fisioterapeutas.
Para su primera participación olímpica la experimentada central asumió un papel diferente. Esta vez partía desde la banca. Los años habían pasado, ya no era igual y entraron nuevas atletas. Sin embargo, esto no la desmotivó. Para ella, estar en la lid multideportiva de la Ciudad Condal era un premio.
—Venían Regla [Torres], Ana Ibis [Fernández], y Magaly [Carvajal] estaba jugando. Ya yo había hecho mis cosas. Eugenio me explicó que no podía dejarme, porque yo atacaba, recibía, bloqueaba, sacaba y defendía. “Vas a ser una jugadora de cambio”. Empezó a trabajarme y no lo tomé mal, lo disfruté, porque a la hora en punto en que me necesitaron desarrollé mi rol.
—En un momento de la competencia te ponen a sacar con el marcador 0-12 en contra y te mantuviste en la línea de servicio hasta el tanto 13 de Cuba. ¿Cómo fue aquello?
—Estábamos perdiendo y Mireya le dijo a la dirección que nos entrara a mí y a Tania. Eugenio me llamó: “Vas a sacar y vas a defender”. No pensé hacer esa cantidad de puntos. Las compañeras se acoplaron. Luego de eso, Mireya me puso “apagafuegos”.
—También te decían “el reguilete”. ¿Por qué?
—Porque andaba por cualquier zona defendiendo, cubría todo el terreno. Esa capacidad se la debo a Ana Ibis Díaz y Luis Felipe Calderón.
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Barcelona es calificado por ella como el mejor pasaje de su carrera. La vida le dio fuerzas para llegar a Cataluña y conquistar el oro frente al Equipo Unificado. Curiosamente, título no significó el fin. Estuvo en el primer Grand Prix de la historia (1993), alcanzó la corona y luego fue a jugar en Italia, Argentina y España hasta el año 2000, cuando las articulaciones empezaron a quejarse y el cuerpo mandó a parar.
—Es una experiencia bonita, aunque te acabas con las rodillas y contigo misma, pues lo primero que dicen las voleibolistas de allá es que la extranjera eres tú y a quien le pagan es a ti. Ya sabes, ¿no? Debes echarte el equipo arriba. Conoces, aprendes otros sistemas, te preparas sola; pero no hay como lo tuyo.
—¿Qué diferencias notaba en aquel voleibol respecto a lo que estabas acostumbrada a hacer en la selección?
—En esas ligas se entrena individualmente. Hacen un poco de adiestramiento y el extra te lo tienes que hacer sola. Las prácticas eran juego y juego, no había una preparación física. Debías buscarla tú; si no, te fundías.
Cuando se le pregunta por los festejos, comienza a reír y cuenta que, como Eugenio no daba tregua y las salidas eran prácticamente una utopía, con mucha cautela, escondidas, compraban ron, cerveza y cigarro quienes fumaban. Tampoco era fácil esa vida para ellas.
—Una noche nos fugamos todas a bailar en Calle Ocho con Oscar D’León. Barbaridades que hacíamos, maldades de equipo. Al virar, Eugenio, Ñico y to’l mundo esperándonos en la puerta. Empezó a decirnos que éramos unas gusanas: “¿Cómo con Oscar D’León, que habló mal de Cuba cuando llegó a Estados Unidos…? Cuando llegue a Cuba las voy a botar a todas”, dijo. Nosotras decíamos: “Él no nos puede botar, si somos doce las de la indisciplina”. Pero bueno, viramos y no pasó nada.
—¿Y cómo eran los castigos cuando las cosas no salían bien?
—Si estábamos en Japón, correr toda la calle; en Alemania igual, bajo la nieve; y aquí: pista, salto al cajón, net a ocho pies y pesas.
Luego del retiro en el año 2000, Norka Latamblet fue a trabajar en México, donde estuvo contratada por dos años y medio gracias a la gestión de Eugenio George. Desafortunadamente, debió regresar por problemas de salud de su mamá. Desde entonces, trabaja en el área de la base en la Ciudad Deportiva de La Habana con las categorías inferiores.
Las niñas completaron los ejercicios de defensa bajo el ritmo acelerado impuesto por la profesora. Debe ser el espejo de la exigencia que le ponían a ella. Ahora todas forman paralelo a la net: llegó el momento de practicar el pase. Norka se para frente a la fila y empieza a levantar balones a alta velocidad. Las pequeñas corren una detrás de la otra e intentan ejecutar el mejor pase posible. La mayoría impacta tarde el balón.
—¡Vamos, corran, que no voy a tirar la pelota más alto! —dice la guantanamera con tono serio y algo del acento característico del oriente cubano. Las chiquillas contraen su expresión, van al fondo de la hilera y lo intentan, una y otra vez, hasta que salga, quizá como sucedía con las Morenas.
“Las categorías inferiores la gente las ve como un desgaste; pero es donde puedes demostrar tu experiencia, lo que aprendiste. Es lo fundamental. Estoy catalogada entre las mejores entrenadoras de Cuba en las categorías pioneril y escolar y he sido seleccionada la mejor de La Habana. En todos los cursos aporto cuatro o cinco atletas a la EIDE. Para mí es una alegría trabajar con niños. Una los ve como sus hijos, los enseña”.
Como entrenadora ha tenido que enfrentarse a todos los problemas asociados al deporte en estos niveles. “Lo que nos mata en la base son los materiales. No hay pelotas, net; las condiciones no son buenas. Cuando yo era niña había de todo. Esa falta está afectando las diferentes disciplinas”, explica y añade que son las familias quienes se ocupan de los uniformes y las recogidas de dinero para mejorar las condiciones para el desarrollo deportivo de sus hijos.
—¿Qué ha provocado la situación actual del voleibol cubano?
—Jugábamos porque nos gustaba, queríamos, lo sentíamos. Había un líder. No existía lo de los contratos y el dinero. Eso les ha abierto los ojos a los atletas, ya no piensan en representar a su país, y está golpeando. Creo que debes rendirle a Cuba para irte contratado; mientras no se resuelva eso, será difícil.
La exjugadora explica la necesidad de mejorar la saltabilidad y el físico, pues no se ve aquella potencia exhibida por las generaciones anteriores. Ante la interrogante de si todavía puede hablarse de una Escuela Cubana de Voleibol, arroja una réplica sincera: “Pienso que no. La escuela está ahí, los materiales también; pero cuando se va a ver el resultado… Entonces, no. “Escuela Cubana de Voleibol” cuando tengan un rendimiento y todo el mundo hable de una escuela, como ocurría antes.
—¿Crees que ustedes han tenido el reconocimiento y la atención requeridas?
—Ni hablar de eso. En su momento la ha habido; muy esporádica. No es como nos lo merecemos.
—¿Cómo definirías a Eugenio? —le pregunto y veo que las lágrimas vuelven a asomarse.
—¡Ayyy! No me hagas llorar —se toma su tiempo. Un padre, amigo, pedagogo… ¡Para qué!
—¿Qué le agradeces más?
—Todo lo que soy hoy día. Ser Licenciada, Máster, porque siempre dijo que tener un título era lo mejor que podíamos lograr.
—Estuviste en el equipo nacional en medio de brillantes generaciones. Si tuvieras que formar un combinado ideal, ¿quiénes serían las elegidas?
—Tania, Marleny, Mireya, Regla Torres, muy indisciplinada —enfatiza y repite la frase, mientras se sonríe por enésima vez— pero juega, Magaly, Yumilka [Ruiz], Mamita, Pomares, Lucila, Imilsis, Ana María [García] y Ana Ibis [Díaz].
—¿Quién es la mejor jugadora que has visto?
—Mireya y Mamita. Fueron incondicionales en todo, cada una en su tiempo.
—¿La más determinante?
—Pomares, porque ser zurdo en el voleibol era una virtud y ella la tenía y hacía de todo.
—¿Las Morenas del Caribe?
—Lo más grande del mundo. Las Morenas no van a volver a nacer. Es algo que nos identifica por nuestro esfuerzo y sacrificio.
La tarde va cayendo y el ambiente se torna más tenue a medida que la práctica avanza y las áreas aledañas toman vida gracias a los deportistas improvisados que no fallan a su cita diaria. Ella continúa su entrega, por el voleibol, da igual si es en un Mundial o sobre el pavimento de la Ciudad Deportiva. Las niñas la rodean y los padres la admiran. El eco de los botes del balón contra el asfalto provoca sus chispazos, consejos y regaños. Hay energía todavía y a ese entrenamiento, parece, le queda bastante tela por donde cortar.
*Esta entrevista forma parte del libro Tie Break con las Morenas del Caribe, publicado por UnosOtrosEdiciones. Pincha el banner para leer la serie completa: