El deporte consiste en la vida transformada en competencia. Premia si haces el bien. Recompensa cuando perseveras. Aunque puede que a veces falle el argumento. Puede que en ocasiones pierda quien no debiera y se corone el menos indicado. La vida es imperfecta, a fin de cuentas.
No han faltado momentos en Río para corroborar que hay una mano misteriosa detrás de las contiendas agonales. Un no-sé-qué movedor de hilos, propiciador de hazañas, quijotesco. Vas contra los molinos y, con mucha frecuencia, encontrarás la gloria en tu camino.
Caso uno. Nikki Hamblin es de Nueva Zelanda. Abbey D’Agostino procede de Estados Unidos. No se conocen de antes. Son solo dos muchachas que ahora corren el segundo heat de cinco mil metros. Hamblin pisa el bordillo interior de la pista y cae bruscamente. D’Agostino, que viene detrás, corre la misma suerte al tropezar con ella.
Al rodar por la pista, la neozelandesa únicamente atina a preguntarse: “¿Qué sucede? ¿Por qué estoy en el piso?” “Get up, get up, we have to finish this”, le dice la norteamericana. “Son los Juegos Olímpicos. Hay que terminar”.
Para asombro de todo el graderío, se ayudan a ponerse de pie y prosiguen la carrera. Hamlin, que ha sufrido menos daño, voltea a ver cómo está su espontánea compañera. D’Agostino la hace señas de que siga. La primera finaliza penúltima. La otra –que más tarde saldrá en silla de ruedas del estadio- acaba en el último puesto, sumamente rezagada, y al pasar por la meta recibe un abrazo inacabable. Las dos lloran como niñas pequeñas.
Conmovidos, comprensivos, los jueces deciden otorgarles el derecho de tomar la largada en la final. Han regalado una lección de camaradería para la historia, y de eso se trata en esta fiesta.
Caso dos. Melina Robert-Michon tiene 37 años. Muchos la han exhortado a retirarse del deporte, pero ella no se rinde. Su capacidad volitiva llena el espacio que no ocupó el talento, y entrena, entrena, entrena. Quiere lucir en Río. Alcanzar la medalla que justifique tantos sacrificios en más de dos décadas consagradas al duro oficio de discóbola.
Poco hay que resalte en su expediente, como no sea el vicecampeonato en los Mundiales de Moscú de 2013. No ha podido destacar en Universiadas, ni ha ganado los grandes torneos de Europa. Las Olimpiadas le han resultado esquivas: vigésimo novena en Sydney, trigésimo primera en Atenas, octava en Pekín y quinta en Londres. Hace unos doce meses, en la cita universal de China, ancló en el escalón número diez.
Sin embargo, hoy el disco ha querido premiar a Melina, que consigue su mejor marca personal y se cuela en el podio, apenas superada por la majestuosa croata Sandra Perkovic. Nadie creía en sus fuerzas. Tal vez ni siquiera su entrenador o su familia. La francesa, con la plata rutilándole en el pecho, mira a las cámaras con la satisfacción aguándole los ojos.
Caso tres. O Anthony Ervin es un loco, o ha decidido convertirse en héroe. Con 35 abriles en los huesos, el estadounidense –sangre judía y afroamericana- quiere el título de los 50 metros libres en la natación. Justo la prueba que requiere de más juventud para ganarla.
Hace ya dieciséis años, en los Juegos Olímpicos de Australia, el entonces joven Ervin se impuso en la distancia. Parecía que había nacido un nuevo dios de los sprints, pero el muchacho perdió el rumbo, sufrió de depresión, intentó suicidarse con una sobredosis de tranquilizantes y le dijo adiós a las piletas.
Luego trabajaría en un salón de tatuajes, tocaría en una banda de rock, y en 2004 daría el paso más humano de su vida al vender en Ebay su medalla de oro y donar los 17 mil dólares de la operación a las víctimas del tsunami que golpeó a la India.
Se había quedado, pues, sin el gran premio, y se aferró en recuperarlo. Tras un esfuerzo vano en Londres 2012, persistió. Siguió dando brazadas a lo bestia, no importaban la edad ni los pronósticos. El objetivo era volver a ser el hombre que más rápido devora una piscina…
Así ha llegado Ervin al centro acuático de Río. Sobre otros recae el cartel de favoritos: él es tan solo el nadador más viejo de la noche. Algunos hablan maravillas de su coequipero Nathan Adrian. Otros, del galo Florent Manadou. Nadie cuenta en sus cálculos con Dios, que le mueve los brazos y lo lleva a la meta antes que todos.
Cuando se sabe ganador, Ervin golpea el agua y grita al cielo. Como una hija pródiga, la presea subastada ha vuelto a casa.