Por Daniel Zamora, Universidad Libre de Bruselas
Entrevista a Isabella Weber, Universidad de Massachusetts.
La historia económica más sorprendente del último medio siglo es la del ascenso de China. El desarrollo dirigido por el Estado desencadenó una expansión económica sin precedentes en la historia moderna. Pero el crecimiento, a todas luces extraordinario, está lejos de representar un triunfo del libre mercado. Isabella Weber, economista de la Universidad de Massachusetts Amherst, ofrece una lectura fascinante de las reformas económicas y los debates de China de los últimos cincuenta años.
Weber demuestra que, al elegir una vía alternativa a la “terapia de choqu” que terminó hundiendo al bloque soviético de los años 1990, China evitó el deterioro de las capacidades estatales que, entre otras cosas, hizo que el COVID-19 sea un desastre en Occidente. Combinando una cuantiosa investigación histórica y un enfoque económico original, la lectura de Weber nos brinda una comprensión preciosa del singular camino que siguió el Partido Comunista de China y sus consecuencias para la clase obrera más grande del mundo.
¿Cómo llegaste a estudiar la historia económica de China?
Me crié en Alemania del Este en los años 1990. La historia del socialismo que se narraba entonces era un estereotipo del fracaso: era el relato de viajeros que debían cruzar la militarizada zona Este para traer café y jeans de marca. La sensación general era de triunfalismo: había llegado el fin de la historia. Sin embargo, la historia comienza con mi visita a un estudiante de la Universidad de Pekín. Ansiosa por aprender sobre la economía de China, empecé a tomar clases en la Escuela de Administración de Guanghua, una de las casas de estudio más prestigiosas de China, y descubrí con sorpresa que estudiaban los mismos textos estadounidenses con los que me había formado en Berlín.
Era un misterio: China tenía un sistema económico claramente distinto al de Alemania o al de Estados Unidos, pero practicaba el mismo tipo de economía. Luego de volver a Berlín, empecé a trabajar en una fundación, específicamente en un sector vinculado con el gigante oriental. Nuestros colegas chinos estaban muy interesados en el colapso del socialismo de Estado en Alemania del Este. En una ocasión, ayudé a organizar una reunión entre Hans Modrow, último presidente del Consejo de Ministros de la República Democrática Alemana, y una delegación de funcionarios chinos de alto rango. Antes del evento, yo ni siquiera sabía quién era Hans Modrow. El período durante el que estuvo en funciones fue muy breve. Por primera vez, en ese salón, junto al olvidado dirigente alemán y la delegación china, me formulé la pregunta: ¿Por qué la historia había sido tan distinta en ambos países? Entonces empecé a investigar el fundamento teórico de las reformas económicas de China, implementadas durante “los largos años ochenta”, etiqueta que remite al período decisivo de 1978-1992. ¿Por qué China había logrado escapar a la terapia de choque y qué rol jugó la economía en la vía alternativa por la que optó?
Tendemos a olvidar la brutalidad que definió la transición del socialismo al capitalismo en el antiguo bloque soviético. Al final, tu investigación sugiere que es ahí donde deben buscarse los motivos de la clara divergencia económica que separó a China de Rusia durante el mismo período.
Es sorprendente que, tanto en el contexto de la crisis de 2008 como en la nueva crisis abierta por el COVID-19, suele optarse casi exclusivamente por los años 1930 como punto de referencia histórico. Pero, de hecho, la “recesión transicional” de Rusia fue más profunda y mucho más prolongada que la Gran Depresión. Durante ese período, no solo cayó más de un tercio la producción total, sino que la producción industrial llegó a representar, en 1995, niveles cercanos a la mitad de los de 1987. Probablemente haya sido la desindustrialización más drástica de la época poscolonial. Rusia nunca recuperó su posición de superpotencia industrial. Los salarios reales cayeron más del 50% frente a los valores previos a la terapia de choque. La expectativa de vida de los hombres se redujo siete años: es la caída más grande que cualquier país industrializado haya experimentado en tiempos de paz.
Un estudio de The Lancet probó que las consecuencias de la crisis, es decir, la pobreza y el desempleo, causaron millones de muertes durante el período. Los oligarcas rifaron los recursos públicos, y las adicciones, el VIH, el alcoholismo, la desnutrición infantil y el crimen alcanzaron límites hasta entonces desconocidos. En 2015, en términos de ingresos, el 99% de la población rusa todavía estaba peor que en 1991.
Así surgió toda una “generación perdida” de jóvenes y se sentaron las bases del gobierno de Vladimir Putin. Por supuesto, no está claro que la “cura china” hubiese funcionado en Rusia, pero es difícil imaginar que una terapia de choque al estilo ruso hubiese resultado en padecimientos de menor magnitud que los de la ex-URSS. Debemos recordar que, a fines de los años 1980, China era todavía un país muy pobre. En 1990, después de más de diez años de reformas, los ingresos reales por adulto en Rusia todavía triplicaban los de China. Un colapso económico mucho menos drástico que el de Rusia en los años 1990 hubiese representado probablemente una catástrofe de proporciones inmensas. Con el diario del lunes, podemos decir que los años 1980 fueron el escenario de una encrucijada fundamental en la historia económica mundial: el punto de inflexión que marcó, tanto la divergencia entre la caída de Rusia y el ascenso de China, como el comienzo de la convergencia china con las economías occidentales.
¿Qué expectativas tenían quienes defendían la terapia de choque?
La idea de la terapia de choque se basa en la lógica de que el sufrimiento de corto plazo es inevitable. La analogía que solía invocarse era la de la cirugía: en una primera etapa, el paciente debe sufrir para sentar las bases de su recuperación posterior. Pero resulta que, a diferencia de una cirugía, realizada en general por un médico habilidoso, en el caso de la terapia de choque económica no se logró contener tan fácilmente el sufrimiento.
Transformar un sistema económico entero no es como extirpar un tumor. En un primer momento era clave alimentar un big bang definido por la liberalización de los precios. Se suponía que dejar que todos los precios flotaran libremente de la noche a la mañana crearía un sistema de precios racional, elemento fundamental de la perspectiva neoclásica del mercado. También se suponía que la austeridad macroeconómica —restricción monetaria y recorte presupuestario— evitaría que la espiral de precios liberalizados se saliera de control. Así las cosas con la teoría. Pero lo cierto es que, en 1991, el big bang de Boris Yeltsin produjo una hiperinflación permanente. Cuando el valor del dinero se desploma, no hay manera de tener un mercado racional. El pánico y la mera necesidad toman el control y se pierde cualquier posibilidad de optimizar las utilidades. De esta manera, Rusia se quedó sin mercado funcional y sin planificación y, en muchos casos, la población tuvo que recurrir al trueque.
Tu argumento parece suponer que la determinación de los precios era el objetivo principal de la terapia de choque. Es interesante notar que los programas de ajuste estructurales aplicados en los países en vías de desarrollo a fines de los años 1980, tuvieron un efecto similar y también apuntaban al control de precios. ¿Por qué la política de precios es tan importante para los neoliberales?
La terapia de choque no fue una política de transición aplicada exclusivamente al socialismo de Estado, sino un paradigma político mucho más amplio, implementado célebremente por Augusto Pinochet en Chile, impuesto por Margaret Thatcher en Gran Bretaña y utilizado como método de ajuste estructural en muchos países en vías de desarrollo. Para el pensamiento neoliberal, los precios libres son el Santo Grial del mercado. Aunque se supone que la propiedad privada es una condición necesaria para que el mercado funcione, el mercado en sí mismo es concebido en realidad como el libre movimiento de los precios, que contiene toda la información necesaria para coordinar las acciones de los individuos, conectados exclusivamente a través del sistema de precios libres. Este es el motivo intelectual más profundo que tenían los partidarios del choque para pensar que se necesitaba un big bang inicial que liberara todos los precios.
Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, por ejemplo, fueron muy explícitos cuando atacaron el sostenimiento de los controles de precios surgidos de la economía de guerra de los años 1940. En El camino de la servidumbre, Hayek advirtió: “Cualquier intento de intervenir los precios o las cantidades de unas mercancías en particular priva a la competencia de su facultad para realizar una efectiva coordinación de los esfuerzos individuales”. En un ensayo titulado “Las políticas intermedias conducen al socialismo”, von Mises argumentó que basta con que el gobierno controle únicamente el precio de un producto, por ejemplo, la leche, para que se genere un tobogán de distorsiones que conduce inevitablemente al control total de los precios por parte del gobierno, cuando no al totalitarismo.
¿Y por qué es tan importante, sobre todo para la clase trabajadora, pensar los precios en términos políticos? Hoy el sentido común sobre el control de precios es que conducen a la escasez, la ineficiencia y el florecimiento de los mercados negros.
En general, la economía contemporánea piensa que todos los precios son de la misma naturaleza. Es el caso de la economía neoclásica, de buena parte de la economía marxista y de las corrientes principales del keynesianismo. La principal disputa entre marginalistas, que creen en la teoría del valor subjetivo, y la teoría del valor de David Ricardo y de Karl Marx pasa por el principio general que rige la determinación de los precios y no tanto porque tengan opiniones divergentes sobre la naturaleza de los precios de diferentes productos. Por ejemplo, hay estudios, enfocados sobre todo en el caso de ciertos precios monopólicos o productos de lujo, que muestran que la demanda aumenta cuando aumentan los precios. Pero no hay muchas investigaciones sistemáticas sobre la importancia que tienen algunos precios para la estabilidad macroeconómica y el crecimiento, ni tampoco hay mucho debate sobre la economía política de los precios en el caso de los productos esenciales. Sin embargo, muchos episodios históricos importantes apuntan a la naturaleza altamente política de ciertos precios.
En Francia, por ejemplo, el movimiento de los chalecos amarillos se organizó luego de que se anunciara un aumento del precio del diésel. La Primavera Árabe creció a partir del aumento del precio del pan y hay quienes argumentan que el aumento del precio de los cereales jugó un rol clave en la Revolución Francesa. La lógica detrás de estos argumentos es evidente: si aumentan los precios de los productos esenciales, como la energía y los alimentos básicos, que representan el gasto más importante en los hogares de bajos ingresos, los salarios reales sufren una caída drástica. Por lo tanto, las revueltas precipitadas por los aumentos de precios son una forma de resistencia contra la tendencia que fuerza a los trabajadores a vivir al límite de la subsistencia.
Al mismo tiempo, estabilizar o subsidiar los bienes de consumo esenciales representa un paso adelante en la reducción de la vulnerabilidad de las personas frente a las fluctuaciones del mercado. En China existe una larga tradición de sostenimiento del precio de los granos. Desde épocas antiguas, los silos públicos intervienen comprando granos cuando los precios bajan luego de la cosecha y liberando las reservas cuando la oferta se queda corta, especialmente durante las hambrunas. Una de las políticas de Estados Unidos durante el período del New Deal fue la fundación de la Commodity Credit Corporation, iniciativa de Henry A. Wallace que funciona en base a un esquema muy similar al de China.
Desde la época de la colonia, la estabilización del precio de las commodities es muy importante para los países pobres que dependen de la exportación de materias primas y de productos agrícolas. Cuando las exportaciones de un país incluyen solo un pequeño número de commodities, una ligera fluctuación en los precios basta para desestabilizar toda la economía. Durante la restructuración económica que siguió a la Segunda Guerra Mundial, se planteó la idea de utilizar las commodities como existencias reguladoras a nivel internacional (propuesta apoyada, entre otros, por John Maynard Keynes). Nunca se implementó, pero valdría la pena revitalizarla en los debates actuales que buscan métodos para fortalecer las economías. En vez de volver al nacionalismo económico, la implementación de existencias reguladoras de commodities esenciales a nivel mundial es una alternativa internacionalista. Podría incluir, por ejemplo, mejorar la provisión de equipamiento médico. En el contexto de la pandemia, estas existencias reguladoras podrían haber ayudado a canalizar recursos hacia los lugares más necesitados.
Hoy, después de décadas de dirigir estatalmente la creación de mercados, China gestiona el suministro público de granos más grande del mundo. Cuando comenzó la pandemia de COVID-19, el primer confinamiento, sumamente estricto, fue posible en gran medida gracias a las agencias de comercio estatales, que ayudaron a recrear los mercados para garantizar el suministro de alimentos luego de que se interrumpieron los canales normales. Otro ejemplo es la estabilización del precio de la carne de cerdo. En 2019, el brote de fiebre porcina debilitó la oferta en toda China. Para evitar que los precios se dispararan, el Estado liberó sus reservas de carne de cerdo congelada y las empresas estatales ayudaron a organizar la expansión de las importaciones. Gracias a la estabilización de precios facilitada por este tipo de intervenciones, el Estado chino suaviza la fluctuación de los bienes de consumo esenciales y de producción. Estos procedimientos complementan la política monetaria y contribuyen a estabilizar los precios en términos generales. A su vez, al aliviar las presiones inflacionarias, se abre espacio para la expansión fiscal.
Pero, ¿no estuvo China a punto de implementar su propia terapia de choque y liberalización de precios a fines de los años 1980?
Se sabe que Deng Xiaoping reemplazó la consigna de la Revolución Cultural, “la política al poder”, por una nueva: “la economía al poder”. Durante los años 1980 se aceleraron los intercambios con economistas de todo el mundo. El Banco Mundial y la Fundación Ford fueron muy importantes en este sentido. Entre los visitantes más destacados de aquella época se cuentan Milton Friedman, economista de Chicago; Włodzimierz Brus, economista reformista exiliado, discípulo de Oskar Lange, y Ota Šik, arquitecto de los proyectos de reforma económica de la Primavera de Praga, también exiliado.
Contra el rechazo pregonado por von Mises y Hayek contra toda posibilidad de sistema socialista racional, Lange había demostrado, específicamente en el debate sobre el cálculo socialista, que era posible implementar precios racionales bajo el socialismo de mercado. Por lo tanto, esta línea de pensamiento reformista compartía con el neoliberalismo su énfasis en la adecuación de los precios. En una conferencia pronunciada en China, Friedman llegó a decir que el socialismo de mercado al estilo de Lange era un buen plan B y que representaría un gran paso en el camino hacia una economía libre. Entonces, los economistas reincorporados en China empezaron a desarrollar una orientación según la cual los precios eran el núcleo de las reformas de mercado y, sin una liberalización completa —anticipada en algunas versiones por ajustes de precio calculados y combinados con reformas fiscales y salariales—, las reformas de mercado estaban condenadas al fracaso. Con el avance de los debates académicos, la disciplina económica empezó a reformularse de acuerdo al modelo occidental. Se empezaron a pensar y bosquejar ambiciosos proyectos de reformas de precios, se generalizaron las reformas agrarias y emergió un paradigma de creación experimental de mercados.
Hay que decir que, en muchos sentidos, las reformas agrarias fueron radicales. Una de las consecuencias fue el desmantelamiento de la comuna popular, institución política y económica clave de la China maoísta. Sin embargo, aun en este caso se trató de un proceso gradual, en el sentido de que la reforma agraria mantuvo el compromiso que tenía el campo de entregar una cuota de productos agrícolas básicos, como cereales y algodón, a un precio determinado según las exigencias de las instituciones de planificación. Pero, si bien las granjas de familia estaban obligadas a cumplir el acuerdo, luego de satisfacer su compromiso eran libres de producir para el mercado.
Además, este desplazamiento hacia el “sistema de responsabilidad familiar”, fue tolerado al principio como un experimento en las comunidades rurales pequeñas, pero no en los grandes centros de producción de bienes agrícolas esenciales. Las encuestas fueron muy importantes a la hora de expandir el sistema de responsabilidad familiar desde las comunas marginales a todo el campo. Los estudiantes que habían pasado su juventud en las zonas rurales, donde se los había enviado durante la Revolución Cultural, irrumpieron entonces como una fuerza muy poderosa. Con el apoyo de algunos dirigentes de alto rango, como Deng Liqun y Du Runsheng, formaron el Grupo de Desarrollo Rural, que ayudó a evaluar y a sistematizar las enseñanzas que habían dejado los experimentos de reformas agrícolas. Desarrollo Rural fue uno de los logros más importantes en la agenda de reformas de Deng y popularizó a Zhao Ziyang, quien se convirtió luego en primer ministro y secretario general del PCCh. De esta manera, los jóvenes intelectuales se aliaron con los líderes reformistas de la generación revolucionaria
Pero entonces, ¿qué fue exactamente lo que impidió que China avanzara por el camino de una terapia de choque?
La batalla crucial giró en torno a la mercantilización del sistema urbano industrial, diseñado en función del ideal soviético de la “fábrica única”. A diferencia de las comunas del campo, las unidades de producción industrial no eran entidades aisladas y económicamente sustentables. Para ponerlo en términos simples, producían de acuerdo a una dirección centralizada y a precios establecidos por el Estado según la máxima de la redistribución entre sectores. Los productos de consumo no esenciales, como las bicicletas, las radios y los relojes, estaban valuados por encima de sus costos de producción, con el fin de capturar fondos de los consumidores, mientras que los productos esenciales, como los granos y el acero, estaban valuados por debajo de sus costos. En consecuencia, la rentabilidad era intencionalmente desigual.
Los reformistas argumentaban que era posible implementar el mismo sistema dual de precios mercantiles y precios planificados en el sector industrial y que, de hecho, este había empezado a emerger espontáneamente. Las empresas deberían seguir cumpliendo con una cuota, pero se les permitiría llevar el excedente al mercado. Las agencias comerciales del Estado, que antes habían jugado un rol relativamente pasivo, se convertirían en creadores de mercado fundamentales, capaces de conectar a los proveedores con sus nuevos clientes. A través del sistema dual, las unidades de producción se transformarían en empresas orientadas hacia el mercado, con todos los reajustes que esto conllevaba.
En el caso de las materias primas esenciales, como la energía y los metales, que escaseaban y solían ser tasadas por debajo de su costo, una de las consecuencias del sistema fue la enorme diferenciación entre los precios de mercado y los precios planificados. Desde la perspectiva de los reformistas del sistema dual, esto enfatizaba la importancia de mantener el control estatal sobre la cuota para asegurar la provisión de materias primas baratas, mientras que los precios de mercado elevados eran un incentivo para que las empresas trabajaran con vistas a expandir la producción por todos los medios posibles. En contraste, los economistas reformistas que se enfocaban en la adecuación de los precios, consideraban que la divergencia sustantiva en la cotización de un mismo producto representaba la mayor de las irracionalidades. Algunos llegaron a argumentar que el sistema dual era peor que el viejo sistema planificado.
En efecto, el sistema dual impulsó el crecimiento, pero también fue un caldo de cultivo para la corrupción. Durante la segunda mitad de los años 1980, cuando el sector mercantil propició un aumento generalizado de precios, empezó a debilitarse la euforia inicial por la reforma y se disparó la desigualdad. Comenzaron a crecer también las tensiones políticas y sociales. En este contexto, la idea de un «big bang» —de imponer la austeridad y liberar todos los precios de repente— era una idea cada vez más atractiva y contaba con el aval de las autoridades de la economía científica «occidental». En 1986 se formuló un programa en esa línea. Pero se dio marcha atrás siguiendo el consejo de los economistas del Instituto de Investigaciones de Reformas Sistémicas —que había supervisado los intentos previos de las grandes reformas de precios en Yugoslavia y Hungría—, y de algunos economistas chinos y alemanes familiarizados con las transiciones de la Segunda Guerra Mundial, que habían representado un desafío similar.
En 1988, cuando la reforma parecía haber entrado en un callejón sin salida, Deng Xiaoping decidió cruzar la línea de la reforma de precios, argumentando, según la retórica típica de la terapia de choque, que era más deseable soportar de una vez el dolor a corto plazo que entregarse a un sufrimiento prolongado. En el verano de 1988, el anuncio de una amplia reforma de precios en la televisión pública fue suficiente para despertar el pánico. Hubo corridas bancarias y acaparamiento de bienes duraderos. Ese año los precios en China se salieron de control por primera vez desde la revolución de 1949. Uno de los logros económicos más importantes de los comunistas en su lucha contra los nacionalistas había sido justamente la estabilización de los precios. Pero los dirigentes chinos no tardaron en revertir el curso de sus acciones.
Deng Xiaoping, dirigente de la primera generación revolucionaria, estaba dispuesto a pagar un alto costo político en nombre de la mercantilización, pero no a sacrificar la estabilidad del gobierno del Partido Comunista. Entonces, en términos económicos, el sistema dual fue un plan B para la reforma luego del fracaso del big bang. En términos políticos, 1988 preparó el terreno para los levantamientos de 1989 y para la represión brutal ocurrida en la plaza de Tiananmén.
Tu interpretación parece alejarse de las lecturas tradicionales del modelo económico chino, definido muchas veces como una combinación de Estado comunista de partido único y neoliberalismo salvaje, o, según David Harvey, como un «neoliberalismo de “rasgos chinos”». ¿En qué sentido estas lecturas son engañosas?
En general, la tesis de que “China es neoliberal” incurre en dos falacias. En primer lugar, implica la equivalencia entre mercantilización y neoliberalismo. No me convence. En el contexto de la historia europea y estadounidense, no sería adecuado referirnos a los años 1960 o 1970 como neoliberales, aun cuando los mercados jugaban un rol fundamental en las economías de esa época. En segundo lugar, estos estudios tienden, o bien a asumir que el sistema chino dispone de una naturaleza monolítica, lo que no es realista, o bien a centrarse en ejemplos específicos, como la educación privada, de los que pretenden extraer conclusiones sobre todo el sistema.
En el curso de las reformas de los años 1980, el neoliberalismo se convirtió en una fuerza importante en el discurso político chino. Antes, se habían rechazado las premisas de la eficiencia y de la racionalidad económica en función de la retórica del maoísmo tardío. Como sea, incluso durante los años 1990, cuando el discurso neoliberal y la agenda que apuntaba a la privatización ganaron bastante impulso, el Estado chino no cedió el control de los sectores económicos más importantes. No lo hizo en las finanzas, la industria pesada, la infraestructura y la propiedad de la tierra, ni en la creación de “campeones nacionales”, es decir, los casi noventa conglomerados industriales que funcionan bajo control de la Comisión estatal para la supervisión y administración de los activos del Estado.
Actualmente, asistimos al resurgimiento del tema de la inversión pública en la política estadounidense, especialmente en el caso de la infraestructura. Muchos consideran que se trata de un anuncio del fin del neoliberalismo. Con todo, cuando se trata de inversión pública, ni siquiera los planes más ambiciosos bastarían para colocar a Estados Unidos al nivel de China. Si aplicamos los mismos estándares a China y a Estados Unidos, entonces debería llamarnos la atención que se clasifique a China como una economía neoliberal.
En ese caso, ¿cómo diferenciar el neoliberalismo de lo que innegablemente es un giro hacia el mercado? ¿Qué significa “mercantilización más allá del neoliberalismo”?
El neoliberalismo se basa en el libre movimiento de los precios posibilitado por la propiedad privada. Pero esto no nos dice nada sobre el tamaño del Estado, cuya función es supuestamente establecer y controlar las reglas del mercado, no participar activamente en el mercado con su propia agenda, ni controlar los precios para perseguir objetivos sociales, políticos o económicos. Ahora bien, el Estado chino hace esto último. Este tipo de gobernanza económica mediante la participación en el mercado también significa que el Estado es un agente importante de la mercantilización.
China está probablemente tan mercantilizada como Estados Unidos. Parece haber un mercado para todo, y estos mercados están en gran medida digitalizados —incluso los pagos— y operan a un ritmo acelerado. A fines de ilustrar lo que sucede, tomemos la imagen de un Jenga. La terapia de choque neoliberal sostiene que primero hay que tirar abajo la vieja torre y luego construir una nueva utilizando los mismos bloques de la anterior. En cambio, la “creación de mercados” china comienza removiendo selectivamente algunos bloques de la torre y luego los coloca en otro lugar de la misma estructura. La torre sigue creciendo, aunque su estructura se transforma esencialmente. Se llenan los espacios vacíos con actividades mercantiles que desatan una dinámica capaz de transformar la naturaleza de los bloques intactos.
El proceso conlleva todos los efectos adversos de la mercantilización, como por ejemplo, condiciones laborales espantosas en los sectores de bajos salarios. Las diferencias entre el campo y la ciudad también contribuyeron a generar importantes desigualdades. Las reformas agrarias llevaron a la creación de una fuerza de trabajo flotante de más de 200 millones de personas. Las relaciones de género también retrocedieron en términos de igualdad. No hay que idealizar el modelo chino. Evidentemente, no es un ejemplo glorioso de socialismo. Pero, en vez de contentarnos con etiquetas vagas, deberíamos estudiarlo con atención. El camino que siguió la reforma creó un nuevo tipo de sistema económico que nos lleva a revisar muchas nociones preconcebidas.
Hace mucho que se anuncia el colapso del modelo chino. Sin caer en el terreno escabroso de las predicciones, ¿la historia económica de China demuestra que tenemos que ser más escépticos cuando hablamos de su incapacidad para sostener el crecimiento y la innovación a largo plazo?
Se viene prediciendo el colapso de la China comunista desde la revolución de 1949. Por supuesto, en el contexto del proclamado “fin de la historia” de los años 1990, la idea de que el PCCh no lograría sobrevivir cobró un nuevo impulso. Ciertas versiones de este argumento siguen las líneas de la teoría de la modernización: surgirá una nueva clase media que exigirá democracia y precipitará un cambio de régimen. Más a la izquierda, es célebre la definición de China como “epicentro emergente de la agitación obrera mundial”.
La participación del trabajo en los ingresos nacionales no dejó de mermar desde mediados de los años 1990, es decir, siguió la tendencia mundial. Esto provocó cierta resistencia de parte de la clase obrera, pero todo indica que el proceso perdió fuerza durante los últimos años, cuando los salarios empezaron a aumentar a un ritmo acelerado. En 2019, los casos de protestas obreras habían descendido casi a la mitad de los niveles registrados en 2016, y en 2020 volvieron a caer abruptamente. Esto no significa en absoluto que en China las relaciones de clase sean armoniosas. Pero, por el momento, no parece ser el centro mundial de la resistencia obrera.
Los medios suelen transmitir la idea de que, si el crecimiento de China se desacelera en uno o dos puntos porcentuales, el gobierno del PCCh se debilitará. El año pasado, cuando comenzó la pandemia, escuchamos de nuevo la idea de que el gobierno de China perdería autoridad a causa de la insatisfacción de sus ciudadanos. Pienso que estos argumentos tienden a ignorar el hecho de que China lleva más de cuarenta años de reformas y logró calibrar una forma de gobierno muy precisa. El eje del proceso estuvo puesto en el desarrollo económico y en la estabilidad política. El colapso de la Unión Soviética fue probablemente el cambio de régimen más drástico de la historia moderna, y los dirigentes chinos lo estudiaron con mucha atención. Evitar un cambio de régimen de este tipo en China es uno de los principios fundamentales del gobierno del PCCh y sus dirigentes demostraron que están dispuestos a recurrir a todos los medios, incluyendo la violencia estatal más brutal, con el fin de lograr sus objetivos.