Por Cecilia Graciela Rodríguez Balmaceda/Latinoamérica21
La noche del 30 de noviembre, Honduras encendió de nuevo todas sus alarmas. Lo que debía ser una jornada electoral con resultados rápidos y una transición ordenada terminó convirtiéndose en un proceso lleno de interrupciones, acusaciones cruzadas y una sensación generalizada de que el país había retrocedido varios años en materia democrática. Más de una semana después, el país sigue sin un resultado definitivo y con los candidatos Nasry Asfura, del Partido Nacional y Salvador Nasralla, candidato en esta oportunidad por el Partido Liberal, alternándose el liderazgo por márgenes mínimos.
Lo que podría interpretarse como una disputa técnica terminó derivando en un episodio más amplio de inestabilidad política. No porque exista evidencia clara de manipulación electoral, sino porque Honduras llega a esta elección con un entramado institucional frágil, erosionado y sin anclas de confianza suficientes. En este contexto, cualquier irregularidad —real, potencial o simplemente imaginada— activa los reflejos de crisis que el país ha acumulado en la última década.

Un resultado estrecho en un sistema sin segunda vuelta
El primer corte presentado por el Consejo Nacional Electoral (CNE), con solo el 57% de las actas procesadas, ya anticipaba una noche difícil. Las interrupciones posteriores en la transmisión, los cambios de tendencia en el conteo y la ausencia de explicaciones convincentes reactivaron la sensación de déjà vu: para muchos hondureños, la historia de 2017 parecía estar repitiéndose. En un sistema de mayoría simple, donde una ventaja de medio punto porcentual es suficiente para declarar ganador, la legitimidad siempre está en disputa. Y cuando no existe segunda vuelta, los márgenes estrechos se convierten en combustible para la desconfianza.
El CNE y el problema estructural de la confianza
Las fallas en la transmisión fueron la cara visible de la crisis, pero no su origen. El CNE llegó a las elecciones debilitado tras unas primarias llenas de retrasos, materiales incompletos y centros que nunca pudieron abrir. Lejos de corregir esas deficiencias, el organismo entró a la elección general con tensiones internas agudizadas: cada uno de los tres consejeros responde directamente a un partido, lo que ralentiza decisiones técnicas y alimenta la percepción de parcialidad.
El nuevo sistema de transmisión, contratado tarde y sin garantías suficientes, terminó profundizando esa sensación de improvisación. En un contexto de desconfianza total, cualquier problema —incluso los meramente técnicos— fue interpretado como una operación deliberada. Y los partidos se movieron rápidamente para explotar esa narrativa.
Libre denunció irregularidades incluso antes de la jornada electoral y adelantó que no reconocería una derrota. El Partido Nacional habló de un pacto entre Libre y el Partido Liberal para desplazarlo. El Partido Liberal insinuó acuerdos ocultos entre el Partido Nacional y Manuel Zelaya. En Honduras, perder equivale casi automáticamente a denunciar fraude. Esa reacción no es solo producto del momento: es síntoma de un deterioro institucional acumulado y de un sistema donde ninguna fuerza se siente protegida por las reglas del juego.

Un deterioro democrático que no empezó en las urnas
La crisis electoral no puede entenderse sin revisar el periodo 2022–2025. El gobierno de Xiomara Castro enfrentó tensiones desde el inicio, comenzando por el conflicto por la presidencia del Congreso. A ello se sumaron la amnistía para aliados políticos, las acusaciones de nepotismo, la larga vigencia del estado de excepción y la designación irregular de un fiscal general interino. Cada uno de estos episodios desgastó el capital político con el que había llegado Libre.
El clima se tensó aún más con los conflictos con medios de comunicación y con la aparición de investigaciones que vinculan a figuras cercanas al oficialismo con redes criminales. La promesa de “refundación” que marcó la campaña de 2021 terminó cediendo ante una percepción de continuidad. Para muchos hondureños, lo que se ofrecía como cambio terminó siendo más de lo mismo.
La injerencia de Estados Unidos: un invitado que nadie pidió
El proceso electoral tampoco quedó aislado del factor externo. Las declaraciones del presidente Donald Trump, quien expresó un respaldo explícito a Nasry Asfura y lanzó advertencias sobre “las consecuencias de elegir al candidato equivocado”, añadieron presión y polarización. El indulto a Juan Orlando Hernández —dos días antes de la votación— reforzó la idea de que Washington estaba tomando partido por el viejo orden político hondureño.
En un país con más de un millón de ciudadanos viviendo en Estados Unidos, estos gestos tienen efectos tangibles sobre las percepciones y sobre la ya frágil legitimidad del proceso.

El regreso del bipartidismo y un Congreso decisivo
Mientras el escrutinio presidencial avanza lentamente, el Congreso ya muestra una tendencia consolidada: el bipartidismo no solo sobrevivió, sino que regresó con fuerza. Nacionalistas y liberales suman más de 90 de los 128 escaños, desplazando a Libre a un tercer lugar.
Este Congreso será clave. Debe elegir su junta directiva, discutir reformas electorales urgentes, evaluar posibles juicios políticos y redefinir la relación con un Poder Ejecutivo que, gane quien gane, nacerá debilitado.

¿Y ahora qué? posibles escenarios
Honduras no enfrenta, al menos por ahora, un quiebre institucional inmediato. Pero sí atraviesa una crisis de legitimidad profunda, producto de la acumulación de tensiones políticas, fallas institucionales y una ciudadanía cansada.
El problema central no es solo lo estrecho del resultado. Es que el sistema electoral funciona sobre una estructura que ya no genera confianza. Hoy Honduras necesita más que un ganador oficial. Necesita recuperar reglas creíbles, instituciones imparciales y actores políticos capaces de llegar a acuerdos mínimos. De lo contrario, cada proceso electoral seguirá siendo una prueba de resistencia, y no un ejercicio democrático.
Cecilia Graciela Rodríguez Balmaceda es Investigadora del Instituto de Iberoamérica, Universidad de Salamanca. Profesora en el Área de Ciencia Política y de la Administración, Universidad de Burgos.












