En un reciente artículo de opinión en The New York Times, la retratista Riva Lehrer se lamentaba de que la pandemia le había arrebatado su materia prima de trabajo. El texto, cuyo elocuente título es “El virus me ha arrebatado tu rostro”, relata de forma amena cómo las mascarillas, cuyo uso defiende a ultranza, le hurtan la variedad de caras que transitan por las calles de Chicago.
Habituada como está a escrutar las expresiones faciales de las personas, dice sentir un “apetito insaciable de caras”, que desde el inicio de la pandemia aparecen veladas por mascarillas de distintos colores y estampados. El artículo contiene una frase de una ambigüedad difícilmente traducible al castellano: “I think of the human face as a theater that performs the actor inside” (“Pienso en el rostro humano como en un teatro en el que interpreta el actor que hay detrás”). En ella se entremezclan los dos sentidos de la palabra teatro, a la vez espacio en el que se escenifica una representación teatral y la propia acción de representar una obra.
En la mencionada frase la cara deviene representación teatral y escenario en la que esta se produce. La metonimia recae en esta ocasión sobre la palabra teatro, pero remite a otra anterior, la que en la Antigua Grecia nombraba significados de máscara y cara en la palabra “prosopon”, indistinción que se repetiría en el vocablo romano “persona”.
Culturas del honor y la vergüenza
Esta concepción teatral del rostro es, como recuerda Belén Altuna en su excelente libro Una historia moral del Rostro, propia de las culturas del honor y la vergüenza, en las que predominan las relaciones cara a cara; civilizaciones basadas la proximidad social.
Como resultado de la filosofía estoica y de la teología cristiana, el concepto de persona se fue invistiendo de las cualidades espirituales que le reconocemos hoy, propias de una cultura que concede valor a la interioridad de la conciencia. Esta transformación se describe en en un texto clásico de Marcel Mauss que lleva por título Sobre una categoría del espíritu humano: la noción de persona y la noción del “yo” en Sociología y Antropología.
Marcel Mauss señala que entre los zuñíes y los kwuakiutl, así como los aborígenes australianos, la máscara representa bien el papel que el individuo desempeña en los dramas sagrados, bien la pertenencia a un determinado clan. Quien la porta aparece investido de las cualidades de los antepasados estáticamente plasmados en ella, o las propiedades mágicas atribuidas a los animales totémicos que representan a los clanes.
En cualquier caso, es un procedimiento, el de ponerse máscara, por el que las colectividades marcan con sus elementos distintivos a los individuos que los integran. El sujeto caracterizado con los atributos de su clan incorpora las cualidades de sus ancestros míticos y familiares, de modo que la máscara lo identifica como perteneciente a él, frente al grupo social más amplio.
Del personaje a la persona
Por obra de la máscara, el participante en un drama ritual o una representación teatral de la cultura antigua devenía personaje, una cristalización de las expectativas colectivas sobre el portador. La eficacia de la máscara radica tanto en adscribir a su portador a una determinada función social como en ocultar el rostro. Con razón Elías Canetti señala que con la máscara se instaura una peligrosa separación entre lo que aparece y lo que se oculta, que al propio tiempo fascina e impone una distancia: “yo soy lo que ves –dice la máscara– y todo lo que temes detrás”.
La persona, recuerda Marcel Mauss, no se convirtió en un “sujeto” de derecho hasta la Antigua Roma, de modo que incorpora a esta categoría a toda clase de hombres, si bien establece una serie de distinciones jerárquicas entre los mismos.
Si el personaje es una creación hacia el exterior, destinada a generar distancia entre quien lleva la máscara y el espectador, la persona reviste de valor la interioridad de la conciencia, más allá o por encima de los distintos roles asignados en un determinado orden social. La persona, en cambio, es una construcción hacia dentro, pues como señala Belén Altuna citando a David LeBreton, “los ojos del otro tocan el rostro de manera metonímica y alcanzan al sujeto en su totalidad.”
Del rostro a la mascarilla
Afirma Riva Lehrer en su artículo que se sirve de su voz y su rostro para atenuar las reacciones de las personas ante sus botas ortopédicas, su pronunciada lordosis y otros signos de la espina bífida. Desprovista de su escudo ante los prejuicios y la ignorancia, la mascarilla convierte su cuerpo en mero estigma, analizable solo desde el prisma de la patología.
Las mascarillas impiden que los otros nos interpelen con la mirada y son el recordatorio cotidiano de que algo malo y poco habitual sucede en nuestra sociedad, de un peligro cuyo nombre conocemos, pero que se cierne de manera imprecisa sobre nuestra salud y nuestras vidas. Su superficie aséptica protege nuestra salud y la de los que nos rodean. La mascarilla es una barrera física que previene el contagio de la enfermedad por la presencia física.
A diferencia de las máscaras rituales que evocan la pertenencia de quien las lleva del mundo de los antepasados, la mascarilla supone, como señalaba Andrés Ortiz Osés en un artículo reciente, hacernos cargo de nuestra frágil condición mortal, y la condición finita e interdependiente de nuestras vidas. Si el mundo de los muertos comparecía en las danzas guerreras y rituales de los hopis y de los zuñíes, nuestras máscaras profilácticas son un intento de ahuyentar a la muerte y de encubrir nuestra fragilidad.
Máscaras y ritos: las mediaciones y nosotros
Las máscaras, según decía Cannetti, sirven para establecer una distancia entre el portador de la misma y el espectador. No es ciertamente el único elemento de la indumentaria que se ha utilizado con este fin; los galones, el cetro, la tiara y la corona son otros tantos distintivos que servían para indicar la distancia entre dos personas de distinto rango social.
Con todo, conviene preguntarse por la naturaleza específica de la separación impuesta por la máscara. La máscara fuerza a reparar en lo que lleva inscrito en su superficie y por ello impide, como señala Riva Lehrer, acceder a la humanidad desnuda del rostro. Representación de un antepasado o de un animal totémico, la máscara permite dar cauce en ceremonias y rituales a las inquietudes de las colectividades humanas, como marcar el paso del tiempo o encontrar mecanismos para hacer socialmente tolerable la muerte y el dolor. Por ello, vestir una máscara es un acontecimiento esencialmente social que convoca al público y a los espectadores.
La epidemia de la COVID-19 nos enfrenta a la situación inédita de vestir máscaras para excusarnos de nuestra presencia en el espacio social y asegurar a los demás de que no somos un peligro para su integridad física. Embozados ante un peligro cierto pero intangible, comparecemos ante los demás desprovistos de lo que nos hace más reconocibles, nuestro rostro y nuestra voz.
El sacrificio de la ciudadanía crea así límites y distancia en una vida social demasiado acostumbrada a su ausencia. Cuando nuestra vulnerabilidad colectiva entra en escena, la distancia social no puede ser si no una solución provisional; además de vacunas que hagan innecesarias las mascarillas, urge el establecimiento de mediaciones culturales e institucionales que sepan descender y dar cuenta de nuestra común pertenencia al reino de los seres vivos con quienes compartimos una estancia provisional y precaria en este planeta.
Como señala Judith Butler en su último libro: nuestro cuerpo es entregado a los demás antes de que podamos hacer uso del mismo. Por tanto, nuestra fragilidad e interdependencia se revela, hoy más que nunca, como una cuestión de Estado.
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Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.