En caso de que no lo hayan notado —¿y cómo podrían no hacerlo?—, ha habido más de 500 (¡sí, más de 500!) incendios forestales a lo largo y ancho de las vastas extensiones de Canadá, un número inaudito, y más de la mitad de ellos se han ido completamente fuera de control (humano), en una temporada de incendios sin precedentes.
Esto ha estado ocurriendo durante semanas que han parecido interminables y sin que se vislumbre su final. (Y, por cierto, en otra parte del hemisferio norte, Siberia está teniendo su propia temporada con posible récord de incendios). Sin embargo, si no notaron nada de esto, tengo una posible explicación. Quizás las vastas nubes de humo de esos incendios —que recientemente dieron a los cielos de Chicago, Detroit, Nueva York y Washington, D.C. la peor calidad de aire del planeta— afectaron su visión.
De todos modos, si tuvieran que mirar hacia atrás, digamos, hace una o dos décadas, no tengo ninguna duda de que les sorprendería la poca cantidad de comentaristas que imaginaron, aunque fuera vagamente, el planeta en el que vivimos en este preciso momento, y no, como se predijo, en 2033, 2043 o 2053, si es que alguna vez ocurriría.
Pocos imaginaron que los océanos se calentarían tan rápido; que Texas y partes del sur de Estados Unidos estarían experimentando este verano temperaturas propias de los sueños febriles que, en el peor de los casos, alguna vez pudieron haber estado asociadas con el norte de la India; que Europa registraría en los últimos años un calor y una sequía nunca vistos en medio milenio; que China batiría récords de calor, incendios e inundaciones; mientras que el hielo marino de la Antártida alcanzaría mínimos históricos.
La temporada pasada, cuando los incendios arrasaron ferozmente el norte de Canadá, ¿quién hubiera predicho que este año se quemarían muchos más acres en todo el país bastante antes de que la temporada de incendios estuviera a punto de terminar, enviando aún más carbono a la atmósfera para hacer que las temporadas futuras sean todavía peores? Ah, y recientemente, el planeta vivió su día más caluroso en toda la historia humana (o al menos de los últimos 125 000 años). Pero cuenten con una cosa: no será el día más caluroso de la historia por mucho tiempo. (¡Oh, esperen! El día siguiente, el 4 de julio, al más puro estilo patriótico, resultó ser aún más caluroso, y al día siguiente empató el récord con, por cierto, ¡57 millones de estadounidenses bajo alerta de calor extremo!) En las próximas semanas, es posible incluso que superemos el límite de temperatura de 1,5 °C establecido hace apenas ocho años como parte del acuerdo climático de París. Y lo más triste de todo es que podría seguir y seguir… y sí, seguir.
Oigan, no los culpo si están sorprendidos. Honestamente, ¿quién lo sabía? Yo no y sospecho que era un caso típico. A principios de este siglo, ciertamente comprendí algo de la posible sombría realidad futura del cambio climático, pero personalmente no esperaba vivirlo de una manera intensa. Aunque ya lo imaginaba como una pesadilla potencial para la vida futura en este planeta —incluso posiblemente la pesadilla de todos los tiempos—, el énfasis estaba en ese “futuro“. Imaginé a mis hijos (o posiblemente, aunque aún no existieran, a mis nietos) teniendo que enfrentarse a ese horror potencial, pero no yo, no de manera importante en mi propia vida, y en esa incapacidad para comprender realmente lo que se avecinaba estaba acompañado por muchos científicos del clima.
Y, sin embargo, ahora me encuentro, como ustedes, como todos nosotros, experimentando la idea de que el futuro calentamiento global se está transformando ante mis propios ojos en una emergencia climática de primer orden.
Atacando el planeta Tierra con armas nucleares
Aun así, a pesar de todas las sorpresas climáticas que nos deparaba el porvenir a mí y a mi generación, había ciertas cosas que ya sabíamos. Por ejemplo, para cambiar de tema un momento —y creo que pronto verán por qué—, ¿quién no sabe hoy que, en plena Segunda Guerra Mundial, unos científicos al servicio del gobierno estadounidense inventaron (y sí, esa palabra sirve tanto para lo que ellos hicieron como para Edison y el teléfono) el armamento atómico, es decir, una forma de destruir no solo dos ciudades japonesas para poner fin a la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, sino, como resultó ser, a la propia humanidad, ¡con todo incluido!
Si no me creen, simplemente comprueben lo que podría significar una guerra atómica relativamente moderada en este planeta, en términos de lo que ha venido a ser conocido como “el invierno nuclear“. Tras un conflicto así, se espera que miles de millones de nosotros muramos literalmente de hambre (y al igual que con el cambio climático, cuenten con lo siguiente: es probable que la realidad sea peor que las predicciones).
Hay que admitir que, desde el principio, la idea de semejante armamento inquietó al menos a algunos de los científicos que lo crearon, por no hablar del presidente de Estados Unidos. Como escribió el presidente Harry Truman en su diario: “Hemos descubierto la bomba más terrible en la historia del mundo. Podría ser la destrucción por fuego profetizada en la Era del Valle del Éufrates, después de Noé y su Arca fabulosa.“
Uno de los principales científicos atómicos, J. Robert Oppenheimer, recordaría más tarde la experiencia de este modo:
“Sabíamos que el mundo no sería el mismo. Unos pocos rieron, otros lloraron. La mayoría guardó silencio. Recordé la línea de la escritura sagrada hindú, el Bhagavad Gita; Vishnu está tratando de persuadir al Príncipe de que tiene que cumplir con su deber y, para impresionarlo, adopta su forma de múltiples brazos y dice: ‘Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos’. Supongo que todos pensamos eso, de una forma u otra“.
Sin embargo, cuando dos bombas atómicas destruyeron Hiroshima y Nagasaki, ¿quién podría haber imaginado las consecuencias de todo tipo que tales armas, si se usaran en alguna guerra futura, podrían causarle a la humanidad (y también a gran parte del resto de la vida en este planeta)? Y una vez que terminó la Guerra Fría con el colapso de la Unión Soviética en 1991, ¿quién podría haber imaginado que, en 2023, un líder ruso llamado Vladimir Putin, gobernaría un país con más armas nucleares que cualquier otro en el planeta y estaría una vez más amenazando con usar las ahora llamadas “armas nucleares tácticas“ (aunque muchas de ellas son mucho más poderosas que las dos que destruyeron Hiroshima y Nagasaki) en —¡sí!— Europa (bueno, oficialmente, Ucrania) para salvarse de la guerra infernal que él lanzó?
O, para el caso, ¿quién podría haber adivinado en 1991 que, más de tres décadas después, Estados Unidos y China estarían enzarzados en lo que se ha dado en llamar una “nueva guerra fría“, con la isla de Taiwán como su cuestión central, y los estadounidenses adquirirían una mentalidad cada vez más al estilo de la guerra fría?
En ese contexto, ¿quién hubiera imaginado que, en 2023, China se apresuraría a fortalecer masivamente su arsenal nuclear, mientras que, en las próximas décadas (si llegaran, claro), Estados Unidos tendría planeado invertir otros 2 billones (trillones en inglés) de dólares en la llamada modernización (un concepto que no se corresponde muy bien con la potencial destrucción del planeta Tierra) de su propio vasto arsenal? ¿O quién podría haber anticipado que, para 2023, nueve países tendrían armas nucleares, incluidos India y Pakistán (¡traguen!), Israel y (¡ay!) Corea del Norte?
Es cierto que, desde el 9 de agosto de 1945, aunque se han “probado“ muchas armas nucleares, más recientemente por los norcoreanos, ninguna ha sido utilizada en una guerra. Aun así, no piensen a la ligera que se trata de algo que está más allá de los límites de lo posible, comenzando en Ucrania.
Otro tipo de efectos indeseados
Pero aquí viene lo complicado. Aunque algunos de los científicos atómicos que ayudaron a crear las primeras armas nucleares comprendieron rápidamente que tendrían el potencial de destruir a la humanidad, ninguno de ellos imaginó que la humanidad ya había inventado un modo para hacerlo de manera muy “pacífica“, quemando combustibles fósiles. Ninguno de ellos sabía que poner dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero en la atmósfera podría, al final, freír el planeta en una especie de cámara lenta, en vez de en un instante atómico. En otras palabras, la humanidad había creado, aun sin saberlo, como parte de la revolución industrial, otro tipo de “armamento“ que igualmente podría, no en un breve conjunto de momentos de guerra, sino durante décadas interminables, destruir este planeta. Esa “bomba“ no podría haber sido, en cierto sentido, más pacífica.
Piénsenlo de esta manera: la humanidad había creado —una vez a sabiendas y otra sin darse cuenta— sistemas con el tipo de efectos indeseados devastadores que podrían, al final, acabar con todos nosotros, y eso representa una especie de logro único. Por supuesto, si más de nosotros hubiéramos estado prestando atención, nos habríamos dado cuenta de esto mucho antes en lo que respecta al cambio climático.
Después de todo, en 1965, un comité asesor científico proporcionó al presidente Lyndon Johnson un informe sobre el fenómeno que predecía con notable precisión lo que la carbonización de la atmósfera podría causarle a este planeta a principios del próximo siglo. Así que no se trató de que no se nos advirtiera (o no se nos debiera haber advertido). El propio Johnson, por supuesto, estaba tan enfrascado en una guerra desastrosa en Vietnam que él (y sus asesores) parecen no haber prestado atención alguna.
El otro grupo que sabía demasiado sobre el calentamiento de este planeta desde el inicio eran los que, en el siglo anterior, había dirigido las gigantescas compañías de combustibles fósiles. Desde la década de 1970 en adelante, los científicos de Exxon, por ejemplo, mantuvieron a los ejecutivos de esa compañía bien actualizados sobre las negativas consecuencias futuras de la quema de los combustibles fósiles con los que estaban haciendo sus fortunas, y esos directores ejecutivos a menudo respondieron —¡sorpresa! ¡sorpresa!— de manera extraordinariamente decisiva ignorando las noticias, negándolas o incluso apoyando a organizaciones profundamente implicadas en el negacionismo climático.
Zonas cero
Reconózcannos —es decir, a la humanidad— el crédito. Ninguna otra especie podría haber descubierto dos maneras diferentes de destruirse a sí misma, por no hablar de la mayoría de las otras criaturas del planeta Tierra. Y en 2023, viviendo en un país cada vez más extremo, en un planeta cada vez más extremo, en un momento en el que ambas formas de devastación final vuelven a estar claramente en juego, no debemos subestimar quiénes somos. De hecho, la cuestión de si existe una tercera manera está ahora sobre el tapete.
En otras palabras, hagan lo que hagan, ¡no nos subestimen! Al final (y uso esa frase deliberadamente), puede que seamos aún más extraordinarios de lo que imaginábamos y que las consecuencias del cerebro humano sean casi inconcebibles. En otras palabras, no piensen ni por un segundo que la humanidad se limita a dos versiones del fin de los tiempos. Al igual que en 1945 con los científicos atómicos, hoy algunas de las figuras científicas que crearon la inteligencia artificial (IA) están comenzando a advertirnos que en última instancia (en todos los sentidos del término), podría acabar con nosotros.
Entre ellos se encuentra el hombre conocido como “el padrino de la IA“, Geoffrey Hinton, quien renunció a su trabajo en Google para expresar sus temores acerca de hacia dónde nos pudiéramos estar dirigiendo, artificialmente hablando. “Sobre la idea de que esta cosa en realidad podría volverse más inteligente que las personas“, dijo, “algunas personas lo creían, pero la mayoría pensó que estaba muy lejos. Y yo pensé que estaba muy lejos. Pensé que faltaban entre 30 y 50 años o incluso más. Obviamente, ya no pienso eso“. Ahora, no solo teme a los robots asesinos más allá del control humano, sino también “al riesgo de que una IA superinteligente tome el control de las personas… Es una amenaza para los chinos, los estadounidenses y los europeos, al igual que lo fue una guerra nuclear global“.
Y tengan presente que apenas estamos en los primeros momentos del desarrollo de la IA. Quién sabe, como nos advirtió recientemente Michael Klare, qué podrían hacernos las futuras fuerzas armadas globales dirigidas por “generales robot“ con acceso potencial a nuestros arsenales nucleares.
Los “efectos indeseados“ de la IA aún son difíciles de evaluar, incluso cuando las fuerzas armadas de todo el mundo redoblan sus esfuerzos para adaptarla a todo tipo de usos. Y no olvidemos, para no subestimar una vez más el extraordinario poder de invención de la humanidad, que, aunque la IA podría ser la tercera forma que hemos creado para acabar con nosotros mismos, podría no ser la última, teniendo en cuenta quiénes somos.
Se use otra arma nuclear alguna vez o no (¡no lo hagas, Vlad!), en el calor de este verano que bate récords, este planeta y todo lo que hay en él ya están sufriendo más y más rápido de lo que cualquiera esperaba por una versión de los efectos indeseados de la humanidad.
Cuando las bombas atómicas destruyeron Hiroshima y Nagasaki, se usó una frase que fue reutilizada después del 11 de septiembre de 2001 para referirse al lugar de Nueva York donde los secuestradores de al-Qaeda derribaron el World Trade Center: “Zona Cero“. Cada vez más, con la quema interminable de combustibles fósiles, la Zona Cero ya no es un punto específico en una sola ciudad, sino el planeta mismo y, ya sea que hayamos encontrado una tercera manera de destruirnos a nosotros mismos (y a tantas otras cosas) o no, hay algo asombrosamente siniestro en nuestra necesidad de destruir tanto con nuestras multiplicadas versiones de los efectos indeseados.
Traducción: Roberto M. Yepe
* Este artículo fue publicado originalmente en TomDispatch.com. Su traducción al español ha sido autorizada de manera expresa por el autor, así como su publicación en OnCuba.