Karla fluye. Como su escritura. Empezó a rayar la página desde niña, pero más todavía durante sus días universitarios, cuando estudiaba Ingeniería Electrónica en la CUJAE, y desde entonces no ha dejado de persistir en el oficio más solitario del mundo. Su literatura es de esas que agarra desde el primer párrafo y no se puede soltar hasta que uno termine, bien en el cuento o la novela.
Esta habanera de ojos claros y cabello alborotado es una de las escritoras cubanas más premiadas de la hora. Tal vez muchos no sepan que empezó publicando poesía en la revista Alma Mater, y que a mediados de los años 90 cambió el rumbo y publicó su primer cuento en La Gaceta de Cuba, que anda siempre detrás del talento de los narradores noveles, una de sus indudables contribuciones a la cultura nacional. Entre el Premio Lengua de Trapo, en España, por su novela Silencios (1999), y el de la XVIII edición del Concurso Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, que acaba de obtener con “Un pañuelo”, media una trayectoria que incluye, entre otros, el Premio Carbet del Caribe y el Gran Premio del Libro Insular (Francia, ambos en 2012) por su novela Habana año cero, posiblemente la que más la ha proyectado en los circuitos literarios globales. Karla ha sido traducida al francés, inglés, italiano y japonés con éxito de crítica y público.
En la isla es una de las narradoras que integran el catálogo de Letras Cubanas y de Ediciones UNION, casa editorial que desde los años 90 ha venido contribuyendo de manera sostenida al boom de la literatura escrita por mujeres en la isla. Su editora, la también escritora Marilyn Bobes, ha dicho de Karla: “Ella es lo que se dice una novelista y una cuentista natural. Sus argumentos y su prosa tienen atractivo, poder de comunicación y dice muchas cosas con pocas palabras”. Ese es, en efecto, su rasgo distintivo. Como el de esas historias que desde el principio se hacían alrededor del fuego.
OnCuba la entrevistó regresando de La Habana a Lisboa, donde actualmente vive, después de obtener en La Habana el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar por su cuento “Un pañuelo”.
¿Novela o cuento? ¿Dónde te sientes más cómoda? ¿Cuáles, a tu juicio, serían las diferencias básicas entre narrar y novelar?
La verdad es que a estas alturas de mi carrera me siento cómoda en ambos géneros. Yo empecé, de jovencita, escribiendo cuentos. Era lo único que sabía hacer y por eso me parecía más fácil. Pero luego descubrí que escribir un buen cuento puede ser muy complejo, porque escribir un cuento no consiste, simplemente, en hacer una historia corta. El cuento tiene su dinámica interna, debe ser redondo y, al menos en los que me gustan a mí, cada palabra debe estar en función de la historia que se está contando. Lo que no aporta, sobra. Un día, casi por casualidad, llegué a la novela y entonces continué con ambos. Son géneros distintos. Hay historias que piden un cuento y otras que, por su complejidad, necesitan ser desarrolladas en una novela. Y eso uno lo sabe más o menos al principio. Los cuentos “se paren solos”, las novelas se van gestando lentamente. En mi caso, casi siempre ando escribiendo una novela (suelo demorar años en cada una) y, entre medias, me “nacen” cuentos, porque los cuentos son así, ellos sorprenden, llegan y se imponen.
¿Qué representa Habana año cero (2012) en tu carrera literaria?
Habana año cero es una novela que me ha dado muchas alegrías, aunque empezó con algunas tristezas. Cuando terminé de escribirla yo no tenía editor en España. Tenía mis editores de siempre en Francia y en Portugal, así que la novela salió en estos países. La edición francesa ganó dos premios, el Gran Premio del libro Insular y, luego, el Carbet del Caribe, que es un reconocimiento muy importante a autores de la región caribeña. Todo esto para mí fue muy gratificante y me aportó muchos nuevos lectores, pero la novela seguía sin existir en español, que es la lengua en la que yo escribo.
Unos años después se publicó en Cuba y entonces tuve, por fin, una edición en español que aunque solo se encontraba en la isla, me aportó lectores nacionales que antes no tenía. El tiempo pasó, yo seguí trabajando en mi siguiente novela, El hijo del héroe, que tiene como tema central la participación de los cubanos en la guerra de Angola. Para esa nueva novela sí conseguí editor en España. Y a partir de ahí, la misma editorial española recuperó Habana año cero, que luego salió en Japón con muy buenas críticas y que próximamente saldrá en inglés. Cada novela encierra dos historias, la que cuenta y la que luego le toca vivir.
De tu primer cuento publicado, “Aniversario” (1994) a tu última novela, El hijo del héroe (2017) van casi veinte años. ¿Cuáles serían tus principales aprendizajes en ese recorrido, desde el punto de vista escritural?
Desde el punto de vista de mi escritura creo que he aprendido muchísimo. Yo leo ahora algunos cuentos que escribí cuando era jovencita y “veo” cosas que ya no haría, “veo” costuras. La escritura es un músculo. Mientras más escribes más aprendes pero, también, más exigente te vuelves porque una vez que has aprendido algo, ya quieres más. Al menos eso me sucede a mí.
Por ejemplo, mi primera novela tiene una estructura bastante simple, está narrada de manera cronológica: las cosas empiezan aquí y terminan aquí. En mi última novela, El hijo del héroe, juego muchísimo con el tiempo. En cada capítulo hay tres tiempos distintos que se van enlazando porque así es como funciona la memoria y ese proceso traté de reproducirlo. Seguramente no podría haberlo hecho hace veinte años porque me faltaban armas. Ahora fue un trabajo complejo, pero yo sabía lo que quería y sabía cómo no iba a funcionar, por tanto, sabía por dónde debía trabajar. La complejidad está en hacer una narración que se lea de manera simple, aunque tenga costuras complicadas. Y esta es otra de las cosas que me fascina de la escritura. Cada libro es una nueva aventura. Para mí lo que ya hice quedó atrás, en el siguiente quiero otra cosa, otro juego, algo que me quite el sueño, que me mantenga en este estado de maravillosa ansia mientras estoy escribiendo. Yo entro a un libro como se entra a una selva, solo con algunas cosas claras y con muchísima curiosidad por saber qué voy a encontrar del otro lado. La experiencia sirve para “no meter el pie en un hueco” o salir lo mejor posible de este.
Te has declarado amante y cultivadora de la música, de hecho, durante tu vida ha desempeñado un papel importante, como alguna vez lo has confesado. Hay escritores como Carpentier en los que la articulación entre música y literatura constituye una constante. ¿Es ese tu caso? Y si lo es, ¿cómo la asumes?
Para mí la música ha sido fundamental. Yo estudié en el Conservatorio Caturla guitarra clásica y, luego, cuando estudiaba ingeniería electrónica, hice mi tesis en el Laboratorio Nacional de Música Electroacústica con un software musical. También durante años canté sola, en grupos y como corista. La música es parte de mi vida y, por supuesto, es parte de mi literatura.
En casi todos mis textos está presente, por lo que los personajes escuchan en determinado momento o por algo que está sonando en algunas escenas. Mis textos siempre “suenan”. De hecho, tengo la costumbre de hacer la “banda sonora” de mis novelas una vez que las termino, porque cada personaje está siempre asociado a una canción o a un músico. La música también me ayuda en el momento de escribir. A veces, por ejemplo, puedo escuchar diez o quince veces una canción que está sonando en determinada escena. Escucho y escucho, mientras tanto “veo” lo que sucede.
Una vez que ya lo tengo visto, apago la música y escribo la escena. Por último –y esto podría ser parte de una “deformación profesional”–, yo uso estructuras musicales para mantener el ritmo de la prosa. Una pieza musical está dividida en compases y en cada compás entra la misma cantidad de notas. En una misma pieza pueden alternarse compases, desde luego. En los manuscritos de mis novelas suelo tener la misma cantidad de páginas por capítulos porque eso me permite mantener el ritmo de lectura. En alguna novela he alternado tiempos y entonces toda una parte mantiene un ritmo y la otra, otro ritmo. Estos son, como decía, deformaciones profesionales, pero es que necesito que mi prosa suene, que cuando yo lea en voz alta exista una cadencia, una melodía, un tiempo fuerte y un tiempo débil, en fin, que la prosa “suene”.
¿Te consideras una escritora feminista o una mujer que escribe?
Yo soy una mujer que escribe. Nunca me han gustado las clasificaciones. Desde muy joven he escrito sobre temas que tocan mi sensibilidad y entre ellos ha estado siempre presente la mujer. Las desigualdades, la violencia contra la mujer, el machismo que hemos y que seguimos teniendo que afrontar, el machismo que nos imponen y el que asumimos, el cómo nos miran y cómo nos miramos nosotras mismas. En mis novelas las mujeres cargan un peso importante, incluso cuando no son las protagonistas, lo son desde otro ángulo. Ellas muestran, exigen y se hacen preguntas. Todo este universo me interesa y está presente en gran parte de mi obra. Pero como te digo, no me gustan las clasificaciones.
¿Cómo valoras la narrativa escrita por mujeres que se ha venido desarrollando en Cuba desde los años 90 hasta hoy?
En los años 90 ocurrió un fenómeno interesante que ha sido bastante estudiado. De repente empezaron a aparecer muchas jovencitas que escribían. En Cuba ya existían escritoras, desde luego, y muy buenas, pero en los 90 hubo como una explosión. Yo, más que experta en el tema, soy parte del estudio porque pertenezco a esa llamada generación de los 90, por eso prefiero dejar los análisis a los estudiosos y limitarme al hecho: en los 90 la narrativa escrita por mujeres entró con mucha fuerza en el panorama literario nacional.
Tanto es así que en esos años empezaron a publicarse, tanto en Cuba como en el extranjero, antologías de cuentos que incluían solamente a autoras de diferentes generaciones, desde las ya conocidas hasta las que estaban apareciendo. El primero de estos libros fue la compilación Estatuas de sal, hecha por las escritoras Mirta Yáñez y Marilyn Bobes, que se ha convertido en una referencia sobre tema.
Hoy, aquellas que eran –o éramos- jóvenes en los 90 ya tienen una obra sólida, pienso en Ena Lucía Portela, Ana Lidia Vega Serova, Mylene Fernández Pintado o Wendy Guerra, por ejemplo, por citar solo a algunas. Pero eso que empezó como un fenómeno en aquellos años no se ha detenido. Hay muchas autoras en la actualidad que por su juventud aún tienen pocas publicaciones, pero ahí están, escribiendo textos muy interesantes.