Aprendiendo a ser papá

La primera vez que vi sonreír a mi hijo, me eché a llorar. Tenía 51 días de nacido y me miraba, con sus ojazos curiosos, desde la cuna del hospital donde lo acababan de operar de urgencia, como diciéndome “tranquilo papá, que yo soy tu caballito…”

Mi bebo sufría hernia inguinal, un padecimiento común que se repara con una operación sencilla. Pero nada es sencillo cuando apenas has salido al mundo y ya vas para un quirófano con anestesia general. Aquella noche aprendí lo que era el miedo, pero también lo que es amor de padre. Que no es cualquiera, como dicen por ahí…

La paternidad me ha cambiado un mundo, aunque en esencia sea el mismo, algo más ojeroso y mal afeitado. De entrada, me he vuelto monotemático. Antes discutía de pelota, periodismo o comida, pero ahora todo desemboca en el bebo. Y cuando me preguntan por él, respondo que está “acabando”, aunque esto recién comience…

Con la llegada del niño he descubierto que no hay nada más doloroso y agotador que su llanto, que dormir cinco horas seguidas es un lujo, que a fuerza de meter puño lavando pañales uno hasta se encariña con su caquita, que debo ser fuerte ante la enorme probabilidad de que me salga industrialista, y así… Cada día me regala otra razón para amarlo, aunque igual lo ame gratis…

La crianza del bebo me provoca la misma angustia que la página en blanco: no sé a ciencia cierta cómo entrarle. Tengo muchas ideas y pocas certezas, salvo que nadie nace sabiendo. Pero, a la vez, ser padre me hace amar más al mío. De él heredé, sobre todo, valores morales que legaré a mi hijo, aunque parezcan pasados de moda, como la honradez.

Y como dicen que la comunicación es la clave, ya comenzamos a echar nuestras buenas parrafadas. Le suelto cuanta sandez se me ocurra, con voz ñoña, como si así me fuera a entender. Él me mira. Se ríe con la boca y los ojos, balbucea un tierno “agú-agú” que me derrite y me pone martiano, porque pienso que cuanto hice hasta hoy, y haré, es y será por él…

Salir de la versión móvil