Carlos Manuel: Mi paisaje es un estado de ánimo

Carlos Manuel siempre ha vivido en medio del paisaje –casi en el monte– en La Palma, pueblito pinareño perdido en la geografía cubana, encajado entre Bahía Honda y el Valle de Viñales. Quizás esa experiencia lo hizo –desde pequeño– mirar el entorno con ojos escrutadores. Tan fuerte ha sido esa referencia que, aunque ha incursionado en otras maneras de hacer, el paisaje se le da como algo congénito, determinante.

“Como guajiro al fin”, le encanta La Habana, pero necesita saber que puede respirar a todo pulmón: a sus espaldas están los mogotes y, al frente, a pocos kilómetros, el mar –en el que se puede sumergir sin riesgo de que las aguas estén contaminadas.

Sueña que en algún momento se revitalice la Casa de Cultura, sitio donde dio sus primeros pasos como creador: “en La Palma hay mucho talento y un abultado grupo de muchachos y muchachas con inclinaciones hacia la pintura. Urge que esos jóvenes puedan aprender, canalizar sus inquietudes y expresarse”.

Como otros paisajistas, durante el proceso de trabajo se apoya en la fotografía “para captar el instante”, sin embargo, dice, no copia la realidad tal cual, sino que le va adicionando algunos elementos; varía los colores con el propósito de afianzar sentimientos y emociones: “puede haber un cielo muy limpio, azul, pero la obra exige el cielo gris –más movido y tempestuoso– por lo que, con toda intención, cambio la intensidad de los colores o adiciono un monte o una palma para trasmitir un sentimiento. Todo depende de lo que desee enfocar en un momento específico”.

En la paisajística de Carlos Manuel el hombre está incluido –y tiene protagonismo– porque, considera: “es otra forma de plasmar la espiritualidad”. Explica que cuando se pinta el campo, casi siempre se representa al hombre labrando la tierra o cuidando los animales, pero él ahora está inspirado en una serie con características especiales: “me estoy deteniendo en representar a aquellas personas que van de paso al campo. No es usual que el campesino reciba visitas en la sala de la casa, es costumbre que te dé la bienvenida en el bohío que tienen, por lo general, en el patio trasero, y que es donde está la cocina; allí todos se sientan en los taburetes a conversar, recostados a los horcones, a beber café o a comer, con el plato en la mano o en la mesa. Esa estampa me parece fascinante y es la que quiero atesorar”.

Dice sentirse muy cómodo pintando en gran formato porque le permite trabajar los detalles, algo que caracteriza su obra: “un ave revoloteando en la esquina de un cuadro puede desarrollarse posteriormente, como otra idea. El gran formato me da más posibilidades de expresión y, creo, le otorga a la obra una coherencia”.

Para Carlos Manuel no hay horarios de trabajo; le sucede con mucha frecuencia que se entrega tan profundamente al acto creativo que puede “hacerse de noche o madrugada y no me percato de que el tiempo haya transcurrido”.

En cuanto al uso del color revela que no tiene preferencias, aunque reconoce que hubo una época en que prevalecía el naranja, el amarillo y el rojo, que armonizaba o atenuaba con la gama de los azules. Ahora, dice, el paisaje lo ha obligado a crear un lenguaje propio y mutante; por ejemplo, “en verano los mogotes son de un verde tupido e intenso que no ofrece contrastes ni matices, por lo que hay que buscar variantes para que no sea una copia fiel sino un estado de ánimo. Ese es mi paisaje: un estado de ánimo”.

Lejos del ruido y el ajetreo de la urbe, Carlos Manuel sigue creando en su rincón pinareño –al que no se puede acceder por carretera, porque no la hay– y continúa poniendo sobre el lienzo trozos de su vida, esa que “no cambiaría por nada en el mundo”.

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