Chinos en Cuba entre mitos y realidades

Imagen común en el barrio chino de La Habana. /Foto Alain L Gutiérrez

Imagen común en el barrio chino de La Habana. /Foto Alain L Gutiérrez

Fotos: Alain L. Gutiérrez

Todo comenzó con la duodécima luna, a los 47 años del emperador Tu Kong, es decir, el 2 de enero de 1847, cuando más de 300 campesinos chinos, contratados como braceros, embarcaron en la fragata Oquendo, en el puerto de Amoy, en Cantón. Iban vestidos con sus pantalones y camisas bastas, muy anchas, y sus sombreros cónicos de bambú tejido, el atuendo ideal para un buen agricultor. Todos tenían en la mente sueños luminosos y, mientras la nave se alejaba de la patria, ya se veían regresar, luego de los ocho años a que los comprometía su contrato, cargados de gloria y de dinero, para mitigar la miseria familiar. El destino de aquellos “culíes” era una cálida posesión española del mar Caribe, una quimera donde las monedas corrían a los bolsillos de los que querían trabajar. Y ellos querían trabajar.

Ciento cuarenta y dos días después, el 3 de junio de aquel año, los 206 sobrevivientes de la ingente travesía entraban en el puerto de La Habana. Sus ojos, legañosos y marchitos por el salitre de dos océanos, observaron todavía con júbilo la boca estrecha de la bahía, sus magníficas defensas de piedra y los árboles verdísimos de aquella ciudad de sueños y sol eterno. Aquel día preciso había comenzado la larga crónica de la presencia china en Cuba, una historia en la que se confunden los mitos y las realidades.

En más de siglo y medio de convivencia, la migración china dejó huellas en la isla del Caribe. Su trabajo, dolor, sacrificio y sangre forman parte de la historia, de la complicada espiritualidad cubana.

Aquellos primeros chinos y otras decenas de miles que los siguieron durante el resto del siglo XIX, habían llegado a Cuba con la función de comenzar a sustituir a los esclavos en el duro trabajo en los cañaverales, de donde emanaba la mayor riqueza del país. La prohibición de la trata de africanos hacía necesaria la búsqueda de otra fuerza laboral, y la pobreza china propició una alternativa.

Como era de esperar, pocos de aquellos chinos pudieron cumplir el sueño de regresar con dinero a su lejano país. Luego de cumplidos los ocho años del contrato que los había traído a Cuba, la mayoría seguía siendo tan pobre como cuando llegaron, y su única opción fue permanecer en la Isla. Muchos de ellos se convirtieron en trabajadores agrícolas, pero otros prefirieron asentarse en las ciudades, especialmente en La Habana.

Fue justo en el año de 1858, en el cruce habanero de las calles Zanja y Rayo, cuando el chino Chung Leng, rebautizado como Luis Pérez, abrió una pequeña casa de comidas chinas. Su ejemplo pronto fue seguido por Lan Si Ye, nombrado Abraham Scull, quien inauguró, también en la calle de Zanja, un puesto de frituras, chicharrones y frutas. Poco después, en la calle Monte abrió sus puertas la bodega de Chin Pan —Pedro Pla Tan—, el tercer comerciante chino registrado en la historia de la Isla.

A su modesta, pero persistente manera, en los alrededores de las calles Zanja, Dragones, San Nicolás, Rayo, se asentaron desde entonces numerosos chinos convertidos en lavanderos o vendedores ambulantes de viandas, frutas, verduras, carne, prendas, quincallería, loza… Ya para entonces había nacido el Barrio Chino de La Habana.

Aunque con condiciones laborales diferentes, desde finales del siglo XIX y en toda la primera mitad del siglo XX, los emigrantes chinos siguieron llegando a Cuba en busca de una vida mejor. Aquella fue una migración esencialmente económica, casi totalmente masculina y, en la inmensa mayoría de los casos, condenada a vivir en la pobreza y la marginación.

Una de las alternativas encontradas por los chinos para facilitar la estancia en Cuba y para la misma supervivencia económica y cultural, fue la creación de sociedades que se multiplicaron por todo el país, aunque la mayoría se concentró en el cada vez más populoso Barrio Chino habanero. Así surgieron sociedades patronímicas, de chinos con los mismos apellidos, regionales, de emigrantes provenientes de la misma zona, gremiales, de ayuda mutua, culturales y hasta políticas. Con ellas, los emigrados trataban de proteger su identidad, encontrar compañía y buscar modos de mejorar su situación. Fueron precisamente estas sociedades las que se encargaron de fundar un asilo para ancianos chinos, un periódico y un cementerio, todavía hoy existentes.

Como la emigración china a Cuba se detuvo con la Revolución en el país asiático y como, más tarde, muchos chinos dueños de comercios decidieron abandonar la Isla cuando triunfó la Revolución Cubana, a partir de la década de 1960 comenzó la disminución de la población china en Cuba y, muy pronto, se hizo visible la decadencia del Barrio Chino habanero y de otras comunidades más pequeñas en el interior del país.

Hacia la década de 1990, ya prácticamente la presencia de chinos inmigrantes había terminado en Cuba y en la actualidad solo hay algunos de sus descendientes, quienes de un modo u otro tratan de conservar vivas sus sociedades y algunas de sus costumbres ancestrales, muy maltratadas por el tiempo y la transculturación.

Mucho se ha hablado de la influencia china en Cuba, cuando, en realidad, más debería hablarse de herencia. Fuera de algunos aportes gastronómicos —a veces llegados de la comunidad china de California— y algún detalle arquitectónico, la verdadera herencia china en Cuba se produce por vía genética, o sea, a través de la presencia de rasgos étnicos en sus descendientes, casi siempre mezclados con sangre cubana –blanca o negra–. El hecho de que la mayoría de los chinos llegados a Cuba fueran varones, ayudó a que formaran familias con naturales de la Isla, y como esos hombres eran el sostén económico de las casas, la educación de los mestizos chinos fue encargada a las madres cubanas, cuya cultura, idioma y costumbres asumieron los hijos, que ni siquiera aprendieron el idioma de sus padres asiáticos.

Por tales razones, muy poco ha sido el aporte de los chinos a la cultura cubana. Algunas de sus tradiciones, hoy practicadas en las inmediaciones del enclave turístico en que se ha convertido el antiguo Barrio Chino, son en realidad representaciones folclóricas —como la colorida danza del león— que nunca se han integrado al cuerpo de la cultura cubana, aunque han convivido con ella.

La herencia china, sin embargo, parece indeleble en la sangre y la historia cubanas, a las que aportaron sus rasgos, trabajo, presencia e, incluso, su sangre cuando, en pleno siglo XIX, algunos de aquellos campesinos chinos llegados poco antes como braceros, se incorporaron al Ejército Libertador que luchaba contra el poder colonial español e hicieron justicia a la frase de que “ningún chino cubano fue desertor, ningún chino cubano fue traidor”. Por ello, aunque su influencia no resulte visible como la de las culturas llegadas de África, los chinos emigrados a la Isla también forman parte de la múltiple y mestiza espiritualidad cubana.

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