Háblame de Maracaibo
tierra bendita, tierra del viejo golpe pasmero
mi patria chica, tierra del sol cuna de gaiteros
por ella canto, por ella vivo, por ella muero.
Junior Veladiago.
I.
28 de septiembre de 2019.
Es mediodía en Maracaibo, la ciudad caída.
Doña Dioselina Ospina me trata como a un hijo. Me abrió las puertas de su casa para alimentarme. Vive en el sector La Lago, un barrio acomodado de Maracaibo, con su esposo y su ex nuera. Sus manos blancas son un embeleso, un extraordinario embrujo de comida venezolana: arroz con pollo, mandoca frita, pabellón criollo, muchacho guisado, bollos pelones, pasteles, quesos madurados, arepas rellenas y empanadas de carne y papa, hacen parte de su exquisito y casero repertorio gastronómico
Para ella, cada plato, indefectiblemente, contiene una historia. Por ejemplo, el arroz con pollo supuso la reconstrucción de la vida de su madre colombiana, que había migrado a Barinas a principios del siglo XX. El pabellón criollo, la llevó a hablar de sus épocas juveniles en Barquisimeto, Caracas y Valencia. Mientras los quesos madurados, la sumergieron en la memoria de la tierra que le secuestró su identidad, según ella, para siempre: Maracaibo.
Los sabores y los olores son la razón de su vida. Doña Dioselina lo remarca una y otra vez. Su corpulencia expone una gran debilidad, casi bucólica, por la comida. Sus maneras, aunque muy propias de los sesenta y siete años que arrastra con inusitada dignidad, denotan un desgarbo muy propio de una aristocracia que, aunque disminuida, se niega a la evaporación rotunda.
Rubor para todo el rostro, cejas perfectamente delineadas, aroma a Jean Paul Gaultier y cabello intacto, prolijo, mantas de seda largas multicolores y collares y pendientes de diseño. Su postura, invariablemente recta, parece proporcionada por la precisión de una ecuación matemática. En todos nuestros encuentros nunca se le escurrió una sola gota de sudor, ni siquiera cuando la temperatura amenazaba con calcinarlo todo.
Lo primero que dijo cuando la conocí fue que, si bien podría parecer increíble o incluso mentiroso, Maracaibo había sido, alguna vez, la Miami de Sudamérica y que por eso ella y su esposo habían decidido instalar su matrimonio, a finales de la década del setenta, en la futurista capital del Estado Zulia, el Estado más rico y próspero de la Venezuela de entonces.
Doña Dioselina relata, con macilenta voz, que hasta los primeros años de este acelerado siglo, la ciudad de Maracaibo contaba con vuelos directos a muchas ciudades de Estados Unidos y Europa. Que el desfile de turistas e inversores era incesante y que toda la ciudad permanecía coloreada por un cosmopolitismo indefinible. Sus anchas avenidas ostentaban los mejores y más costosos autos, hoteles y restaurantes prestigiosos, el comercio era una fiesta que no tenía nada que envidiar al primer mundo y su arquitectura exhibía el eclecticismo de una migración que aparentemente había llegado para quedarse. Ahora, todo esto parece un cuento triste, un relato melancólico cuya inverosimilitud lo situaría en el género de la ciencia ficción. Hoy Maracaibo es todo lo opuesto a esa urbe que recuerda Doña Dioselina: una ciudad que respira herida a la vera de una ruta infecunda, una ciudad que se extravió en su patrimonio hasta la resequedad y la ofuscación.
Basta con dar un paseo por Maracaibo para percibir que la ciudad es el escenario perfecto que compendia la declinación social y económica de Venezuela. Caminando por el centro se puede verificar aquel imaginario que han venido construyendo por todo el planeta los varios millones de personas que decidieron abandonar el país. Una ciudad insociable, descuidada, sin un sistema de transporte formal, con edificios abandonados y enormes complejos industriales al punto del colapso, ya no económico, sino directamente material. Una ciudad fantasma que se recluye temprano, en total silencio, a ejercer el derecho de soñar imposibles.
En cada almuerzo, en cada cena, hasta consejos de vida y clases informales e inconscientes de sociología se animó a darme Doña Dioselina: los hijos son lo más importante, solo el estudio libera al ser humano de la pobreza, lo único que mantiene en pie a las sociedades actuales es el consumo, los militares son buenos si están del lado de los valores morales y no de ideologías políticas y, como para chuparse los dedos: los indios son un problema porque ni dejan de tener hijos, ni se mueren rápido. Son vagos y no son confiables, terminó diciendo, para después, en silencio, como dándose cuenta de su clasismo, pasar a servirme un delicioso jugo de guayaba.
Doña Dioselina tiene tres hijos y todos, con sus siete nietos, viven fuera de Venezuela. Dos en Estados Unidos y uno en las Islas Caimán. Cada vez que la invitan sale del país a visitar a su descendencia y vuelve a Maracaibo con la valija llena de comida, ropa y tecnología. No se va definitivamente porque duda mucho que pueda conseguir un mejor lugar para vivir. Para ella Venezuela es el mejor país del planeta, el más bello y por eso expresa, continuamente, que “la esperanza es lo último que se pierde” que el día del cambio, aquel en el que pueda volver a caminar tranquila por la calle, ir de compras sin ser molestada por la miseria circundante y ver a su familia reunida, empapada por la felicidad patria, llegará, más temprano que tarde.
II.
29 de septiembre de 2019.
Amanece en Maracaibo, la ciudad sin fuerzas.
De tanto ir y venir por la ciudad vaciamos el tanque del auto, entonces, como es común en cualquier ciudad del mundo, fuimos a llenarlo. Claro, es común si se tiene el dinero para pagar el combustible, cosa que en Venezuela no debería representar ningún problema, ya que la gasolina es prácticamente gratis, gracias a un fuerte subsidio estatal.
Llenar un auto en la Venezuela actual es un procedimiento que se parece a una broma. La transacción es simbólica y, aunque hay precios definidos en los tableros de las estaciones de servicio (0.0025 USD por litro), el asunto se puede zanjar con la cantidad de bolívares que el comprador disponga. Una cantidad de dinero que difícilmente puede llegar a superar los veinte centavos de dólar y que el funcionario de la estación de servicio ni siquiera se toma el tiempo de contar. Hacerlo, significaría perder varias horas diarias: un dólar pueden ser, depende de la denominación, hasta cuatrocientos billetes.
Pues bien, al llegar nos encontramos con una fila compuesta por cientos de autos. Unas quince cuadras mal contadas para poder acceder al combustible. A simple ojo se podría improvisar una cifra: tres de cada cinco estaciones de servicio de PDVSA (Petróleos de Venezuela), en Maracaibo, se encuentran cerradas. La buena noticia es que casi todos los despojos gasolineros sirven de habitación a la infinidad de indigentes que circulan, como sombras desterradas, por la ciudad. La mala noticia es que cuando se consigue entrar en alguna de las estaciones que tiene combustible disponible, la guardia bolivariana decide a qué cantidad de gasolina puedes acceder. Punto.
El tiempo no nos daba como para pasar algunas horas esperando un turno, pero la sorpresa fue total cuando nuestra conductora nos dijo que en marzo pasado estuvo dos días haciendo fila, durmiendo y comiendo dentro del auto, con pequeños intervalos de ausencia para ir al baño y que incluso conocía gente que había completado cinco días.
Para la mirada foránea este fenómeno no deja de ser un escándalo, pero para los maracuchos no es más que otra de las manifestaciones de la insondable hondura de la crisis, palabra que no logra encerrar el verdadero sentido en el que avanza la realidad: en una tierra rica en petróleo escasea el combustible y, aunque Venezuela no es precisamente un país refinador (el 80% de la gasolina que se consume en el país proviene de Rusia y China), la flamante paradoja se ha convertido en la sistémica sombra que amenaza con el derrumbe total.
Después de esperar tres horas y no avanzar un solo metro en la delirante fila, decidimos recurrir a la otra opción: la oferta del mercado negro. Primero, para poder llegar a la zona de la ciudad donde se podía suplir la necesidad instantáneamente, tuvimos que negociar (5USD) y absorber (por medio de una manguera), el combustible del tanque de un auto amigo para movernos y después atravesar Maracaibo hacia una localidad marginal llamada Ciudad Lossada.
Una vez allí y después de dar algunas vueltas, en medio de un barrio desértico, de calles destapadas a las malas, atiborradas de basuras y viviendas construidas con materiales más que precarios, conseguimos el contacto que nos suministraría el preciado líquido. Por cuarenta litros pagamos diez dólares. Más o menos cinco veces el salario mínimo mensual venezolano. El joven que nos atiende, de clara ascendencia wayú, además de cobrar, solo dijo: vivir aquí es un martirio, nos están dejando morir, no se sabe si es más difícil conseguir agua o gasolina.
La parálisis humana es evidente. En un contexto en el que no hay posibilidad de movilidad social, la espera es el hambre de cada día y el rebusque la incontenible sed. Se estima que, desde 2017, unas doscientas mil personas dejaron su vida n Maracaibo, para irse a buscarla en cualquier otro lugar, lejos de esta zona cero que personifica el verdadero desmayo venezolano, aquel que en Caracas aún no pasa de ser una migraña.
III.
30 de septiembre de 2019.
Llueve en Maracaibo, la ciudad ahogada.
Maracaibo es una ciudad memoriosa y oscura. El alumbrado público y el suministro de agua son, desde hace algunos años, un par de milagros para diversos sectores de una urbe que permanece suspendida en la evocación de lo que fue. Maracaibo también es ermitaña, sobrecogedora. El célebre y floreciente trasfondo industrial de las últimas tres décadas del siglo XX es, ahora, una antigregaria hilera de ruinas, ad portas de cambiar al estatus de mito.
El fastuoso lago está contaminado. Echado a perder. Los constantes derrames de crudo, propiciados por la dejadez gubernamental y el deterioro de los pozos (que hoy en día no son más que imponentes tumbas marítimas), ostentan la fisura nacional. Aquella que flota, viscosa, como una manta negra por encima de las aguas que antaño trajeron la alegría y el progreso. Comer frutos del lago, reiteradamente, es una carrera en contra de la intoxicación inmediata y alguna extraña enfermedad futura.
Los semáforos, si sirven, sirven mal. Titilan y titilan sin sentido. Sus exorbitantes avenidas amenazan con quebrarse en cualquier momento. El famoso mercado de pulgas y su romería se parecen más a un asfixiante rebato de resistencia, en el cual solo subsiste no el más fuerte, sino el más rápido, el más informal: tráfico de divisas, venta ilegal de medicamentos, ropas, accesorios, licores y cigarrillos contrabandeados, alimentos vencidos y carnes descompuestas. Resignación: todo lo que sea por un dólar, por un puñado de pesos colombianos, por algo de comer. Maracaibo no lucha contra ningún olvido, ni contra la decadencia: Maracaibo pelea contra su propia deriva y, con nebulosa presunción, continúa erguida, dándole coletazos al concepto de naufragio.
IV.
1 de octubre de 2019.
Anochece en Maracaibo, la ciudad que se niega a ser borrada.
La cerrazón es una boca que se abre para tragárselo todo. Hay más oscuridad que de costumbre en una ciudad radicalmente oscura: los autos bajan la velocidad, los pocos comercios que funcionan cierran y la gente se enclaustra, con el último rayo de sol, a sobrellevar la intimidad de un apagón. Desde la terraza de mi hotel apenas se ve la luna, indómita, juntando esfuerzos para avivar las calles desoladas. El viento, calmo, patea el mutismo y trae la fresca respiración del lago. Los edificios parecen mecerse como palmeras prehistóricas y tristes.
Las zonas privilegiadas padecen la oscuridad pocos minutos. Con un chasquido de dedos encienden sus plantas y la cerveza sigue fría y Netflix disponible. El gran resto entra en la noche incierta, aquella que soporta el insoportable zancudero en el que se convierte el sonido de la electricidad portátil. La tranquilidad es una entelequia alumbrada por las velas, para los que tienen y, para los que no, una metáfora del encierro al que están invitados como espectros sufrientes.
El apagón dura dieciséis horas. Entre los maracuchos no solo es algo pasajero, sino algo normal, natural. En los últimos meses la ciudad ha experimentado hasta siete días consecutivos sin luz. Una locura para cualquier ciudad que se ufane de ser moderna. No obstante, el conserje del hotel dice que algo estalló en algún lado y que es cuestión de esperar el arreglo, una recepcionista asegura que a veces la gobernación sacrifica la luz local para no quitársela a Caracas y, un huésped, con furia, señala que es una conspiración del país del norte, aquel que huele a azufre. La gente dice cualquier cosa porque lo importante es convencerse de algo, teorizar la adversidad, justificar el infortunio, todo con el objetivo de burlar la realidad: especular para darle un sentido a la angustiante orfandad.
Los contrastantes paisajes urbanos de Maracaibo, a medio camino entre lo marchito y lo barroco, son esencialmente erráticos y superpuestos para las innumerables crisis por las que atraviesa el país, pero al mismo tiempo son la representación más fiel del ocaso y la soledad. Por otro lado, pobreza e inseguridad son paradójicos símbolos que redimen la extravagante y gloriosa historia de la ciudad, del Estado de Zulia y de toda la nación: debajo de este suelo caribeño, reposan las reservas de petróleo más grandes del mundo y, arriba del dichoso suelo, la austeridad y la senectud son el sello, mientras las marcas humanas naturales son la desconfianza y el miedo.
Cada habitante, como si se tratara de una guerra civil sin un enemigo claramente definido, permanece auspiciado por una suerte de individualismo ciego y voraz, un ensimismamiento que no le permite ser consciente de los demás, porque la finalidad es clara: sobrevivir a como dé lugar. Ceder un poco, en cualquier sentido, podría significar una pequeña muerte que, de tantas sucesivas, podría convertirse en la muerte final. La gente de Maracaibo vive sujeta a la espera de que la F de fracaso se convierta en F de futuro, resiste maniatada, mientras la hirviente luz les va torturando los ojos, mientras la lobreguez va ahuyentando la vida y mientras el tiempo, implacable, sigue pudriéndolo todo.
V.
2 de octubre de 2019.
Despedirse de Maracaibo, la ciudad fantaseada.
Doña Dioselina me muestra fotos de la ciudad. En los ochentas: ella y su marido caminan por el malecón y, en seguida, sonríen en la entrada de la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá. En los noventas: sus hijos posan frente al teatro Baralt y después una panorámica del imponente Puente General Rafael Urdaneta. Pasados los dos mil: Sus dos primeros nietos en una pileta del parque acuático de la ciudad y un hermoso atardecer en la laguna de Sinamaica.
Doña Dioselina me brinda una última comida. Mi preferida: pabellón criollo. Me ve comer y me dice: extraño a mis hijos, hijo.
Me despido y lo que no le digo, no sé por qué, es que sí, que tiene razón, que Maracaibo no solo se parecía a Miami, sino que quizás llegó a ser mucho más interesante. Más bonita.