I.
“La muerte violenta de cualquier ser humano, bajo la circunstancia que sea, debería ser motivo de movilización y denuncia, no obstante, aquí en Colombia, todo eso lo pasamos por alto, digamos que porque tenemos una altísima tolerancia al horror, pero ya hay cosas que realmente lo superan todo: niños asesinados por el Estado y pasados por guerrilleros, no, olvídense, si eso no nos une como sociedad, como país ¿qué es esta mierda? Ya es suficiente que nuestros abuelos y padres se estén muriendo esperando una autorización para un medicamento o una cirugía, no es posible que la educación sea un privilegio y que le expriman todo a los jóvenes para poder sacar una carrera adelante, es una porquería que nieguen que en Colombia hubo y sigue habiendo un conflicto armado y que la única paz que quieren algunos, sobre todo los más poderosos, sea la paz de los sepulcros… Aquí, más allá del problema de representatividad política que tenemos desde hace años, el verdadero inconveniente es que nos están matando, en el campo, en las ciudades, en los desiertos, en las montañas, en las veredas, nos están matando de muchas maneras y nadie hace nada. Lo de los niños fue el ingrediente que hizo estallar la olla a presión en la que estamos todos anegados… Esta serie de paros es la muestra no de una simple indignación, sino de un cansancio que nos tiene viviendo con mucho miedo y como enemigos” dice Catalina Fuenmayor, arquitecta de 32 años, mientras se maquilla en el baño de su departamento para salir a una de las tantas marchas que se convocaron en Bogotá desde el pasado 21 de noviembre.
II.
“La indignación es un problema, porque lo masifica todo y pone a la población a quejarse y no a actuar con bases de fondo. ¿Qué se debe hacer frente al hecho violento estatal? No creo que precisamente sacar pañuelos blancos. No digo que si nos están matando, como pasó con Dilan Cruz, nosotros debemos ir a matar a todos los policías, pero sí hay que resistir desde ahí, desde el enfrentamiento, porque solo así ellos entenderán que estamos dispuestos a todo lo que sea necesario para cambiar la realidad del país. El paro ya se convirtió en un espacio de fiesta donde la gente anda por ahí bailando, tomando y fumando, con carteles y conciertos por todo lado y cosas que no representan ningún inconveniente para el establecimiento. Así fuimos conducidos a no molestar a nadie, a las buenas maneras de ellos y a permanecer aislados en plazas y parques como si fuéramos un evento cultural y no un paro nacional que pide cosas concretas. Hay que volver a salir y bloquear las avenidas, tomar estaciones de Transmilenio, tachar edificios públicos, incomodar, pero no, la corrección política no lo permite, porque creen que una revolución se hace a punta de redes sociales y camisetas blancas. Mataron a un muchacho de 18 años y eso en muchos lugares del mundo ya es un motivo suficiente para incendiarlo todo, en contra de la impunidad y el abuso de poder. Ahora, con ese discurso marica del vandalismo los tienen a todos asustados e inmovilizados y, de paso, criminalizados a todos los que creemos que la línea de resistencia debe mantenerse.” Cuenta Rodrigo, estudiante de sexto semestre de Ingeniería Química de la Universidad Nacional. Su rostro va encapuchado y dice tener en su mochila todos los implementos para fabricar rápidamente una bomba molotov.
III.
“La violencia no nos llevará a ningún lado. O bueno, sí: la violencia nos trajo hasta este punto de discordia e intolerancia. Nos arrastró sin clemencia y nos sumergió en una noche que en teoría debió terminar con el Acuerdo de Paz. La violencia no debe ser ni un medio ni un fin para conseguir algo, la violencia debe ser erradicada y suplantada por la alegría, si nos quedamos pensando en el dolor nos seguiremos llenando de rencor, no digo que debamos olvidar las atrocidades que se cometen en este país, solo tenemos que repasarlas y tenerlas muy claras para mostrarlas y hacernos escuchar para que nunca más vuelvan a suceder. Tantos años de guerra que vivimos y a mí me parece que mucha gente vive desmemoriada, metida en su cajita de fósforos, ciega, sin ver las cosas tal cual como están sucediendo. Dilan era colombiano, el policía que murió también era colombiano, los niños de la Guajira que mueren de hambre son colombianos, los indígenas y campesinos que no dejan de ser desplazados de sus tierra son colombianos, la clase media que trabaja todos los días y vive endeudada sin posibilidad de redención también es colombiana. Hay que ser muy indolente e insensible para justificar algunas muertes y miserias y, de paso, condenar otras. Yo salgo a marchar porque creo que esta es la única vía de cambio posible: la organización popular, la cohesión social, la unión nacional y grito ¡Sin violencia! Una y otra vez, hasta quedarme sin voz.” Así comenta Clemencia Vargas, maestra de escuela de 46 años, mientras camina perdida en una multitud que va sobre la Avenida Séptima en dirección al centro neurálgico de Bogotá.
IV.
“Creo que la última vez que hubo manifestaciones tan masivas en Colombia fue en 1977, cuando literalmente toda la sociedad se unió para pedirle al presidente de entonces que cumpliera con lo que había prometido. Tengo entendido que ese paro fue de corte obrero, pero el caso es que hasta hoy nunca más se vieron movilizaciones tan grandes e inclusivas. Esto es importante, no hay que dudarlo: nos metieron toque de queda, militarizaron zonas de la ciudad, nos pusieron helicópteros a volar sobre nuestras concentraciones, algunas empresas modificaron sus horarios, el transporte público no funcionó normalmente. Logramos que sintieran miedo. Quizás son pequeñas cosas, pero lo cierto es que esto es del pueblo. Y el pueblo, este pueblo que marcha, parece no reconocer clases sociales, ni clasismos de ningún tipo: estudiantes de universidades privadas con estudiantes de universidades públicas, personas ricas marchando al lado de personas pobres, comunidad LGBTIQ al lado de familias heteronormadas, la gente de la rama judicial, los comerciantes, los profesores, obreros, indígenas, campesinos y, sobre todo, la gran clase media, a la cual pertenezco, que siempre mira hacia otro lado cuando de luchar por sus derechos se trata se ha unido al coro de agotamiento. Todos pedimos acciones concretas, en salud, pensión, educación, empleo y otras cosas aún más urgentes: que no nos ignoren, ni nos repriman, ni nos maten, que nos respeten y seamos tenidos en cuenta para la consolidación del país que nos merecemos. Seguiremos en contra de este gobierno inepto, en contra del neoliberalismo, en contra del asesinato a líderes sociales, niños y estudiantes, en favor de la implementación del Acuerdo de Paz, en favor de la liberación de las mujeres y de la unión latinoamericana” Argumenta Diego Velázquez, estudiante de tercer semestre de comunicación, en una de las concentraciones más grandes en la Plaza de Bolívar.
V.
“La cultura es lo único que nos puede liberar de la opresión política y social. Este cacerolazo sinfónico es una muestra de esto: músicos de todos los estratos, de conservatorio, empíricos, callejeros, profesionales, jóvenes, viejos, etc. No nos amilanamos ante el miedo que quieren infundirnos. El pánico tiene que ser de ellos y nosotros lo seguiremos reproduciendo con lo que más les duele: con música, con baile, con arte. Las acciones violentas del ESMAD solo los deja mal posicionados a ellos, si ellos pretenden legitimar el uso indiscriminado de la fuerza, nosotros legitimaremos la fiesta como modelo de lucha social, este gran nosotros que hemos construido en los últimos días no solo se está volviendo invencible, sino que también está mutando en una sonrisa colectiva que sueña y lucha por ese sueño”. Dice Cindy Peña, madre de tres hijos, ama de casa y vecina del parque de los Hippies, lugar de confluencia de diferentes manifestaciones que apoyan el paro desde el arte y la cultura.
VI.
“Aquí nadie grita en nombre de partidos políticos. Esa clase dirigente, rancia, es la que tiene este país vendido y a la gente empobrecida. Si te vas al lugar donde mataron a Dilan ya no encuentras ninguna ofrenda, porque los asesinos han vuelto a aparecer para quitarlo todo. A mí no me meten los dedos a la boca, la violencia en Colombia es violencia de Estado. O vayámonos al Caquetá al lugar donde los buenos oficiales del ejército nacional asesinaron 18 niños a ver qué encontramos. ¡Encontramos miedo y desazón! Que la gente de las ciudades se esté dando cuenta de lo que pasa en las inmensidades de la Colombia rural ya es un paso enorme. Yo he discutido con toda mi familia: mi madre, mis hermanos, mis hijos, mi esposo. Esto es lo que ha logrado el paro: politizarnos, que nos pongamos a hablar sobre todo lo que antes permanecía en silencio y que en verdad empecemos a visibilizar un porvenir, pero alejado de la muerte. Aquí nadie quiere un plebiscito, no queremos cambiar la constitución, solo queremos gestiones específicas que empiezan con un diálogo incluyente, democrático y eficaz.” Explica Isabel Torres, abogada de 58 años, frente al Hospital San Ignacio, lugar en el que murió Dilan Cruz.