El ex militar y una tropa de 49 millones de brasileros. Una izquierda oscilante entre el voluntarismo y la matemática. Al centro, la orfandad, expectante a la seducción. Brasil casi define a su próximo presidente en las elecciones de ayer. Al ultraderechista Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal (PSL), lo favoreció el 46,03 por ciento del electorado; Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), se quedó con el 28,28 por ciento de los votos válidos. Ambos irán a balotaje el 28 de octubre.
El final está abierto, a medias. Ayer se impuso una verdad: el capitán retirado y los suyos llevan todas las de ganar. Es la crónica de una marea conservadora en el gigante latinoamericano.
Danilo camina lento, estamos en Rio de Janeiro donde los horarios se dilatan. Y hoy, feriado electoral, el tiempo directamente se suspende. Es el dueño del cuarto que estoy alquilando. Algunas conversaciones de entrecasa crearon una confianza que invita a publicar lo secreto mientras lo acompaño a votar a una iglesia. Sí, en Brasil, no solo se vota en escuelas. Los bancos financieros y las iglesias también son “zonas electorales”. Estado laico y soberano versión 2.1.
— Es la primera vez que voy a votar sobrio. La elección pasada ni voté, la otra no sabía ni que botón apretaba. Todo eso cambió, la iglesia me ayudó mucho. Ahora tengo más conciencia, Brasil tiene que cambiar. Trabajo haciendo oro para el jefe del morro [líder del tráfico en una favela]. Conozco las favelas. Ya perdí un hijo en el tráfico cuando me dijo, a los 19 años: “Papá, quiero ser bandido”. Al poco tiempo que lo mataron, mi madre murió de tristeza. Estoy harto, yo me quiero ir de aquí. Prefiero que me pidan documentos en todas las esquinas y no que me asalten.
Hay dos fenómenos en Brasil que no paran de aumentar: las iglesias evangélicas y los homicidios. Dos acordes sobre los que Bolsonaro compone un canto de sirenas a los oídos de millones de brasileros, entre los que está Danilo. El capitán se presenta como el restaurador de valores morales perdidos y un orden social amenazado. El culpable de aquella crisis ética es “la izquierda” y sus gobiernos petistas, tan “corruptos” como “degenerados”.
Con la Biblia y el fúsil Bolsonaro encabeza una rebelión restauradora. Lo prometió toda la campaña: defender la familia y atacar la delincuencia. Dos eslogans de su propaganda nos ahorran palabras. Cuando le preguntan por sus valores, responde “Dios encima de todo”. Cuando lo interrogan por la seguridad sentencia: “el único bandido bueno es el bandido muerto”.
Una buena parte de los votos a Bolsonaro se explican como reacción frente al ascenso de pautas identitarias o reivindicaciones sectoriales de “minorías brasileras”. Al feminismo, responden feminidad; al aborto, maternidad; a la negritud, democracia racial; a las diversidades sexuales, familia. En ese marco creo que debe leerse el aumento del capitán en las encuestas post marchas “ele não” (él no). En los “bolsominion”, como se denigra a sus votantes, retumban ecos de un viejo anhelo de las élites brasileras desveladas por un país unificado bajo un manto verde y amarillo basado en el “orden y el progreso”. La bandera de la patria como estandarte y la camiseta de la selección de fútbol como escudo. Una nación pacíficamente integrada que, al mismo tiempo que borra las diferencias, ignora las desigualdades.
En el centro de la ciudad de Río de Janeiro hay un “acto contra el fascismo”. El clima es fúnebre. No es para menos en un estado donde el 60 por ciento por ciento votó lo que ellos combaten. Entre el barrio de Lapa y la plaza Cinelandia se reúnen seguidores de Ciro Gomez, quien se ubicó tercero con el 12,47 por ciento de los votos; también hay electores de Fernando Haddad del PT; y militantes del PSOL, partido que presentó la candidatura de Guilherme Boulos, quien apenas alcanzó un magro 0,6 por ciento. Son las fuerzas progresistas de Brasil.
Ante la derrota, sabida pero dolida, se habla de números, alianzas, exilios, reproches y esperanzas. Como buenos derrotados, anhelan una máquina del tiempo. Hay una tertulia de lamentos. Más allá de un voluntarismo noble, subyace una preocupación: los umbrales de rechazo al PT. Es innegable el deterioro de un partido cuya supervivencia se explica por la viva imagen de Lula –aun preso tenía un 40 por ciento de intención de voto– y por la región Nordeste, bastión electoral donde todavía flamea la bandera roja.
No se puede entender la relación inversamente proporcional entre el petismo y Bolsonaro si no comprendemos que hubo una transferencia de votos de la primera fuerza a la segunda. Un flujo que solo desde la pereza intelectual puede considerarse contradictorio. En primer lugar, tanto Lula como Bolsonaro representan liderazgos fuertes afines a la tradición personalista que tienen casi todos los países de la región. La autoridad es un bien preciado en un país que se imagina a sí mismo como indomesticable. Además, ambos se presentaron como personas “honestas y diferentes” a la elite política brasilera siempre desprestigiada.
Una plataforma electoral rupturista en relación al orden anterior y un origen social los posicionaba como “outsiders” del establisment político. Con esto no digo que Bolsonaro y Lula son lo mismo sino que, cada uno en su debido contexto, representaba cosas similares para sus votantes de ocasión. Ante el desprestigio estructural que sufren las elites políticas de Brasil, Lula fue una salida por izquierda y Bolsonaro hoy sugiere algo similar por la dirección contraria. El proceso de Lava Jato sólo agudizó un desprestigio de la casta política preexistente.
Con las primeras bocas de urnas se olfatea la victoria de Bolsonaro. Viajo hasta el pudiente barrio de Barra da Tijuca donde vive el capitán, una especie de Miami devaluada. Entre palmeras sin coco, mansiones alambradas y muchos cuerpos entrenados, cerca de dos mil personas cantan, bailan, gritan, aplauden, saludan y se abrazan. Tal vez tengamos que entender que no solo los mueve el odio, además los aglutine el amor entre sí.
Sorprende la heterogeneidad del público, en colores, edades, género y, si me apuran, clase social. Pero hay tres elementos repetidos que se tornan patrón: una estética verde-amarilla; una retórica anti-izquierdista; y una ética religiosa.
En el medio de la calle está Iron Man. Un abogado devenido en superhéroe. Con un disfraz digno de foto, derrocha felicidad en su jornada de fama. Me acerco y le digo que soy de Argentina y automáticamente se quita la máscara y me habla al mismo tiempo que me escupe: “Yo amo cuatro presidentes en el mundo, solo cuatro: Macri, Donald Trump, Putin y nuestro propio candidato a presidente, el mito, Jair Bolsonaro. Hasta sus votantes saber que el capitán debe leerse en clave internacional. Es la versión tropical de una derecha que, con muchísimos matices internos, tensiona a cada día al estado de derecho.
Otra persona muy solicitada es una mujer de 37 años, que después me dirá que trabaja como vendedora en un shopping. “¿Ves? No soy rica como la izquierda piensa”, me cuenta justo antes de reírse. Además de mujer y pobre, es negra, una intersección públicamente denigrada por el candidato que apoya. Muchas personas se acercan para sacarse selfies, abrazarla y gritar “elé sim” (él sí). Su encanto radica en la excepcionalidad que representa en aquel paisaje. Me cuenta que Bolsonaro es fe y honestidad, es el único que puede acabar con la corrupción, que Brasil es hermoso y rico y no crece porque lo viven robando y que en eso los que mas sufren son los pobres, como yo. Al preguntarle sobre las expresiones de Bolsonaro acerca de la comunidad negra y las mujeres, me responde que es mentira, que es un invento de los medios que están en contra de él.
“La Globo miente, miente, miente. Y lamentablemente parte de la población brasilera lo cree. Los negros somos seres humanos iguales a los otros, tenemos que tener derecho a educación, salud, casa, derecho a todo, pero eso no significa ser minimizado, como las cotas por ejemplo [sistema que garantiza cupos en universidades públicas a “minorías” como negros, indígenas, pobres, etc.], como si nosotros siempre necesitáramos de una protección paternal, como si solos no pudiéramos. Yo he trabajado siempre, nadie me dio nada y no he tenido que pedir ayuda solo por ser negra”, asegura.
La mujer, que aquí llamaremos Gloria, nos deja dos puntas de análisis y una moraleja. En el electorado de Bolsonaro hay un relativo sentimiento antisistema que el capitán supo encauzar. Se critica a la dirigencia política, los bancos financieros y los grandes medios de comunicación. No así a las iglesias y las fuerzas de seguridad.
Pero resulta curioso, y hasta doloroso, pensar que Bolsonaro representa una derechización de ciertas banderas que ayer enarbolaba la izquierda. La otra punta analítica que suelta Gloria es sobre el discurso meritocrático. Una moralidad que Bolsonaro insiste con perseverancia de pastor.
El capitán reactualiza un orden de mérito que descansa en la creencia de la igualdad de oportunidades. Si todos somos iguales, solo nos diferencia el esfuerzo personal. Será el sacrificio lo que identifique diferentes y jerarquice iguales. La ya conocida oda al sudor y el siempre recordado castigo al ocio. Porque en la fantasía meritocratica nadie regala nada. Una realidad más imaginada que palpable pues, en un análisis serio, se sabe que nunca puede haber igualdad de oportunidades si persisten las desigualdades de condiciones.
De nada sirve escuchar a Gloria solo para discutirle. Quisiera comprenderla más que juzgarla. Pues ella trastoca parcialmente los estereotipos confortables con los que pensamos al “fenómeno Bolsonaro”. No. Gloria hace más que eso, interpela directamente a las estrategias que venimos desplegando quienes nos oponemos al capitán. Gloria corporiza el fracaso de nuestra lectura. Nos trata de reduccionistas, prejuiciosos, manipulados. No digo que tenga razón, digo que nos obliga a mejorarnos. Digo que tenemos que diferenciar candidato de elector; emisor y receptor. Nadie convence a quien ofende.
No hay duda de que, en algún punto, Brasil ya perdió. Y en la volteada cae toda América Latina. La ultraderecha tiene una ancha base social de proyección creciente.
El clan Bolsonaro promete un acecho transgeneracional con hijos, tíos, hermanos, primos y amigos de ocasión que acumulan votos y ganan elecciones. La calidad institucional se degrada con una vorágine tan virulenta que toda reacción es tardía. La violencia y la economía solo empeoran con efectos desigualmente distribuidos, y en esa repartija siempre pierden los mismos. El grado del impacto de esta inevitable contraofensiva sigue dando margen a la acción. Antonio Gramsci, no solo pensó al fascismo, sino que lo padeció en cuerpo y alma, invitaba a conjugar voluntad e inteligencia para frentear las camisas negras italianas. Evocaba una agencia creativa y responsable. Lo tomo y digo: solo hacer lo mismo produce iguales resultados. Por mi parte intentaré digerir lo que Gloria me dijo.