Getting your Trinity Audio player ready...
|
La última huella del papa Francisco en Argentina está ligada a la Catedral de Buenos Aires, un inmenso edificio situado frente a la Plaza de Mayo, a pocos metros de la Casa Rosada y a pasos de una de las estaciones terminales de la línea D del metro, por donde a diario entran y salen transeúntes.
Este martes, Jorge Macri, gobernador de Buenos Aires, dijo en su perfil oficial en Facebook que acababa de enviar a la Legislatura porteña un proyecto para que esa estación pase a llamarse Papa Francisco.
Algunos de quienes brotamos el lunes por esa boca de cemento vamos directo a la Catedral, el lugar desde el cual en 2013 un hombre llamado Jorge Bergoglio salió para irse a Roma siendo cardenal, y allá pasó a llamarse Francisco, el papa que ha muerto en la mañana del lunes 21 de abril.
Breves peldaños llevan al pórtico centenario, con doce imponentes columnas dóricas que sostienen el frontispicio. Desde ese punto se alcanza a ver el Obelisco, que a la distancia distingue la ciudad desde la avenida 9 de julio; pero ante las narices de uno queda la sede del Gobierno, los árboles que empiezan a deshojar y algunos quioscos de periódicos.
Cuentan que poco después de la fumata blanca aquel marzo de 2013, en uno de esos quioscos cercanos sonó un teléfono. “Habla el cardenal Jorge”, dijeron, a lo que quien estaba del otro lado de la línea arguyó con: “¡Dale, Mariano!”. Pensó que era broma, hasta que desde el auricular tuvieron que decirle: “En serio, soy Jorge Bergoglio”. El nuevo papa llamaba para suspender la suscripción del diario y mandar saludos a la familia de su acostumbrado diariero.
Algunos encienden velas sobre los primeros peldaños de la catedral este lunes. Las colocan a ras de la acera y la calle, que vive un movimiento caótico de buses, autos y peatones a los que decenas de camarógrafos dan la espalda porque su atención se concentra en lo que sucede en el edificio.
Alguien con tiza ha dibujado el rostro de Francisco al borde de la calle, otros dos sostienen un lienzo en el que puede verse el rostro del papa argentino. “Hecho inédito, único, increíble”, se recordará pocos minutos después, durante la segunda misa de la jornada a la memoria del fallecido pontífice.

Sobre una de las columnas proliferan las estampillas, las fotos, las flores, los rosarios y mensajes como este: “Francisco, imploraste por nosotros en la noche más oscura del mundo. Ahora, nosotros rogamos al cielo por vos”. O este otro: “La iglesia tiene que ser pobre para los pobres”.
En medio de las puertas de acceso a la catedral colocaron una caja con forma de buzón en la cual los fieles depositan los mensajes escritos allí mismo. Más tarde veré juntarse a tantos interesados que formarán una larga fila, pero en el momento en el que llego, sobre las cuatro de la tarde, apenas dos personas se encuentran allí para asentar sus pensamientos.

Una señora llamada María me dice junto a uno de los inmensos y antiguos confesionarios de madera que en ese mismo lugar se confesaba con Bergoglio. “Llegaba con sus zapatitos raídos”, rememora, “como uno más de nosotros”. Pienso en que ya nadie podrá diferenciar los hechos de la leyenda.
Pronto veo compartida una foto de Francisco cuando era Bergoglio y viajaba en el subte. Lleva sotana negra y mira a la cámara que lo inmortalizó en uno de sus trayectos por la ciudad. Una amiga teatrista es de las que comparten la foto en Facebook. Precisa que fue tomada en 2008 y que se trata de un coche de la línea A.
Una de las últimas frases del papa: “Allí donde no hay libertad religiosa o libertad de pensamiento y de palabra, ni respeto de las opiniones ajenas, la paz no es posible.” Forma parte del Mensaje Pascual, leído por Monseñor Diego Ravelli el pasado Domingo de Resurrección. El respecto y la libertad estuvieron entre sus ideas persistentes.
Una de las últimas actividades de Francisco fue visitar la cárcel Regina Coeli el pasado jueves. En Buenos Aires se le recuerda por su atención a los más desfavorecidos. Ayer hubo misas en su barrio de Flores, y en la Villa 31, una de las zonas marginales que solía frecuentar.
El arzobispo actual de Buenos Aires, monseñor Jorge García Cuerva, lo llamó “el papa de los pobres, de los marginados, de los que nadie quiere o, en todo caso, de los que muchos excluyen”.
En la mañana del lunes, cuando la noticia de la muerte era fresca y se esparcía, causando lágrimas y lamentaciones, García Cuerva aseguró desde el altar de la Catedral, durante la primera de las dos misas realizadas en su nombre: “Se nos murió el padre de todos los argentinos, al que no siempre comprendimos, pero al que amamos profundamente”.

“Fue una gran bendición que Dios regaló a nuestra iglesia”, me dice un hombre que se identifica como Henry Pinillos, y que trabaja en la santería de la catedral, situada a la izquierda de la entrada. A Pinillos lo veré al comienzo de la segunda misa, realizando las funciones de sacristán. En el instante de nuestra conversación, abunda: “En este tiempo se pudo ver la calidad de ser humano, y mucho más todavía dentro de cristianismo. Fue un gran hombre que buscó la paz, la unión, la solidaridad”.
Jorge Bergoglio fue el obispo número 25 de la ciudad, el 11no arzobispo, el 6to primado de Argentina, según se lee en un póster, en el cual también hay fotografías que muestran distintos momentos de su actividad en este edificio, donde dio las primeras muestras de lo que llamó “cultura del encuentro”, como también se recordara este lunes.

El papa dio muestras de esta vocación en momentos trascendentales para Argentina, y durante la misa del lunes se recordó “la famosa mesa de diálogo” que tras los saqueos, la renuncia de De la Rúa, las muertes y el paso de cinco presidentes en una semana, con el país convertido en un polvorín, lanzó Duhalde a inicios de 2002, con la ONU y el Episcopado como garantes.
El diplomático español Carmelo Angulo, por entonces representante del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), al llegar al arzobispado para estos menesteres se encontró con Bergoglio, quien en persona le abría el portón para que ingresara con su auto. Angulo intentó disculparse por la molestia, mas Bergoglio le respondió: “Si los cardenales no estamos para abrir puertas, ¿para qué estamos?”. Sobre aquel momento, Francisco decía “yo nada más puse la mesa y servía el café”.
“Nos habló de mil maneras de la cultura del encuentro, como el de la misericordia y la reconciliación, que no nos gane el resentimiento nuestros corazones, que nos hace ir quedándonos solos”, fue de loas remembranzas en la misa del lunes.
Un hombre está sentado en la base de una de las columnas sobre las que descansa el frontón de la Catedral. Sostiene un afiche del papa. La imagen se encuentra ligeramente ajada y en ella Francisco aparece sonriente. Le pregunto si la conserva desde hace mucho, y me responde que no. En lugar de hablar, prefiere observar lo que hay delante.
En los primeros peldaños la luminosidad de las velas comienza a imponerse. La noche va cayendo y ahora ofrecen una coloración naranja que al lugar le permite sobresalir y, especialmente, que sobresalga el rostro del papa.
Es esencialmente el mismo Francisco que el pasado domingo salía al balcón de la Basílica vaticana para saludar a unas cincuenta mil personas. Para ellos tuvo una última sorpresa. Pidió a sus ayudantes que lo llevaran a la Plaza de San Pedro para dar una vuelta en el papamóvil. Luego, cansado, pero feliz, agradeció al asistente personal que cuidaba de su salud: “Gracias por traerme de vuelta a la Plaza”, dijo.
Hacia las 5:30 de la mañana aparecieron los primeros síntomas del malestar, cuentan los medios de prensa del Vaticano. Una hora después, tumbado en la cama de su piso en la segunda planta de la Casa Santa Marta, entró en coma. No sufrió, todo sucedió rápidamente, dicen quienes estuvieron junto él.