Milei y la locura compartida

En medio de la incertidumbre, lo que es seguro es que se amplió un universo de gente de preferencias ideológicas no tan compartidas que se encontraron, sin embargo, ante una necesidad común.

Simpatizantes del presidente electo de Argentina, Javier Milei, celebran en las calles tras conocer los resultados. Foto: EFE/ Juan Ignacio Roncoroni.

Simpatizantes del presidente electo de Argentina, Javier Milei, celebran en las calles tras conocer los resultados. Foto: EFE/ Juan Ignacio Roncoroni.

Hubo un candidato que entendió pronto: en este momento, para tomar el poder hay que proveer imágenes. Hizo una campaña subterránea con excelencia de montajes, memes y artefactos comunicacionales. Pero las imágenes decisivas fueron las que podían replicarse con la boca, las que se convertían en verba para otros: “Hay que quemar el Banco Central”.

La moneda, relación última y común para las personas en el capitalismo, se convirtió, en Argentina, en la sustancia tocable del “es un país de mierda”. Todos en algún momento lo pensamos, y que la moneda, devaluada incansablemente desde la década de 1970 por la incesante inflación, parece encarnar lo imposible de esta tierra. Ante la disolución del peso en el aire, que entre el 1 y el 10 de cada mes debe convertirse en otra cosa para no perder valor, Milei provee una imagen fantástica y contundente: “Hay que quemar el Banco Central”. Es que detrás del incendio, en el esqueleto tibio del edificio, se asentará el dólar. El dólar, la moneda en que se valúan los departamentos y los viajes, los autos y las computadoras, pero también los perfiles de acero y las chapas acanaladas para hacer las casas.

Luego del anuncio de los resultados definitivos que le daban 55,7 % de los votos a Javier Milei contra el 44,3 % que obtuvo Sergio Massa, el candidato peronista que propugnaba “un gobierno de unión nacional”, comenzaron a escucharse aislados fuegos artificiales en las calles de Buenos Aires. Una escena: un joven salta festejando en la acera mientras le dan mecha a unos cohetes. Se acerca a otro para preguntarle por qué llora, señalando a una chica que pasa caminando en lágrimas. Es que Argentina es, también y por ahora, un país de grandes instituciones públicas, orgullosa de su sistema de salud pública, de la educación no arancelada, del sistema previsional público, del juicio a las juntas y las políticas de Memoria, Verdad y Justicia que pasaron la página de la dictadura militar de 1976-83. Entre el incendiario y la muchacha se ha abierto un abismo cuya cauterización no la conseguirá nada conocido hasta ahora.

La campaña electoral de Milei comenzó con la promesa de quemar el Banco Central y dolarizar la economía (“si ahora gano 150 mil pesos, ganaré 150 mil dólares”, se ilusionan aún algunos). La campaña electoral de Massa terminó con la consigna “democracia sí, Milei no”. El arco narrativo fue desplazado de la economía a la alarma sistémica cuando quedó claro que el oficialismo poco podía proveer en términos económicos y cuando comenzó a tomar espesor político Victoria Villarruel, candidata a vicepresidenta de Milei, referente de la derecha golpista, abogada de represores juzgados por delitos de lesa humanidad. Si las promesas económicas de Milei son una reposición de las políticas neoliberales del menemismo de los 90, las reivindicaciones de Villarruel agitan todos los fantasmas del terrorismo de Estado.

Y aquí llega el terror. Desde ayer hay gente inmóvil. Hay gente que llora y hay gente que no puede explicar lo que le pasa en el cuerpo. Desde ayer esa forma particular del tiempo futuro que opera sobre el presente tomó los cuerpos y suspendió el entendimiento. Lo inverosímil: un candidato que grita, maldice y maltrata, que promete para el futuro los peores pasados, ahora gobierna.

Si había una idea de que Milei podía llegar a ganar, se parecía más a una victoria ajustada, propia de la polarización a la que empuja el sistema de balotaje. Sin embargo, una victoria por 11,5 puntos trastoca la época echando por la borda el sentido común de las preferencias y sensibilidades que se tiene de los conciudadanos.

Un meme circula con la siguiente inscripción: “Lo desolador que es descubrir que tenés gente conocida, o incluso querida, que odia más a Cristina o el peronismo que a Videla y la dictadura”. Ayer se sintió un cimbronazo: el de que el vecino se convierta en un desconocido. Otro meme anuncia: “Terminó la campaña del miedo. Empieza el miedo”.

Argentina es, desde su origen mismo, una Argentina polarizada: la del empate social, la de Unitarios contra Federales, la de peronismo/antiperonismo, la de las mil dicotomías cuyos polos de adeptos pueden cambiar de magnitud. Pero finalmente, en cada elección define un 20 % que parece hablar otra lengua cada vez. Si Milei encontró la lengua de la época, Macri le proveyó el sustento que le faltaba, garantizando el antiperonismo/antikirchnerismo/anti-complete aquí la expresión que se prefiera para nombrar las tradiciones populares de incorporación de masas.

Si mucho pensamos que la alianza con Macri, expresión inmejorable de “la casta político/empresaria” que Milei rechaza y sobre la que se recorta, iba a sumar por delante una parte del voto macrista y esmerilar por detrás el voto “anti casta”, eso no ocurrió. Milei no perdió lo suyo y Macri sumó casi todo lo propio. He aquí la magnitud del desconcierto, la singularidad del hecho, la lengua encriptada que ha de ser resuelta. Y, una vez más, reflota la inoxidable frase de Pugliese, ministro de economía de Alfonsín: “Yo les hablé con el corazón y ustedes me respondieron con el bolsillo”.

En los últimos días, ante el pavor, los sectores progresistas, activistas, militantes, emprendieron acciones directas en la vía pública testimoniando experiencias pasadas, vaticinando tratamientos médicos imposibles ante la privatización de la salud, intentando sensibilizar con la voz lo que las imágenes del candidato ganador tapaban con el fuego. Habrá que revisar la efectividad de esas acciones; lo que es seguro es que se amplió un universo de gente de preferencias ideológicas no tan compartidas que se encontraron, sin embargo, ante una necesidad común.

Milei profesa un liberalismo libertario que causa la risa de escritores y académicos, de economistas e historiadores. Su profecía es la del mercado perfecto, en el que los individuos obran orientados por la conveniencia. Nadie ha logrado seducir a un electorado explicando racionalmente esto. Sabemos que ante la perfecta conveniencia siempre hay un ruido: nadie puede saber exactamente lo que le conviene. Eso sería parecerse más a una máquina que a un humano. Un mercado de perfecta conveniencia funciona bien como ideal o forma analítica, pero no mucho más. Eso sí, la locura que rodea al candidato ganador abrió la puerta a la locura del mercado perfecto.

El político profesional que supo ser Sergio Massa, que “hizo todo bien”, no logró vender el gobierno de unidad nacional, mientras el economista que denunció a “la casta política y empresaria” como el origen de todos los males, compartió su generosa locura para hacer del mercado y la libertad de vaya a saber qué, una locura compartida.

Como a toda locura, lo peor es enfrentarla. Entre las palabras que empiezan a circular, se puede leer: “el vecino desconocido sigue siendo vecino”. Disolver el terror en la palabra no mediada y no medida parece ser la estrategia no calculada, amorosa, por la que comenzar a transitar lo que sigue.

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