El 4 de abril de 2023 los estadounidenses y el mundo asistieron a un hecho sin precedentes en más de doscientos años de historia: por primera vez un expresidente de Estados Unidos ha sido acusado de violar lo establecido y llevado a los tribunales. Culminan aquí varios intentos previos de aplicarle la ley a un actor político que ha pasado buena parte de su tiempo tentando al sistema con prácticas y discursos. Y, al mismo tiempo, echando por tierra la más elemental noción de decencia en prácticamente todos los planos en que se mueve.
En un medio marcado por la polarización y las pasiones no resulta difícil introducir ideas simplistas. Una consiste en repetir y machacar una y otra vez que todo acto de oposición o procesamiento judicial se origina en un problema partidario, de manera que cualquier intento de aplicar la norma vigente —en breve, las leyes aprobadas por el Congreso—, va dirigido a obstaculizar/impedir que Donald Trump tenga una segunda oportunidad en la Casa Blanca, de donde hubo de salir hace dos años como otros que no lograron reelegirse; es decir, por obra y gracia del colegio electoral (232 vs. 306) y de la votación popular (74 223 251 vs. 81 281 888), no por comicios fraudulentos.
Ha sido una constante desde que la pesadilla populista llamada trumpismo nos acompaña. Por solo mencionar uno de los casos más rechinantes, una remisión sumaria al proceso de investigación de la Cámara sobre los sucesos del 6 de enero en el Capitolio arrojaría el empleo permanente de la politización como carta maestra para tratar de anular los hallazgos y posibles resultados adversos a la figura del magnate. Trump y sus subrogantes desplegaron una estrategia dirigida a descaracterizar esa estructura congresional por el hecho de funcionar en medio de una mayoría demócrata, dejando sin embargo a la sombra que los republicanos fueron invitados a integrarla y se negaron casi en bloque.
A partir de este prisma la emprendieron contra la representante republicana Liz Cheney, aplicándole adjetivos de alto contenido emocional —por ejemplo, calificarla de “traidora” incluso al estado de Wyoming, por donde fue electa. Y no solo por funcionar como la no. 2 de ese panel, sino también por haber sido una de los diez republicanos que votaron en la Cámara a favor de la segunda acusación de juicio político contra Trump. El populismo es, por definición, alérgico a los disensos y quiere la incondicionalidad absoluta de sus seguidores. Todo lo demás se paga con marginación y estigmas.
Esos procedimientos discursivos funcionan como una cortina de humo que ocultaba entonces, y aun hoy oculta, un hecho de la mayor importancia: los testimonios incriminatorios de esas vistas públicas no fueron aportados por integrantes de la izquierda radical, ni por miembros de Antifa, ni de Black Lives Matter, sino por efectivos del propio Partido Republicano y, más específicamente, por personas procedentes del círculo interno del entonces presidente, includos Mark Meadows y Casidy Hutchinson, jefe de Gabinete de la Casa Blanca de Trump y asistente de este último, respectivamente.
El mismo modus operandi ha podido verse con el proceso que tiene lugar en Fulton, Georgia, en el que se ha documentado que Trump y sus aliados concibieron un plan para elaborar una lista de falsos electores a fin de impedir que Joe Biden recibiera los votos del Colegio Electoral del estado. Un esfuerzo que incluyó, entre otras cosas, reuniones entre el entonces abogado de Trump, Rudy Giuliani, y legisladores de Georgia. Hay evidencias como una grabación telefónica de enero de 2021 en la que Trump presiona al secretario de Estado, Brad Raffensperger —tan republicano como otro cualquiera— para “encontrar 11 780 votos“ y despojar a Biden de su victoria en Georgia.
El anterior dato ha tratado de ser minimizado o relativizado como parte de un intento por desaparecer del mapa la evidencia que está en manos de los investigadores; a saber: grabaciones, correos electrónicos, mensajes de texto, documentos y testimonios ante un Gran Jurado Especial, entre otras. No por azar un informe de la Brookings Institution subraya que en este caso los cargos contra Trump podrían incluir declaraciones falsas, influencia indebida sobre funcionarios del Gobierno, falsificación en primer grado y hasta solicitación criminal.
El proceso que se acaba de abrir en un juzgado de Manhattan no es sino la primera banderilla que se le pone a Trump desde que puede ser juzgado por una corte de justicia, acción imposible de emprender antes debido al privilegio que otorga el Departamento de Justicia a los presidentes en oficio.
El ex y sus orgánicos han tratado de quitarse el dardo de encima utilizando exactamente los mismos mecanismos que antes, tal vez con añadidos un poco más soeces, como cuestionar la integridad personal del fiscal Alvin Bragg, a quien se acusa, sin pruebas, de corrupción y de estar pagado por el multimillonario George Soros, uno de los más socorridos punching bags de la ultraderecha. Se suma el empleo de demonizaciones e hipérboles reiteradas hasta el cansancio en el sentido de que los actores implicados querrían “destruir la nación”; y que Estados Unidos se está “yendo al infierno”.
Más recientemente la retórica ha subido su nivel de ignominia, al tirar golpes bajos al juez Luis Merchán y su familia. Primero presentándolo como un odiador a ultranza de Trump, y luego utilizando a Eric y Donald Trump Jr. para atacar en lo personal a la hija del magistrado. Los resultados, de nuevo, tributan a amenazas anónimas por parte de los mismos que protagonizaron el ataque al Capitolio el 6 de enero. Y necesidad de protección policial para personas no involucradas en el problema, pero posibles víctimas de la violencia festinada.
Sin embargo, sería un error conceder omnisciencia absoluta a esos discursos y por consiguiente sobrevalorar sus impactos en una realidad que no es la misma de 2016. Podrían citarse, al menos, dos indicadores concretos en este orden: primero, que en las últimas elecciones de medio término Trump fue por lana y salió trasquilado al apoyar con su discurso a candidatos republicanos extremistas, muchos election deniers que no lograron pasar la prueba de las urnas; lo cual introdujo cuestionamientos dentro de la elite republicana acerca de la efectividad política de su figura. Segundo, más recientemente el discurso de que si lo procesaban habría “muerte y destrucción” quedó a años luz de la realidad, al producirse solo algunas protestas en estados como Nueva York y California, desafiadas por manifestantes en contra.
Una verdad de Perogrullo sería afirmar que ese nivel de retórica no va a detener los procesos legales que Trump tiene pendientes, ni siquiera con las amenazas que él y sus acólitos puedan emplear. Se espera que en cuestión de semanas la fiscal del condado de Fulton, Fani Willis, presente cargos específicos contra Trump por el caso de Georgia. Y que, según trascendidos, las dos investigaciones del fiscal especial Jack Smith —a quien Trump llama “lunático” y “perro rabioso psicópata“— también están cerca de concluir. Los cargos irían desde la obstrucción de la justicia hasta la Ley de Espionaje, por los documentos clasificados en la casa en Mar-a-Lago.
Para cerrar por ahora, queda por oir una de las piezas del rompecabezas: el exvicepresidente Mike Pence, quien podría revelar ante un Gran Jurado de Washington D.C. detalles adicionales a los que se conocen sobre la orden dada por su entonces jefe de irrespetar el procedimiento estándar en la transición de poderes.
Tiene razón un experto: “Ya son muchos de su propia Administración que van en sentido contrario a las manecillas del reloj y no repiten eso de que ‘intentan convencernos de algo que no sucedió’”.