Estaba enfrascado en la columna que publicaba por aquellos días en la revista Somos Jóvenes, cuando su director, el escritor Ernesto Pérez Castillo, me llama casi violentamente.
Lo veo junto a la puerta de entrada a la oficina del director de la Editora Abril. Está como solía estar parado él, torcido ligeramente hacia atrás con los pelos cayéndole sobre la cabeza medio calva. Dejo lo que estoy haciendo en la computadora y voy. Antes de alcanzarlo me pone una mano en el hombro y me hala al interior.
Ya dentro, enfrento a un hombre bigotudo y a un televisor chino. El hombre, en camisas de mangas largas, sudando, da zancadas y mira lo que se transmite por la pantalla; si con escenas en movimiento, mudas. Es un espectáculo más propio de un filme de ciencia ficción que de la realidad.
De no haber sido por el cintillo de la CNN no me habría enterado bien, y ahora ni siquiera estoy seguro respecto a si la televisión cubana se encadenó con la norteamericana para de esa manera normalizar las relaciones en una coyuntura extraordinaria y adelantándose a Obama y todo su acercamiento, o si acaso aquella oficina contaba con un servicio de televisión por cable; pero era lo que veía, o fue lo que vi o es lo que veo: la transmisión de CNN, los cintillos que avisan de un ataque a las icónicas Torres Gemelas, el World Trade Center flamante desde 1973.
Ambos edificios humean y mientras veo la nube pienso, poco pero pienso, porque soy de lento pensar. Los otros dos sí que están adelantados, proyectan hipótesis y sacan cuentas de lo que significa ese hecho perpetrado a saber por quién, aunque luego, muy pronto, sería extendido hasta parecernos familiar el nombre de Al Qaeda y el de Osama Bin Laden.
Hoy caigo en la cuenta de que el incidente acaba de empezar, y de que casi he presenciado el hecho desde su inicio. Otro avión impacta como ave contra uno de los edificios. Este que en llamas ya en su cima veo, empieza a desplomarse al rato como si estuviera hecho de naipes. La nube de polvo es colosal. Tomo conciencia de quienes pueden estar dentro, muriendo.
– Increíble- dice Ernesto, y yo vi dos dientes que asomaban por entre sus labios, y no atinaba a hablar.
-Es algo nunca imaginado – dice el bigotudo, director de la editorial, que con la mismo tuvo que salir del lugar para cumplir alguna gestión administrativa.
Estoy un rato más mirando la escena terrorífica e impactante y que no sé por qué motivos me hace creer que estamos también en peligro, que algo extraño va a pasarnos a nosotros en cualquier momento. Finalmente, cuando de vuelta entra el director de la editorial, que era Herminio Camacho, no hace tanto fallecido, salgo de la oficina disparado.
Oprimido por la idea de que algo pasará de un momento al otro en La Habana o en Cuba voy corriendo hasta el teléfono, la extensión con la que cuenta la revista. La redacción está ubicada en la que había sido la oficina de Gastón Baquero, idea que me gustaba mucho, por cierto. Un estudiante que empieza el segundo año de Periodismo se hace muchas ilusiones. El espacio está justo a la derecha del ascensor, rodeado de cristales corrugados que impiden la visión desde afuera y viceversa.
No recuerdo si hay otro periodista allí, si acaso está la secretaria o alguien. Debo encontrarme sólo. Marco el dígito que me permite superar la red del edificio para conectarme con el resto de la red telefónica. El número de una prima de Centro Habana, el de mi abuelo de Centro Habana, el de mi hermana que anda por Kolhy, y el de mi madre en Holguín. Todos están muy bien. Algunos ni siquiera están al tanto de lo que sucede en Nueva York y los atormentan asuntos propios de la rutina.
Todo normal, pero nada ni nadie puede sacarme de mi convencimiento: tengo la premonición de que algo muy malo se avecina también para nosotros. Con eso en la cabeza recojo mis cosas, tomo el ascensor y abandono aquel edificio.
Desde la puerta miro el cielo. A un lado. Al otro. Huelo porque esa zona de la ciudad siempre huele de la misma manera, peculiar, una mezcla de aceite refrito y humedad.
La calle hierve. Es casi mediodía. Las clases empiezan en la tarde así que me apresuro.
Cruzo la avenida por un túnel de almendrones para llegar a la acera del Capitolio. Me voy hasta la parada del P1. Todavía se puede subir a un camello en La Habana, uno que a esa hora llega bien repleto como sólo podrían estarlos los de aquí. Para subir a esos animales algunas veces había que tener habilidad, transformarse en un verdadero domador.
El trayecto dura unos veinte minutos, poco menos. Cuando aquel artefacto se acerca a la Iglesia de Reina me dan ganas de bajar en la parada, cruzar la calle, subir las escaleras de una cuartería y pegarle la gorra a mi abuelo, que casi ciego por completo es capaz de cocinar unos exquisitos almuerzos. Pero no bajo, tal vez porque el interior del camello está atestado y yo atorado y sujeto para no caer.
Al rato desciendo, cuando estamos junto al hospital Calixto García.
Camino por la misma acera hasta llegar a 23. Cruzo. Paso un puesto donde venden pan con croquetas. No quiero de esas. Sigo. Frente al edificio donde entonces quedaba la Facultad de Comunicación, sede también de la carrera de Periodismo, me detengo.
Los verdaderos debates sobre el hecho en progresión comenzarían entre mis compañeros y profesores allí dentro. No más superar las escaleras y el portal de la casona, el televisor de la entrada, detrás de la recepcionista, transmite la noticia. Los mejores en crearse una opinión, los más polémicos, ya discuten. Lo veré en breve.
Los días están contados para gobiernos como los de Hussein y Gadafi. Pero no lo sabemos. Ha comenzado la nueva era: la guerra contra el terrorismo proclamada por Bush, a quien Fidel Castro suele referirse como “bushito”. Por cierto, Castro se había desmayado ese año, antes de las vacaciones, en medio de un discurso. Recuerdo que después de verlo, luego de una jornada de trabajo social diagnosticando familias en condición de pobreza en La Habana, salí a caminar Centro Habana sin encontrar repercusiones del hecho.
Estoy en la acera, por cruzar, esperando que pasen los autos. Algo malo está por venir. Lo tengo más claro, lo presiento.
De repente no aguanto más, decido tomar algo, comerme un pan con cualquier cosa en la cafetería de una vecina dispuesta en el acceso a un edificio. Tengo tanta hambre, y como no estoy seguro de tener ganas y tiempo para moverme hasta el comedor universitario o el de la beca, y con el convencimiento de no resistir las clases de gramática en esas condiciones me doy la vuelta para pedir algo.
Pido, pago y, sorpresa, entiendo: ya todo ha empezado a cambiar aún para nosotros tan lejanos y cercanos a Nueva York: los precios se han duplicado en aquella cafetería, y cuando pregunto la mujer responde si acaso no he visto lo que está pasando en Estados Unidos.
Lo tengo todo muy claro en ese momento. La cafería es como la bolsa de valores, la más importante del Vedado y La Habana, que al final es Cuba, lo demás ya se sabe… Tendría que habérselo comentado a Triana, que entonces era nuestro profesor y nos hablaba de los problemas económicos de los cubanos.
Que artículo tan malo… Una. perdida de tiempo tan grande que tengo que decirlo…