Pocos dudan que la vacunación haya sido uno de los mayores logros científicos en materia de salud pública en la historia de la humanidad. Sin embargo, pese a la evidencia del aserto, grupos sociales e individuos han venido desplegando, históricamente y hasta el día de hoy, un abanico de temores acerca de supuestos efectos nocivos.
Los movimientos antivacunas pueden definirse, grosso modo, como colectivos humanos que, por diferentes razones —sanitarias, religiosas, políticas y filosóficas—, asumen que las vacunas y el acto de vacunarse suponen para su salud más riesgo (o directamente perjuicio) que beneficio. En esto consiste su identidad.
La emergencia sanitaria causada por el coronavirus impulsó a escala global el debate sobre la importancia y la necesidad de la vacunación y destacó el deber de crear confianza hacia los procesos de inmunoprevención.
El hecho de que fuera un nuevo desafío para profesionales e instituciones de la salud hizo que algunos sospecharan de un producto novedoso. Pero un dato se impuso: el desarrollo de las vacunas para la COVID-19 avanzó más rápido que para ninguna otra en la historia; nunca antes tantos laboratorios en tantos países habían destinado tantos recursos al mismo objetivo. Pero estos movimientos suelen desconocer no solo los resultados tangibles de la vacunación, sino además los estándares de calidad y seguridad característicos de esos procesos.
Los evangélicos y las vacunas
La oposición a las vacunas ha estado instalada en la cultura local desde el siglo XVIII. Vistas desde la ideología religioso-fundamentalista, se consideraron desde el principio “operaciones diabólicas” y, por lo mismo, fueron condenadas por constituir un intento de oponerse a los castigos a los que Dios sometía a la humanidad por sus pecados. El reverendo John Williams, en Massachusetts, aseguraba eran cosa de Lucifer, y su caso no es sino uno en una larga lista de predicadores de este talante.
Esta misma corriente es uno de los sustratos sobre los que se erige el movimiento antivacunas del trumpismo. Durante sus cuatro años en el cargo, Trump tuvo un índice de aprobación de hasta el 78 % entre los evangélicos blancos y del 54 % entre todos los protestantes. Por buenas razones, el entonces mandatario utilizó sistemáticamente las redes sociales para socializar cualquier cantidad de falsedades sobre el coronavirus. Digamos, solo para abreviar, que al inicio lo llamó “un engaño”. Y que le restó importancia a la letalidad del virus asegurando que desaparecería rápidamente. Llegó a afirmar en Twitter (hoy X) que las vacunas causaban autismo en los niños.
Si se analiza bien, se verá que el posicionamiento de los cristianos conservadores contra la vacuna para la COVID-19 contiene no solo una creciente desconfianza hacia la ciencia, la medicina moderna y lo que describen como “la élite global”, sino que además forma parte de la ola antirracionalista contenida en el populismo hoy en boga.
Equivale a posicionarse contra una solución que durante décadas han ayudado a casi erradicar varias enfermedades graves, incluidas el sarampión y la polio. “Su principal razonamiento es una profunda desconfianza hacia el Gobierno”, dijo Sam Perry, profesor de interdisciplinariedad y experto en teorías de conspiración de derecha en la Universidad de Baylor. Y añadió: “Hay ciertos sectores de la derecha cristiana que creen que son parte de la lucha del bien contra el mal”.
De ahí que, en plena crisis del coronavirus, muchos cristianos de esta corriente se dedicaron a propagar desde sus plataformas un conjunto de mitos y falsedades sobre la vacuna y la pandemia. Especial relevancia tuvieron los pastores que instaban a sus fieles a ignorar los datos de salud pública y las orientaciones de los expertos en salud, argumentando, por ejemplo, que la vacuna era la marca de la Bestia (el Diablo, de nuevo) y que provocaría la esterilización de las mujeres.
Se hicieron eco de teorías conspirativas al estilo QAnon, sosteniendo que el virus era una cortina de humo para que Bill Gates implantara microchips rastreables en las personas y, por consiguiente, un instrumento de control del Gobierno.
Toda aquella propaganda terminaría penetrando espacios más allá de ese gremio religioso. Una encuesta de Pew Research Center de septiembre de 2021 encontró que alrededor del 70 % del público al menos había oído que la pandemia habia sido planeada por las élites. Y que el 36 % de los encuestados creía que esto era cierto.
Mas allá del discurso, hubo casos de plantes ante las autoridades federales y sus regulaciones. Uno de ellos, el del pastor Tony Spell de la Iglesia Life Tabernacle en Baton Rouge, Luisiana, que desafió las pautas de salud pública establecidas contra el virus celebrando reuniones masivas en locales cerrados (era ilegal, pero se convirtió en una práctica algo generalizada). “Estamos en contra de las mascarillas, del distanciamiento social y de las vacunas”, dijo.
Ese fue otro de los mantras: el rechazo a usar mascarilla, punto que los líderes y las comunidades evangélicas compartían con amplios sectores republicanos (no necesariamente evangélicos) al formar parte de la guerra cultural y de los posicionamientos antigubernamentales, empezando naturalmente por Donald Trump.
La polarización sobre el uso de los nasobucos se entrelazaba con un fenómeno que los psicólogos sociales llamaron reactancia; esto es, “un estado motivacional que se activa cuando las personas perciben una amenaza a su libertad de elección”. Luego, esos sentimientos las impulsaban a adoptar conductas que validan esas libertades, a pesar de sus demostrados riesgos para su salud personal. La negativa a usar el nasobuco llevaba a menospreciar a otras personas que sí lo llevaban y a buscar razones, por endebles que fueran, para justificar la conducta de no llevarlos puestos.
Ante la recomendación de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) en el sentido de usarlas para prevenir la propagación del virus, el entonces presidente sugirió que llevarla puesta era, de hecho, una declaración política en su contra —y llegó a burlarse de Biden por usar en público.
De pronto, el tema entró a formar parte de la libertad individual, solo del lado de quienes se oponían a emplearlas. Un tema de salud pública quedaba así degradado de forma caprichosa a un asunto de derechos individuales.
La idea más socializada consistía en catalogar las máscaras de “bozales” que, junto con medidas como los controles de temperatura obligatorios, eran “formas en que se estaba erosionando nuestra libertad”. Las razones variaron desde la ira por “arrojar por la puerta el maravilloso sistema respiratorio que nos dio Dios” hasta la invocación de teorías conspirativas o la simple oposición política.
Lo interesante es que estos y similares ideologemas tenían lugar en medio de intensos procesos de investigación/desarrollo de varios tipos de vacunas en los laboratorios y de las correspondientes aprobaciones de emergencia por parte de las autoridades sanitarias. Hacia mediados de 2021, en Estados Unidos ya había tres vacunas disponibles: la de Pfizer-BioNTech, la de Moderna y la de Johnson&Johnson/Janssen, hecho que se vio escoltado por una sistemática apelación a que la población se inmunizara de manera gratuita en diversos centros sanitarios y otros habilitados al efecto.
El resultado no se hizo esperar. De acuerdo con los CDC, en febrero de 2021 alrededor de 43,6 millones de personas habían recibido al menos una dosis de la vacuna contra la COVID-19. Hasta agosto de 2023, el 81,3 % de los estadounidenses había hecho lo mismo. Y en total, 230 637 348 personas (es decir alrededor del 70 % de la población) estaba completamente vacunada.
Nacionalmente, los evengélicos no son sino una minoría: alrededor del 25 % de la población. Como el ruido y las nueces. Flaubert lo resumió una vez en una frase: “no son las perlas las que hacen el collar, es el hilo”.