Dentro del Partido Republicano, al menos en Florida algunos le dicen a Mike Pence “el vicepresidente de cera” porque no habla. No mueve un músculo del rostro. No se inmuta con las mentiras de su jefe, y mucho menos lo cuestiona. Le tiene un miedo de espanto.
Este miércoles Pence será el principal orador en el tercer día de sesiones de la Convención Republicana. Si sigue el guión que han mantenido hasta ahora, le escucharemos más loas a Trump que detalles de los planes futuros para un segundo mandato, aunque haya dado a entender que no siempre está de acuerdo con el mandatario y prefiera callarlo.
Esa posibilidad surge entre observadores y analistas a raíz de una intervención reciente, cuando en su calidad de jefe del grupo presidencial de enfrentamiento a la Covid-19 exhortó a un grupo de gobernadores a reabrir las escuelas.
“Ayúdenos a ayudarlo”, dijo Pence durante una reunión virtual a principios de julio. Enfatizó que la administración quería ver a los niños en las aulas de todos modos, realzando una opinión de Trump. “Todos construyen su plan, trabajaremos con ustedes”, dijo Pence según una grabación en manos del New York Times. Y subrayó: “Estamos aquí para ayudar”.
Trump le debe haber halado las orejas porque al día siguiente envió un mensaje diferente a los estados. El 8 de julio, en un tuitt, el mandatario acusó a los demócratas de intentar obstruir la reapertura de las escuelas por razones políticas y amenazó con represalias: “¡Puedo cortar el financiamiento si no abren!”, tuiteó.
Si Pence se sintió avergonzado o socavado por el arrebato del presidente, no lo demostró. Se quedó callado. De hecho, cuando hizo otra llamada a los gobernadores, una semana después, no mencionó el ultimátum presidencial sino reiteró su propia petición más diplomáticamente de que los estados hicieran todo lo posible por reabrir sus sistemas educativos dentro de sus posibilidades. “Al final, nuestra posición es que estamos con ustedes”, dijo el 13 de julio.
Durante los últimos cuatro años ese marcado contraste con el enfoque y la supremacía definitiva e incuestionable de Trump ha definido la asociación política entre el presidente y su compañero de fórmula. Desde que Trump lo sacó de la gobernación de Indiana para servir como lastre socialmente conservador en el boleto de un magnate inmobiliario casado tres veces, Pence se ha acostumbrado a realizar esas acrobacias y a maniobrar o pulir en privado lo que Trump clama en público. Pero sin deslindarse abiertamente.
El objetivo consiste, a todas luces, en crear una especie de burbuja artificial de relativa normalidad en la que el vicepresidente evite el comportamiento más explosivo y divisivo de Trump, sobre todo fingiendo que no existe.
Obviamente, Pence se esfuerza por no manifestar un abierto desacuerdo con Trump, ni con su acoso a estados y ciudades. Tampoco con sus predicciones acerca de que el coronavirus desaparecerá, ni con sus llamamientos directos al racismo o el uso de su poder de perdón para proteger a sus cófrades políticos del sistema judicial.
Pence tampoco ha asumido una posición política importante que lo enfrente al presidente, como lo hizo Joseph R. Biden Jr. al respaldar el matrimonio de personas del mismo sexo antes de que lo hiciera el entonces presidente Barack Obama.
La semana pasada Pence se apartó de Trump después de que este agradeciera el apoyo de los creyentes en las teorías de conspiración de extrema derecha a lo QAnon. El vicepresidente desestimó al grupo. Pero insistió en que no había visto a Trump apoyando a una organización descrita por el Departamento de Seguridad Nacional como una amenaza terrorista nacional.
El papel de Pence al frente del grupo de combate a la Covid-19 lo ha obligado a hacer malabares con las demandas de los gobernadores que han enfrentado brotes catastróficos y decretos de un presidente que hace mucho tiempo perdió el interés en controlar la enfermedad.
Cuando Trump le entregó el cargo hace meses, los asesores de Pence creían que podría asegurar o destruir su perfil político. En este punto, no está claro que lo haya logrado porque ha sido constantemente eclipsado por su jefe y por sus intentos de dividir la unidad nacional, tan necesaria para combatir con efectividad la pandemia.
Así las cosas, lo único que le queda Pence esta noche, si se quiere destacar, es referirse a su papel en el combate a la pandemia y mantener el tema en el tintero hasta octubre, cuando llegue el debate con la senadora Kamala Harris, candidata a la vicepresidencia demócrata que, sin dudas, le sacará el asunto en la cara.
En su discurso ante la Convención Republicana de hoy miércoles por la noche, se espera que se ciña estrechamente a una estrategia modesta, ideada para mantenerse unido al hombre con la esperanza de sustituirlo dentro de cuatro años si al final ambos son relectos en noviembre.
El escollo es que Pence, el vicepresidente de cera, se puede estar olvidando de que para Trump lo único importante es su familia, la protagonista de esta Convención. Dos de sus hijos se han perfilado para eso. Se han presentado e insinuado en estos últimos días, teniendo en cuenta lo que ha dicho el jefe de despacho de Pence, Marc Short, al New York Times: que al fin y al cabo el vicepresidente “ejemplifica el liderazgo de servicio”. Y eso no augura un futuro longevo. Se puede ir en noviembre. O quizás, como muchos sospechan, irse en noviembre para que Trump le abra el camino a un vástago. Tiene la capacidad legal para hacerlo.