La guerra en Afganistán comenzó como respuesta de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, una operación para golpear a Al Qaeda y a Osama bin Laden en un país entonces regido por los talibanes. La forma como evolucionó la convirtió en otra cosa, pero sobre todo la supuesta empresa “civilizatoria” no alcanzó sus objetivos. De acuerdo con el Departamento de Defensa de EE.UU., el gasto militar total en Afganistán (desde octubre de 2001 hasta septiembre de 2019) había alcanzado US$778.000 millones, y se reportan 3.500 muertes de la coalición, de las cuales más de 2.300 han sido soldados estadounidenses. La peor parte se la ha llevado el pueblo afgano, una investigación de la Universidad de Brown en 2019 estimó que el número de vidas perdidas entre el ejército nacional y la policía en Afganistán era más de 64.100 desde octubre 2001, cuando empezó la guerra. Y según la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA, por sus siglas en inglés), casi 111.000 civiles han muerto o resultado heridos desde que empezaron a registrar sistemáticamente las bajas civiles en 2009.
Ahora, los afganos que colaboraron/trabajaron con las fuerzas estadounidenses han quedado colgando de la brocha y esto podría crear un problema de refugiados en un país ya demasiado tenso por varias crisis inmigratorias.
La rápida reconquista de Kabul por los talibanes es sobre todo eso: la expresión de un foul a las mallas. La idea de que los valores occidentales, el empoderamiento de la mujer y la tolerancia religiosa podrían tener un lugar en una cultura marcada por el tribalismo, terminó dándose contra el crudo diente de perro de las realidades. El gobierno afgano, incluido el presidente Ashraf Ghani, puso pies en polvorosa luego de que las fuerzas entrenadas por Estados Unidos prácticamente no ofrecieron resistencia. A los talibanes les tomó algo más de una semana estar donde se sientan hoy, proceso que podría seguirse paso a paso estudiándolo en la prensa y los medios estadounidenses.
Si bien la velocidad del colapso fue a todas luces impactante, no debería sin embargo sorprender. De acuerdo con trascendidos, funcionarios de inteligencia estadounidenses habían estado advirtiendo sobre una posible rápida toma de poder de los talibanes. En efecto, durante los últimos meses varias evaluaciones técnicas venían cuestionando si las fuerzas de seguridad afganas podrían resistir el empuje de los talibanes y expresando dudas acerca de si el gobierno podría mantener el control de la capital. Pero mientras esos informes estaban ahí, el presidente Biden minimizaba la amenaza. En fecha tan reciente como el pasado 8 de julio, dijo que era poco probable que el gobierno afgano cayera y que no habría en modo alguno evacuaciones caóticas de estadounidenses similares a las del final de la guerra de Vietnam.
Pero retirarse de Afganistán, la guerra más larga es, de hecho, una de las pocas coincidencias de Biden con el aislacionismo del expresidente Donald Trump, quien se pronunció por poner fin a “las guerras interminables de Estados Unidos” y negoció con los talibanes en Daha, Qatar, un acuerdo para la retirada de las tropas a cambio de que estos “no permitieran que ninguno de sus miembros, ni otras personas o grupos, incluida al Qaeda, utilicen el territorio afgano para amenazar la seguridad de Estados Unidos y sus aliados” (“Acuerdos para Traer la Paz a Afganistán”, 2018).
Una medición de Reuters/Ipsos llevada a cabo entre el 16 y 18 de agosto encontró que el 50% de los encuestados había asegurado un mes atrás que estaban a favor de retirar todas las tropas estadounidenses para fines de agosto. Pero el caos en que discurrió el proceso tuvo claras consecuencias. Una de ellas es que ahora mismo muchos más estadounidenses desaprueban a Biden en política exterior (48%) de los que lo aprueban (36%), un cambio notable respecto a cuando el país estaba dividido sobre ese tema (42% vs. 41%). Y desde que los talibanes entraron a Kabul, la aprobación del presidente ha caído 7 puntos, el lugar más bajo desde que asumió el cargo en enero pasado.
Uno de los problemas de fondo en este embrollo parece consistir en que las decisiones clave se tomaron mucho antes, cuando el consenso entre las agencias de inteligencia aseguraba que el gobierno afgano podría resistir hasta dos años, lo cual habría dejado tiempo suficiente para una salida ordenada de las tropas y de los civiles. El 27 de abril, cuando el Departamento de Estado ordenó la retirada del personal no esencial de la embajada en Kabul, la evaluación general de inteligencia seguía apuntando que faltaban al menos 18 meses para que los talibanes tomaran el poder.
Irónicamente, a Biden se le viró al revés su aserto: no ha habido nunca nada más parecido al fin de la guerra de Vietnam, cuando cayó Saigón. A raíz del caos en el aeropuerto de Kabul, el presidente se vio obligado a salir de Camp David y admitir que los talibanes habían tomado el control mucho más rápido de lo que esperaban, una manera de reconocer la incomunicación y la disfuncionalidad interna de su gobierno, al menos en este punto. El resultado ya se conoce: Estados Unidos tuvo que enviar tropas adicionales para ayudar a asegurar el aeropuerto de Kabul y tratar de proteger a los estadounidenses y afganos intentando salir del país.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Cuando los talibanes entraron a Kabul circularon varios videos con una multitud de afganos corriendo al lado de un avión mientras rodaba por la pista. Por lo menos tres lograron montarse en el tren de aterrizaje del C-19 hasta que despegó. Poco después cayeron al vacío.
Esos afganos cayendo del cielo sobre los techos de la capital ilustran, acaso como ninguna otra cosa, el fin de una guerra inútil. La más larga.
Buen trabajo, necesitamos mas cubanos que puedan hablar de este tema al margen de las boberias que muchos escriben. Felicito al autor por eso.