Que 20 años no son nada, decía el mítico tango de Gardel, pero han pasado 20 años desde el comienzo del siglo XXI, y es muchísimo. Porque de la misma manera que el siglo XIX acabó en 1917, con la revolución bolchevique que cambió el curso de la historia, el siglo XX no acabó el 31 de diciembre de 1999, sino el 11 de septiembre del 2001, con el ataque a las Torres Gemelas. Y los cascotes de aquellos rascacielos cayeron en Madrid, en La Habana, en Tokio, en Maputo, en Beijing, en todas partes, del mismo modo que algunos años antes las piedras del muro de Berlín habían destrozado la cuna de mi hijo Axel en una casa humilde del Luyanó habanero.
Solo ante hechos de esta magnitud, nos damos cuenta de que los calendarios y los almanaques y el tiempo en general no son más que un puñado de convenciones inútiles, y como tal, pueden ser vulnerados en cualquier momento. El 11-S lo vulneró todo. Nos clavó a todos frente a las pantallas de los televisores para ver la mejor superproducción de Hollywood “basada en hechos reales”, el más terrible Reality Show de la televisión contemporánea. ¿Y dónde estaba yo y qué hacía el 11-S? Estaba en mi Habana, en mi apartamento de Infanta y Manglar, durmiendo o recién levantado, no recuerdo bien, acompañado por mi esposa Natalia, mi hijo Axel (tenía doce o trece años), y quizá también mi hijo Alex, con solo seis añitos, porque vivía con su madre, pero pasaba los fines de semana conmigo. Y en esa tranquilidad doméstica y dominical (era martes, sí, pero no sé por qué lo recuerdo como domingo), sonó el teléfono. Era mi cuñada Ileana, la esposa de mi hermano Raimundo, que por entonces trabajaba en el Noticiero Nacional de la Televisión. Y su primera frase fue directa y lapidaria: “Enciende el televisor: están atacando a Estados Unidos”. Y dicho y hecho. Natalia y yo no salíamos del asombro. No estábamos viendo los ataques en directo, como en otras televisiones del mundo, sino en diferido, pero el asombro era el mismo, el desconcierto idéntico. ¡Están atacando a Estados Unidos! Lo demás ya se sabe.
Pocos acontecimientos han provocado tantos mares de tinta en las últimas dos décadas. Y ese día no solo cambió la historia del mundo, la geopolítica y la convivencia “pacífica” (se habló incluso de la “guerra de civilizaciones”, ¿recuerdan?), sino que alteró para siempre nuestras vidas humildes en el plano doméstico. Yo, por ejemplo, solo una semana después viajaba a Nueva York, o sea, debía hacer un viaje al Nueva York víctima de los ataques, invitado por la Universidad de Yale para impartir una conferencia junto al también poeta cubano Waldo Leyva. Y estaba muy entusiasmado porque ese iba a ser ese mi primer viaje a Estados Unidos, mi primer viaje a Nueva York, una ciudad que he visitado varias veces después y que me ha inspirado dos libros inéditos (“Retrato de Nueva York”, en décimas, y “Chamaquili en Nueva York”, de poesía para niños). Pero no fui. Mi madre se puso de los nervios. Natalia también. Mis hermanos. Todos me aconsejaron que no fuera, y yo, prudente siempre, tal vez demasiado, les hice caso. Waldo sí fue y participó del evento académico en una ciudad todavía nublada por el polvo y el humo.
Veinte años después, y conociéndome, me arrepiento de no haber ido, de no haber sido testigo directo de ese terrible momento de la historia moderna. A veces lamento mi poca vocación periodística, mi formación netamente novelesca que hace que me interesen más los hechos “filtrados por el tiempo” que el relato inmediato de espíritu cronista. Eso me pasó entonces. No obstante, no habían pasado ni quince días y ya estaba volando a Medellín, Colombia, en un vuelo de Copa Airline que hacía escala en Panamá. Y también allí viví las consecuencias de 11-S. No tengo que recordar que en todos los periódicos, radios y televisiones del mundo no se hablaba de otra cosa. No tengo que recordar que todos los aeropuertos del mundo mundial seguían en alerta. Pero yo iba “a lo mío”, tranquilo, observándolo todo, pero manteniendo la calma.
Viajaba a Medellín a un evento académico en la Universidad de Antioquia. Bajé del avión en Panamá, y me desplacé hacia el puesto de Inmigración que me permitiría acceder a la otra sala, para tomar mi vuelo de enlace, que iba a Bogotá, no a Medellín directo (allí tendría que tomar otro vuelo). Había cola ante los oficiales de inmigración, en unos mostradores tan pequeños que me parecieron poco serios entonces. Marqué en la cola, y tenía, no sé, diez o quince personas delante. A mi alrededor el ajetreo típico de los aeropuertos: pasajeros para un lado y para el otro, oficiales aeroportuarios, policías con perros (perro con policías, pienso a veces, y juego más: hay perros-policía y policías-perros). Yo, para que lo sepan, en un aeropuerto soy el más mirón de los mirones: me fijo en todo, y todo me parece carnaza literaria. Pues bien, estaba yo tan tranquilo, mirándolo todo, y de pronto veo que a mi alrededor y delante de mi, todos los que pasaban cerca e incluso los que estaban en la cola, comienzan a mirarme y a replegarse. Me miraban, abrían mucho los ojos, y se alejaban lentamente. Qué sensación tan rara. No decían nada, pero se alejaban de mí como de un apestado.
Yo los miré, uno a uno, no desafiante, sino intentando entender qué les pasaba, peor, por gusto. De pronto, yo era el primero en la cola para inmigración porque todos se habían replegado. Intentando entender qué pasaba, me di la vuelta, para mirar al resto de la cola por si ellos también habían salido huyendo. Y lo entendí todo. Clarísimo. Justo detrás de mí, pegados a mi espalda, había dos jóvenes árabes, con cara y ropa de jóvenes árabes, uno con una túnica negra, el otro con una blanca, ambas túnicas tan largas que acababan sobre sus sandalias, muy árabes también. Y luego aquellas barbas musulmanas. Y aquel color de piel. Lo entendí todo. Miré a los jóvenes árabes unos segundos y vi cómo charlaban entre ellos, no recuerdo si en árabe o en inglés, y cómo sonreían, resignados. Recuerdo que aunque no los entendía y dudaba que ellos me entendieran a mí, les dije: “anda, mira qué bien, somos los primeros”. Y les hice seña para que avanzaran detrás de mí en la cola. Los demás nos miraban. Yo analizaba la situación y ellos no dejaban de sonreír y de cuchichear entre ellos.
Mi imaginación se disparó y les endilgué este dialogo (en cubano barrial): “Hay que ver, bróder, que ahora todos nos tienen miedo”; “sí, asere, del carajo, y solo porque somos musulmanes”; “de pinga, bro”; “na, olvídalos, aprovechemos y pasamos antes”. Yo entregué mi documentación y pasé sin problemas. Ellos entregaron la suya, y pasaron igual, sin problemas. Los demás pasajeros se reacomodaron en la cola, supongo, cada uno rezándole a su Dios para que no les tocara el mismo vuelo que los sospechosos. En todo caso, nunca me quedó claro si yo entraba en el grupo de los sospechosos también (por el color de piel encajaba perfecto). Me fui tranquilo a mi puerta de embarque y los jóvenes árabes a la suya (seguramente volaban hacia Estados Unidos). Y durante todo el viaje no hice más que pensar: “Hay que ver, vaya desgracia ser de origen árabe en estos momentos, vestir como árabe, hablar en árabe”. Todavía en ninguna parte se hablaba de islamofobia. Pero lo vi venir. Y lo he comprobado durante muchos años, sobre todo en la España posterior a los ataques terroristas del 11-M. Porque del 11-S neoyorquino yo salté al 11-M madrileño en muy poco tiempo.
¿Y que dónde estaba yo y qué hacía el 14-M? También el 14-M fue una fecha imborrable en mi memoria histórica, personalísima. Viajaba yo de La Habana a Madrid con el amigo y periodista granadino Juan José García, Juanje —especialista en música y un amante de Cuba—, y lo hacíamos juntos en un viaje de ida y vuelta total. En su coche habíamos ido de Granada-Almería hacia Madrid, habíamos dejado el coche en casa de su madre, muy cerca de Atocha, y luego volamos a La Habana aprovechando la baratura del entonces “tijeretazo” de Air Europa. Y claro, ahora estábamos haciendo el viaje a la inversa, y pensábamos recoger el coche en casa de “su vieja”. Para ello, una vez en tierra, la mejor opción era el tren de cercanías. Y ahí topamos con la realidad. ¿Tren? ¿Cercanías? A las siete de la mañana habían sido los terribles atentados a los trenes de Madrid y nosotros habíamos llegado en torno a las nueve.
A veces pienso que solo por dos horas de diferencia no nos pilló el desastre madrileño. Tomamos un taxi y el taxista nos advirtió que no podríamos llegar a Atocha. Por la radio del taxi oímos a Aznar culpar a ETA de los atentados. Recuerdo que yo le dije a Juanje: “Eso no es ETA”, o “Eso no tiene el estilo de ETA”, en una especulación que era la suma de otras especulaciones y vivencias. Por supuesto, este atentado en Madrid también había comenzado en Nueva York, el 11-S, con ramificaciones que habían pasado por las Azores de Bush-Blair-Aznar, entrando en el Irak de los Hussein y revolviendo la nostalgia andalusí de los yihadistas y su secular deseo de venganza. Y heme ahí entonces, de nuevo con el humo de un atentando nublándome la vista, sorteando obstáculos y cortes policiales para llegar al coche de mi amigo Juanje y regresar a casa, esta vez a Almería, donde Natalia me esperaba con el susto en el cuerpo.
¿Que dónde estaba yo el 11-S del 2001 y qué estaba haciendo? En realidad, yo sigo ahí, frente al televisor, viendo cómo las Torres Gemelas se desploman una a una, casi en cámara lenta, y cómo el mundo entero se tapa la nariz y los ojos para evitar el humo. Pero es imposible: llevamos 20 años con los ojos ahumados, la sonrisa ahumada, el corazón ahumado, sospechando que en cualquier momento puede pasar algo peor, y, lo peor de todo, aceptando que los gendarmes de la tranquilidad, en nombre de la seguridad (o viceversa), sospechen a priori de nosotros, de todos nosotros, vayamos vestidos como vayamos vestidos, seamos de la nacionalidad, la cultura o la religión que seamos, que sospechen de nosotros en todos los aeropuertos, y en todos los aviones, y en todos trenes. Porque el siglo XXI es el siglo de los sospechosos. Y sospechosos somos todos hasta cuando demostramos lo contrario. Hay que joderse.