En momentos en que rige la torpeza y la subestimación hacia Rusia en sus demandas en materia de seguridad regional, y un conflicto que amenaza con la utilización de armas nucleares, la Ostpolitik (política hacia el Este) impulsada por el canciller alemán Willy Brandt en la década del 70, recuerda una cierta dosis de realismo en las relaciones internacional que se echa en falta hoy en los diseños de seguridad trasatlántica. Es necesaria hoy como nunca antes, ante potencias nucleares que nos tienen la certeza de una destrucción mutuamente asegurada.
Fue una política que, en medio de diseños y estrategias globales de abierta confrontación entre Occidente y el bloque socialista de Europa del Este durante el período de la guerra fría (teoría del dominó, respuesta flexible, destrucción mutua asegurada…), apostó por la normalización y la negociación con los países del otro lado del telón de acero. Fue una política realista, enmarcada en una concepción de las relaciones internacionales que entiende el orden y la estabilidad europea también por reconocerse mutuamente y por establecer mecanismos que garanticen el equilibro entre los poderes.
Una guerra que atiza el convulso mundo de hoy
El escenario de seguridad europea, que ha desembocado en esta agresión abierta y criminal contra Ucrania, es producto de una mediocridad sin precedentes por encontrar puntos de equilibrios necesarios entre los intereses y desafíos de seguridad colectiva. Algunos echan en falta una buena dosis de realismo en las relaciones internacionales.1 Y no creo que les falta razón. Nada mejor, esta “lógica entre potencias”, que algunos consejos de 2014, recordados recientemente, de un realista como Henry Kissinger para los que diseñan políticas de seguridad en ambos lados del Atlántico.2
La crisis de Ucrania, no es ocioso recordarlo, acontece en un período de recomposición del orden internacional. El mundo de hoy —verdad de Perogrullo— no es el mundo de ayer. La crisis de la globalización es acompañada por una contestación sin precedentes al pretendido unilateralismo norteamericano. China y Rusia son, sin lugar a dudas, los focos de preocupación más importantes en las disputas por la hegemonía ante Estados Unidos y el bloque europeo.
Estados Unidos se encuentra en período de transición —en eso coinciden muchos—, y la pretendida vuelta a la idea liberal en las relaciones internacionales, después del período convulso de Donald Trump, no se ha acompañado de una política exterior coherente hacia muchas partes del mundo. América Latina es tal vez un ejemplo elocuente.
Varios frentes abiertos a lo interno (pandemia, polarización política, inflación, incredulidad creciente hacia el sistema político, etc.) se combina con una incapacidad para metabolizar cambios vertiginosos en el orden internacional, con fracasos estrepitosos como Afganistán en 2021. Ello deja la sensación de una “política zigzagueante” y “débil” —en los términos norteamericanos— que tal vez recuerda aquella atmósfera dejada por la administración del demócrata Jimmy Carter.
Para Europa, el desafío de seguridad con la agresión a Ucrania la atrapa en el inicio de un camino por su “autonomía estratégica”, que incluye también ubicar el rol de Europa en el mundo en materia de seguridad internacional.3 Es una urgencia ante la subordinación de los intereses en este campo a la política exterior de Estados Unidos, el mayor contribuidor de la OTAN. En el campo de la política exterior, la Unión Europea carece de una línea de conducta propia. La crisis ucraniana no ha dejado de mostrar el papel secundario asignado al bloque comunitario y el rol preponderante de Estados Unidos en los problemas que afectan más directamente a esta parte del mundo. La exclusión de las principales autoridades del bloque comunitario, en alguna de las más importantes negociaciones entre Estados Unidos y Rusia sobre esta reciente crisis, fue evidencia de esta realidad.
Ausencia de una política realista
La creación del espacio soviético, con Ucrania en su interior, fue un proceso conflictivo que puede rastrearse también en muchas fases de la historia de Rusia: la integración de pueblos con características disímiles en un ideal nacional, que apeló a la fraternidad socialista, al internacionalismo proletario y a entenderse como “bloque” frente al occidente capitalista. Este proceso se acompañó de movimiento demográficos que diluía o diversificaban en muchos casos fronteras raciales y étnicas.
La doctrina Brézhnev (soberanía limitada), según la cual las fronteras entre los países socialistas ya no eran “territoriales” sino “ideológicas”, y donde cada problema en un Estado socialista se entendía como un problema común para el mundo socialista, tuvo una traducción militar en el Pacto de Varsovia frente a la OTAN.
En estas, las repúblicas soviéticas y los Estados vecinos pasaron a ser —se ha dicho con razón—, meros “teatros militares” o “direcciones estratégicas” en sus proyecciones militares: es decir, de la misma forma que se entendió como parte de su dirección estratégica occidental a la “República Democrática Alemana, Polonia, Checoslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania, Kaliningrado, Bielorrusia y región carpática”, la dirección suroccidental se comprendía como “una extensión territorial compuesta por regiones soviéticas y otros Estados independientes: Kiev, Odessa, Rumanía, Bulgaria y Hungría”.4
La desintegración de la Unión Soviética se acompañó de un declive militar, político y económico en la escena internacional. Pero tal vez el problema territorial, la desintegración e independencia de Estados que antes pertenecían a uno solo, es un trauma que la actual dirigencia entiende como su principal desafío. El dolor que recordó Putin a Oliver Stone en su documental Entrevistas a Putin, sobre el hecho de que, con “el colapso de la Unión Soviética 25 millones de rusos se vieron expulsados de su país en una sola noche”, lo que equivalía “a una de las grandes catástrofes del siglo XX”5, es indicativo de la frustración para la dirigencia rusa del escenario creado desde entonces y hacia donde están puestas las miras.
Con este evento, se desataron los demonios. La tensión se desplaza a varios escenarios: el expansionismo de la OTAN, la integración plena de antiguos aliados en los esquemas de seguridad y de cooperación de la Europa Occidental, el coqueteo de estas repúblicas exsoviéticas con el Oeste, y la utilización por Rusia de todos los medios para impedirlo.
Entre las acciones más utilizadas por Rusia para frenar este acercamiento de los Estados pertenecientes otrora al espacio soviético, se pueden establecer algunas constantes: uso de la fuerza armada (Chechenia), alentar declaraciones unilaterales de independencia (Transnistria, Abjasia, Osetia del Sur, y ahora recientemente Lugansk y Donetsk), la anexión (Crimea), entre otras. El nacionalismo en estas zonas floreció y disputa en muchos ámbitos (ideológico, simbólico, económico, etc.) la presencia de su antiguo “colonizador”. Para Rusia estos movimientos son insostenibles y con más razón si se enmarcan en los esquemas de seguridad europea de Occidente, que constituyen una amenaza intolerable.
Es por esta razón que el conflicto en el espacio exsoviético se entiende por Rusia como un conflicto entre sus fronteras. Y las amenazas de Estados del antiguo bloque socialista, como una amenaza directa de sus antiguos aliados. La obsesión de Stalin por no ceder ni un milímetro en su esfera de influencia a Estados como Polonia en la posguerra, tenía implicaciones prácticas e históricas: por territorio polaco han llegado varias agresiones a suelo ruso, Stalin recordaría a Churchill mientras se debatían y disputaban el mundo de posguerra.
Occidente, y en especial Europa, no han querido entender los problemas de seguridad de Rusia. Han primado los intereses de Estados Unidos, con sus propias lógicas de confrontación con Rusia. Los intereses nacionales y de seguridad norteamericanos han comprometido los verdaderos intereses de seguridad europea en la búsqueda de una solución a este problema.
El final de la guerra fría desplegó un escenario inédito para hacer coincidir los intereses de ambos. No olvidar que la Doctrina Kóziriev, impulsada por la dirigencia rusa en política exterior durante la transición tras el derrumbe de la Unión Soviética, buscó acercar posiciones estratégicas con Estados Unidos, en un plano de igualdad, para conformar una “alianza”. Estuvo sobre la mesa, incluso, hasta la posibilidad del ingreso de Rusia en la OTAN.
Sin embargo, la apuesta fue por la marginación y la confrontación. Esto llevó a Rusia a la idea de una amenaza inminente y movimientos cada vez más de cerco. Varios hechos no pasaron inadvertidos para la dirigencia rusa: el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia, el apoyo al reconocimiento de la independencia de Kosovo, y el expansionismo de la organización trasatlántica que no cesa hasta nuestros días: Hungría, Polonia y República Checa en 1999; Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania y Rumania en 2004; Croacia y Albania en 2009; Montenegro en 2017; y Macedonia del Norte en el 2020.
La llegada de Putin en 1999 al poder priorizó el rearme, el crecimiento económico, y posicionar a Rusia otra vez como un actor de peso en la escena internacional. Desde entonces, se trató de construir alianzas y esquemas de cooperación para afianzar su “esfera de influencia” entre sus Estados vecinos: la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) en 2001, la Unión Económica Euroasiática de 2014, a la que se suma la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, que tiene antecedentes.
No puede decirse tampoco que la política exterior de Putin fue de abierta confrontación hacia Occidente, y fundamentalmente hacia Estados Unidos. La ayuda abierta a Estados Unidos y a la OTAN después de los ataques terroristas de 2001, el Tratado de Reducción de Arsenales Estratégicos Ofensivos, la instalación del Consejo OTAN-Rusia por el año 2002, son muestra de ello.
Incluso, varios hechos registran las propuestas rusas de creación de una arquitectura europea de defensa en Europa —únicamente europea—, que sólo tuvieron el inconveniente (pequeño inconveniente) de excluir a Estados Unidos de la ecuación. Estas propuestas, cuyos antecedentes se encuentran en “hogar común europeo” de Mijaíl Gorbachov en 1987, trataron de coincidir en torno a la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) los componentes de la seguridad europea (propuesta del primer ministro ruso Yevgeny Primakov) o la puesta en vigor de un Tratado de Seguridad Europea en 2008, en la época de Dimitri Medvedev.6
Sin embargo, estos acercamientos desentonaron con el despliegue de un sistema antimisiles en Europa del Este en la era más dura del unilateralismo de George W. Bush, y provocaciones en los Estados más cercanos a Rusia. Desde entonces forcejeos por posicionamientos geopolíticos en Asia, América Latina y África, signaron el derrotero de las relaciones de Rusia con Occidente. Alguna autora ha considerado que el conflicto de Georgia en 2008 y de Ucrania en 2014 marca un punto de inflexión en la política de Rusia respecto al expansionismo de la OTAN, entre un “descontento pasivo” hacia un “revisionismo activo”.7
El conflicto ucraniano
En excelente trabajo publicado en este mismo sitio, Julio César Guanche abordó algunos antecedentes más remotos de este conflicto en Ucrania: los sucesos de 2014, la anexión de Crimea, la declaración de independencia de las Repúblicas Donetsk y Lugansk, los frustrados Acuerdos de Minsk, la política interna y reaccionaria de Volodimir Zelenski, las sospechas de Rusia con respecto a Ucrania, etc. Me concentraré, por tanto, en destacar un punto relevante de los últimos meses.
Ucrania parecía ser, como en efecto lo fue, la línea roja para Moscú en el expansionismo de la OTAN. En diciembre de 2021, Rusia intentó negociar, al estilo del oeste americano, dos proyectos de tratados (detrás de la mesa rusa estaba un movimiento incesante de tropas a lo largo de la frontera con Ucrania y una amenaza de recurrir a la fuerza si no se atendían sus demandas). Se titulaban “Tratado entre los Estados Unidos y la Federación de Rusia sobre garantías de seguridad” y “Acuerdo sobre medidas para garantizar la seguridad de la Federación de Rusia y los Estados miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte”. La experta Mira Milosevich-Juaristi resume el contenido de las exigencias rusas:
“(1) cese formal de la ampliación oriental de la OTAN; (2) congelación permanente de la expansión de la infraestructura militar de la Alianza (bases y sistemas de armas) en antiguos territorios soviéticos; (3) fin de la asistencia militar occidental a Ucrania; y (4) prohibición de los misiles de alcance intermedio en Europa.”8
Las respuestas a estas exigencias ya se conocen. En frente unido, los Estados Unidos, la Unión Europea y la OTAN no sólo rechazaron estas propuestas-exigencias, sino que escalaron en la retórica a la par de Rusia. Si bien no se descartó el diálogo, en medio de las amenazas más preocupantes de agresión, insistir en el punto de la posible integración de Ucrania a la OTAN, no ayudó en nada.
Estados Unidos y los países de la OTAN con capacidad nuclear, están conscientes de los límites en las guerras de hoy. Más allá de las duras sanciones económicas a Rusia, el “estamos preparados para lo peor” del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, a finales de enero de 2022, es una caricatura frente a las respuestas efectivas que han podido proporcionar en el terreno militar para ayudar a Ucrania frente a la agresión de una potencia nuclear.
Rusia se lanzó esta vez más allá de enseñar los dientes, aunque también conoce los límites. Tal vez, y es casi seguro, confía en la prudencia de Occidente para evitar un holocausto nuclear. Pero este sólo podrá conseguirse con una política acertada —aunque a destiempo— que pasa inevitablemente por una arquitectura de seguridad europea distinta, que incluya inevitablemente los intereses y preocupaciones de Rusia y recupere el mejor espíritu de la Ostpolitik.
La seguridad europea, en los marcos estructurales de la OTAN, está destinada al fracaso si no busca hoy con Rusia la negociación y la estabilidad por medio de reconocerse como actores con intereses y proyecciones estratégicas propias en el concierto europeo. Rusia es parte de Europa, aunque esto se olvida con frecuencia. Y la inserción cada vez más profunda de Rusia en Europa, con puntos comunes de entendimiento sobre los que cada parte debe ceder en algunas posiciones de partida, es de la única manera que se puede garantizar la seguridad europea.
¿Qué queda para los Estados de la periferia ante la agresión a Ucrania, para los que quedan en la lógica de esquemas y esferas de influencias?
Lo he sostenido en otro momento: no creo que nadie serio ponga en duda que ni la OTAN ni Estados Unidos tiene moral para dar lecciones de no agresión a Estados soberanos. Pero en febrero de 2022 Ucrania no fue agredida militarmente ni por la OTAN ni por los Estados Unidos. Esta vez no.
En este escenario, se debe tener cuidado en suscribir una “lógica de esferas de influencia”, o lógicas que se asemejan a esta idea, y que es propia de relatos de potencias para tomar posiciones ante hechos tan graves como estos en Ucrania. Los países de la periferia, del Sur Global o de la herencia de los “no alineados”, se equivocan (desde mi humilde criterio) en incorporar en su pliego justificativo de política exterior demandas con esta misma lógica. Ninguno de ellos escapa a “esferas de influencias” de otras potencias. Los Estados de América saben muy bien de esto ante la Roma que los vigila y los ha agredido durante siglos.
Asumir esta lógica descrita en el discurso político, vulnera y hace incoherente los dos principios sobre los cuales debe girar la política exterior de los que están constantemente amenazados y se encuentran en las “esferas de influencias” de otras potencias: el principio de la no injerencia en los asuntos internos y el principio de autodeterminación. En política lo “real es lo que no se ve”, y detrás de ese equilibrio tan complicado de intereses y principios, se debaten disímiles cuestiones en extremo complicadas. Pero también en política la “coherencia es una virtud”, cuando al menos no estás en situación de actuar con el total descaro que lo hacen los poderosos en más de una ocasión.
Si traspolamos un discurso que “valora los justos reclamos” de seguridad regional de Rusia, y concluye, inter alia, que Rusia “tiene derecho a defenderse” (por cierto, lenguaje no conforme a los requisitos de la Carta de la Naciones Unidas para usar la fuerza en legítima defensa, por estar más cercana a la ilegal “legítima defensa preventiva” de Bush), suscribe y acepta este tipo de lógica de esferas de influencia. Por razones obvias esto puede ser de consecuencias nefastas para Estados en la órbita de influencias de otras potencias, o por lo menos ponerla en la tesitura de la incoherencia, a nivel discursivo, cuando Ucrania sean ellos mismos.
Notas:
1 WALT, Stephen M., “Liberal Illusions Caused the Ukraine Crisis”, Foreign Policy, JANUARY 19, 2022. Disponible aquí.
2 KISSINGER, Henry, “Henry Kissinger: To settle the Ukraine crisis, start at the end”, The Washington Post, March 5, 2014. Disponible aquí.
3 BORREL, J., “La doctrina Sinatra”, Política Exterior, 1 de septiembre de 2020.
4 SALAZAR SERANTES, Gonzalo de, “Rusia en el escenario de seguridad: una aproximación a su concepción de la política exterior”, Cuadernos de estrategia, Nº. 101, 1999, pp.71.
5 “Entrevistas a Putin (Capitulo 1)- Oliver Stone | Documental en Español”. Disponible aquí.
6 MILOSEVICH-JUARISTI, Mira, “Las últimas propuestas de Rusia para cambiar el orden de seguridad europeo creado después de la Guerra Fría”, ARI 3/2022 25 de enero de 2022. Disponible aquí.
7 Ibid.
8 Ibid.
Profe, me alegra leerle. Saludos y ¡Felicitaciones!
Rusia es un pais y no puede pensar como un imperio en el siglo XXI tiene que seguir una politica que pase de la dominacion por la fuerza al dialogo politico en su entorno natural,pero para hacer eso,es necesario se dehagan de Putin