Desde la crisis financiera de 2008 y su transmutación en crisis de deuda europea en 2010 por las políticas de austeridad y la obsesión por la reducción de la deuda pública, el continente europeo ha vivido en shock permanente. Si los treinta gloriosos quedan cada vez más lejos para varias generaciones de europeos, durante la última década se aceleraron los acontecimientos y se disparó la incertidumbre. Las impugnaciones populares de la austeridad de Syriza o el primer Podemos, la crisis de refugiados desde 2013, el Brexit, el avance de la ultraderecha y las amenazas reaccionarias en gobiernos como Hungría o Polonia, son manifestaciones de una época de turbulencias.
Finalmente, llegó la pandemia del coronavirus, que mostró la enorme fragilidad de nuestros Estados del bienestar y el eclipse del neoliberalismo provocado por su incapacidad para dar respuestas solventes. Solo en Europa han fallecido aproximadamente 1 millón de personas por el virus, millones más han sido afectadas en su salud, nuestras economías tuvieron que ser paralizadas y corrieron un serio riesgo de colapso. Durante marzo del año pasado llegamos incluso a acostumbrarnos a escuchar comparaciones con la devastación de la Segunda Guerra Mundial.
Ante eventos de tal magnitud Europa reaccionó tarde, pero lo hizo de una manera cualitativamente diferente a cómo lo había hecho con anterioridad. En la Eurocumbre de julio de 2020 se aprobaron 750.000M de euros de los llamados fondos Next Generation —entre ellos 390.000M en ayudas directas y el resto en créditos—, cuyos primeros pagos tienen que gastarse en los dos años siguientes al acuerdo.
España es el segundo país más beneficiado, junto a Italia, por estos fondos. El país ha logrado 140.000M, de los cuales más de la mitad son ayudas directas y el resto préstamos a devolver hasta 2026, fecha en la que, en principio, la Comisión se plantea dejar de emitir bonos para este macroprograma. Para dimensionar la magnitud de éste cabe recordar que entre 1989 y 2020 España recibió casi 190.000M en fondos estructurales y fondos de cohesión, siendo el país más beneficiado por la política regional.
Pero no solo es una cuestión cuantitativa. Por primera vez la Unión Europea rompía el tabú de generar un volumen de deuda compartida —“eurobonos”— para realizar transferencias a los Estados miembros con el beneplácito de Alemania, a pesar de las tensiones de la negociación y las fuertes resistencias de los mal-llamados “países frugales” —Suecia, Dinamarca, Austria o Países Bajos—, que consiguieron introducir una cláusula de veto para bloquear los fondos en caso de “dudas fundamentadas” de su destino. Además de ello, se acordó la suspensión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, la regla de oro del equilibrio presupuestario europea durante, al menos, tres años. Visto desde la perspectiva de hoy puede parecer poca cosa, pero no pocos analistas han señalado la enormidad de los cambios, siendo este cambio de paradigma la condición de posibilidad de lo que el historiador económico Adam Tooze ha llamado “la batalla más importante de los próximos tiempos para el futuro de Europa”. Se impone entonces saber si “esto será o no permanente”. La propia economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI), Gita Gopinath, se ha manifestado ya a favor de que los eurobonos permanezcan como una herramienta permanente de la Unión.
Sin ninguna duda, todo ello no ha sucedido porque de la noche a la mañana los eurócratas de Bruselas se hayan convertido al keynesianismo verde, sino porque la experiencia de la pandemia ha puesto en riesgo a la misma Unión Europea y se ha producido un auténtico terremoto en el sentido común. Como ha acertado en señalar el intelectual italiano Paolo Gerbaudo 1, el retroceso del neoliberalismo ha dado paso a un nuevo horizonte de época presidido por un nuevo papel de lo público y las necesidades de protección, soberanía y control. Tanto es así que, según los datos de un Eurobarómetro reciente, nueve de cada diez europeos anhelan una Europa fuertemente social.
La reciente elección en Alemania, que dará paso con toda probabilidad a un gobierno presidido por Olaf Scholz como canciller, confirma esta nueva época de claroscuros en la política económica europea de la que él es parcialmente responsable como ministro de Finanzas de Angela Merkel. Si bien se abrió la mano de la Comisión para disciplinar a los “países frugales”, al mismo tiempo seguirán las resistencias ante cualquier alternativa que impugne la arquitectura institucional y la división del trabajo de la Unión Europea (lo que puede considerarse “el mayor legado” de Merkel).
Los fondos europeos aparecen así presos de una ambivalencia: o son una oportunidad para reconstruir Europa sobre nuevas bases sociales y productivas, o solo servirán para tapar goteras de una casa a la que le fallan los cimientos. Pensemos que las políticas de flexibilidad cuantitativa (Quantitative Easing 2.0), es decir, el aumento de la cantidad de dinero en circulación, comprando deuda de empresas y de los Estados miembros, han amortiguado los efectos de la depresión, pero no son capaces por sí mismas de estimular la economía. Por ello, la palanca de los fondos europeos y su absorción por parte de las economías europeas resultan fundamentales, aunque quepan dudas aún de si esto permitirá recuperar las tasas de rentabilidad.
Los fondos europeos son una oportunidad única para paliar algunas desigualdades esenciales, pero algunos economistas han venido a señalar que los riesgos que acompañan a este paquete de medidas están lejos de despejarse. Y el problema es que, dada la composición actual de la Unión, parece más probable que se cumplan algunos de nuestros peores temores. Europa parece decidida a abordar un replanteamiento del modelo de capitalismo que surgió de los años 70 y que sufrió dos profundos reveses, en 2008 y 2020. Ahora bien, tras la hipertrofiada y grandilocuente retórica de los informes oficiales y las declaraciones de la Comisión Europea —según la cual parecería que en cuestión de dos décadas Europa se convertiría en el líder mundial de la transición ecológica 2 — puede que haya no pocas cortinas de humo. Necesitamos herramientas para leer los juegos de intereses que marcarán la batuta. En este sentido, se vislumbran principalmente tres problemas:
- En primer lugar, aunque esta vez la condicionalidad no sea “dura” como en la anterior crisis, genera dudas e incertidumbres. Los fondos tienen que destinarse a determinadas finalidades como la transición ecológica o la digital, y además la Comisión Europea firma un contrato con cada país, que incluye una serie de “componentes”. A pesar de que estos incluyen una serie de objetivos y recomendaciones, la dificultad reside en que, dada su ambigüedad, en ocasiones dejan abierta la puerta a colar contrarreformas como las que venimos sufriendo en las últimas décadas. Por ejemplo, en el caso del Pacto de Toledo, en España, el componente 30, que hace referencia a la sostenibilidad del sistema de pensiones, insiste en este objetivo y en la necesidad de sustituir el factor de sostenibilidad del Partido Popular (PP) por un mecanismo de equidad intergeneracional. Con una partitura tan extraordinariamente general y presiones europeas en esa dirección no se puede garantizar que no haya retrocesos.
- En segundo lugar, como se ha dicho, una parte importante de los fondos tiene que destinarse a la transición ecológica de las economías europeas, pero, pese a los discursos grandilocuentes de la Comisión, los planes están lejos de la ambición imprescindible que necesitaríamos en un momento como el actual. Tras el llamado “Libro Verde” de 1995 y el “Libro Blanco de las Energías Renovables” de 1996, el “Pacto Verde Europeo” (European New Deal o END) es el plan para enfrentar la omnipresente crisis ecológica y garantizar un “crecimiento verde inclusivo”, a la vez que una estrategia del gran capital para readaptar sus intereses a la nueva época. Como explican Isidro López y Rubén Martínez en su ensayo La solución verde. Crisis, Green New Deal y relaciones de propiedad capitalista 3, las condiciones que posibilitaron el Pacto Social de posguerra y la hegemonía estadounidense no están, ni se las espera, hoy. No existe la fuerza social que facilitó el empuje —un movimiento obrero fuerte en Europa y EEUU—, y sobre todo no existen las condiciones macroeconómicas que evitaron que el reparto del excedente económico se convirtiera en un juego de suma cero entre capital y trabajo. Si no se pueden recuperar los niveles de productividad laboral que sustentaban ese agigantado excedente, no es suficiente con diseñar un sistema fiscal europeo que sustraiga fondos al capital financiero para invertirlos en capital productivo “verde” en paralelo a las inyecciones a la demanda agregada en forma de prestaciones sociales. De hecho, los fondos europeos son también una disputa por colonizar esferas y recursos públicos. En la medida en que la propuesta del END no se propone reducir el poder de los grandes capitales, sus oligopolios y monopolios, los objetivos ecologistas y sociales quedarán ciertamente lastrados. El gran capital hace tiempo que identificó el sector verde como un nicho donde recuperar su reducida rentabilidad, por lo que no deja de ser mordazmente irónico que se nos presente ahora a los grandes inversores en energías contaminantes como los protagonistas o asesores de la transición ecológica (véase el papel Blackrock convertido en asesor del END).
- En tercer lugar, uno de los problemas más serios para el éxito y la consolidación del cambio de paradigma económico pasa por el modelo de gestión. Muchos Estados, desprovistos de herramientas y poder durante las últimas décadas, están en condiciones pésimas para gestionar subvenciones y créditos de este calibre. Así, una de las vías principales para su absorción está siendo, por un lado, la apropiación de los fondos por parte de grandes empresas (que disfrutan de mejores condiciones económicas y de información que las medianas y pequeñas); y, por otro lado, la conformación de los polémicos partenariados público-privados que históricamente han sido un mecanismo para socializar gastos y privatizar beneficios. La falta de recursos o know-how y la estricta disciplina fiscal obligan a los Estados a valerse de estos instrumentos que se administran de formas más opacas y no-competitivas que las subvenciones habituales, y que desaparecen de los balances de la Hacienda pública. En definitiva, el coste lo acaba asumiendo el contribuyente, que tiene nula capacidad de control democrático, y son los poderes privados quienes acaban por monopolizar los beneficios. Así pues, ¿por qué fiar a un modelo de gestión tan problemático los fondos sobre los que volcamos tantas esperanzas?
Vivimos un cambio de paradigma de apuesta por lo público, centralidad de la crisis climática y anhelo de protección por parte de las mayorías sociales en el seno de la Unión. Al mismo tiempo la huella de lo viejo se resiste a perecer, como se ve claramente en los problemas estructurales del diseño programático de los fondos. La Comisión Europea ha congelado el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, pero también ha declarado su preferencia por volver a la senda de los techos de déficit una vez termine el programa previsto de ayudas y eurobonos en 2026. La duda que emerge es si debería volver a imponerse el mecanismo que desangró a las periferias o más bien replantear todo su sistema de control fiscal. Incluso el antiguo economista jefe del FMI cuestiona ahora la existencia misma de un Pacto que fije techos de déficit iguales para todos los países miembros y prefiere hablar de normas flexibles.
Si los fondos europeos son a la vez una oportunidad histórica para hacer frente a la crisis eco-social, ¿podemos permitirnos que se conviertan simplemente en una alfombra roja para recomposición de los derechos de propiedad capitalista de los poderes económicos europeos? ¿Hemos de aceptar que se desaproveche la oportunidad de poner en cuestión la división internacional del trabajo en el continente de la que parten las desigualdades estructurales en la región? A pesar del jerarquizado y burocrático diseño institucional de la Unión, configurado deliberadamente para concentrar el poder en un grupo de tecnócratas y unos líderes demasiado alejados de las presiones democráticas —ese gran regalo del ordoliberalismo de postguerra—, lo cierto es que se trata de una pugna política de la que, en cualquier caso, no podremos escapar. Si la Unión se resiste a transformar el paradigma de excepción de la pandemia en la nueva norma, se hará imprescindible una segunda oleada democrática del siglo XXI para hacerlo una realidad institucional duradera.
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Notas:
1 De forma muy sintética, podríamos decir que éste es el argumento central que recorre su libro The Great Recoil: Politics After Populism and Pandemic, publicado en inglés por la editorial Verso.
2 Como ya es habitual, la Comisión Europea tiende a basarse en datos que cuantifican exclusivamente las emisiones europeas, sin tener en cuenta que una gran parte de la producción industrial se ha deslocalizado a los países del llamado “tercer mundo” y que, además, el desarrollo de tecnologías verdes depende sustancialmente de las industrias extractivas de materias primas de tales países.
3 Agradecemos a los autores por habernos hecho llegar el manuscrito.
Así que crisis de neoliberalismo,parece que a Cuba y Venezuela le va muy bien,el problema no es el neoliberalismo,cosa que es un invento comunista,el problema es la corrupción, España con un gobierno socialcomunista que es un desastre,gastando dinero como si no hubiera un mañana,Italia y Grecia en lo mísmo,la EU se ha convertido en una institución benéfica para los corruptos y derrochadores.