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En un clima de recogimiento y expectación, la ciudad japonesa de Hiroshima ultima los preparativos para la ceremonia conmemorativa del aniversario 80 del bombardeo atómico de Estados Unidos, que tendrá lugar este miércoles 6 de agosto y que cobró instantáneamente la vida de entre 70 000 y 80 000 personas.
El acto, al que asistirán representantes de 120 países y regiones —una cifra récord—, apunta a enviar al mundo un mensaje inequívoco contra las armas nucleares en medio de un escenario internacional de crecientes riesgos, donde se habla de una tercera guerra mundial de carácter nuclear sin que exista el consenso de que no habrá vencedores.
La seguridad será este año un asunto central, dada la presencia de líderes y personalidades japonesas junto a representantes diplomáticos de naciones como Estados Unidos, Israel, Palestina y Ucrania, entre otros.
A modo de resguardo, el miércoles se restringirá el acceso a los alrededores del Parque Memorial de la Paz, epicentro de la ceremonia y santuario de la memoria colectiva de la ciudad.
Una ciudad en trance
En la víspera, Hiroshima se inunda de actividades centradas en la paz y el recuerdo: conferencias, conciertos, una maratón por la paz y, como es tradición, el emotivo encendido de farolillos flotando sobre el río Motoyasu.
Miles de personas plasman en ellos sus deseos de un mundo libre de violencia nuclear, en una delicada coreografía de memoria y esperanza.
Mientras decenas de trabajadores arreglan los últimos detalles florales en torno al cenotafio de Hiroshima, músicos escolares ensayan bajo la mirada del alcalde Kazumi Matsui.
Los visitantes foráneos, muchos de ellos sorprendidos por la magnitud del evento, comparten espacio con quienes llegan deseosos de rendir tributo a las víctimas y aprender, de primera mano, de la voz de los propios sobrevivientes: los hibakusha.

Testimonios de los hibakusha, las voces vivas del horror
Si bien la bomba arrojada por Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 mató a decenas de miles en el acto y a muchos más en los meses siguientes, varios miles lograron sobrevivir al horror, arrastrando con ellos secuelas físicas, psicológicas y sociales de por vida.
El número de hibakusha —término japonés que significa “supervivientes de la bomba atómica” o “personas afectadas por la radiación atómica reconocidos oficialmente—, descendió este año por debajo de los 100 000, una cifra simbólica que añade urgencia a la transmisión de sus relatos.
Muchos de ellos, como Kunihiko Iida, de 83 años, han decidido aprovechar sus últimos años para compartir su experiencia con visitantes y estudiantes, tanto dentro como fuera de Japón.
Iida, voluntario del Parque de la Paz, recuerda con crudeza estar a escasos 900 metros del hipocentro cuando tenía solo tres años: la explosión, el silencio abrupto, la sangre, la muerte de su madre y hermana apenas un mes después por los estragos de la radiación. “El único camino hacia la paz es la abolición de las armas nucleares. No hay otra manera”, insiste.
Por su parte, Fumiko Doi, de 86 años y sobreviviente del bombardeo de Nagasaki, recuerda cómo su vida quedó marcada por el instante en que el tren en el que viajaba se retrasó, alejándola del epicentro de la tragedia.
Años más tarde, y motivada por el desastre nuclear de Fukushima, Doi decidió romper el silencio para alertar sobre el poder destructor de estas armas. “Si una cae en Japón, quedaremos destruidos. Si se usan más en todo el mundo, será el fin de la Tierra”, advierte, subrayando la urgencia de que la nueva generación no olvide este legado de dolor.
El peso emocional del recuerdo, el miedo persistente a la discriminación e incluso la culpa acompañaron a numerosos hibakusha durante décadas, muchos de los cuales fueron marginados socialmente o culparon a la radiación de problemas hereditarios en sus familias. Pero en esta fecha especial, su testimonio resurge con fuerza y recorre el mundo en busca de un compromiso renovado por el desarme global.
Las heridas invisibles
Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki supusieron un antes y un después para la humanidad, no solo por la magnitud inmediata de la muerte y la destrucción, sino también por las devastadoras consecuencias médicas y humanas que persistieron por generaciones.
Más de 200 000 personas murieron en ambos ataques a finales de 1945, pero los efectos se extendieron mucho más allá.
Entre las secuelas a corto y largo plazo se documentan quemaduras graves, ceguera, lesiones oculares, síndromes de radiación aguda (vómitos, diarrea, hemorragias, alopecia), y un incremento sustancial en casos de leucemia y diversos tipos de cáncer, especialmente pulmón, hígado, estómago y colon.
Los estudios de la Cruz Roja Japonesa y la Radiation Effects Research Foundation constatan tasas considerablemente superiores de enfermedades cardiovasculares, accidentes cerebrovasculares, daños en tejidos, alteraciones inmunológicas y estrés postraumático, incluso décadas después de la exposición.
La estigmatización y el temor a transmitir estos males a la descendencia han sido una pesada carga familiar y social.
Aunque recientes investigaciones señalan que la magnitud de los daños genéticos ha sido algo menos catastrófica de lo que inicialmente se creía, los hibakusha siguen viviendo bajo la sombra de posibles secuelas tardías, incluyendo ansiedad y depresión recurrentes.
Estados Unidos nunca ha ofrecido una disculpa formal por los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki en 1945.
La narrativa predominante es que el ataque estuvo justificado para acelerar la rendición japonesa, aunque sigue habiendo un debate histórico y moral sobre la proporcionalidad y el impacto de las bombas nucleares sobre un Japón exhausto.