Getting your Trinity Audio player ready...
|
Tal vez me serviría a mí aquella metáfora literal: “La ciudad se derrumba y yo cantando” y escribiendo. Sí, hay temas que no caben en una canción y sería pretensioso hacer la Cantata de los Mártires del Salitre. Pero me resulta imposible transitar impasible por el retorcido imperio del óxido.
Dicen (ojo), dicen algunos sabios consultivos, que el salitre en Cuba es distinto a los otros salitres costeros. Que el de nuestro mar es más poderoso en cantidades de nitratos, más concentrado que el de Atacama o el Salar de Uyuni.
De ahí la catástrofe del patrimonio arquitectónico cubano allende el litoral. Por eso el estado del “Vista al Mar”, de las casas del Reparto Náutico, de los antiguos clubes sociales y deportivos de la otrora Playa de Marianao.

¿Qué sería de Venecia lidiando con el salitre cubano, o Las Palmas, o Kunghams, o Miami? Maldito salitroso mar que nos rodea, pese a todo, no vas a poder con los nuevos visionarios de Baracoa y Santa Fe que blindan sus casas con la inefable piedra de Jaimanitas, la numulítica, la conquilífera, la roca caliza sedimentaria, constituida por esqueletos y caparazones de animales acuáticos y que es el elemento distintivo de las fortalezas de La Muralla, El Morro, La Cabaña y Atarés.
No sería afín transitar cual Eternauta por Distopía. A veces la respuesta es simple y está en la historia.
No obstante, a veces resiste; pese a la confabulación de las variables, todavía resiste. Como clamor renuente y robusto. Como dolmen atemporal y metafísico, resiste.
A veces no solo resiste, a veces la estructura está casi intacta. Llevo días tratando de encontrar la lista de materiales para la construcción del Club Náutico de La Habana, una de las obras icónicas del Movimiento Moderno de la Arquitectura Cubana.

El Club Náutico de La Habana, o también llamado Club Náutico de Marianao (Círculo Social Obrero Félix Elmuza), situado al final de la calle 152, actual municipio Playa, fue fundado en 1933 por el empresario Carlos Fernández Campos.
Era un club de clase media cuya cuota anual de 52 pesos distaba bastante de las de sus vecinos Havana Yacht Club (hoy CSO Julio A. Mella) o el Miramar Yacht Club (hoy Club Habana).
A principios de los 50, la membresía del Club rozaba los 5000 asociados, por lo que el empresario se vio abocado a su redimensionamiento.
Para ello convocó al Arq. Max Borges Recio (1918-2009), uno de los grandes poetas de la ciudad (como le gustaba decir al Arq. Ricardo Porro), autor de emblemáticos edificios como el Hospital Neurológico y el Edificio Partagás (16 y 23, Vedado), el Cabaret Tropicana y las originales paradas de ómnibus de 23 y 41 (Reparto Kolhy) y de 41 y 42, Playa.

El resultado de la convocatoria derivó en una de las construcciones más citadas y estudiadas de la arquitectura cubana. Ahora, junto a las imprescindibles taquillas, en perfecta armonía se entrelazaban salones de fiesta y baile, restaurante, cafetería, bar y una terraza techada que corría paralela al mar.
Para llevar a cabo la obra, Borges utilizó una solución reminiscente de la empleada por él en el Cabaret Tropicana: un sistema de bóvedas escalonadas unidas entre sí por estructuras metálicas y cristales.
Estos lucernarios dejaban entrar la luz, pero nunca el sol. Así el Club Náutico, sin ser el más glamuroso de los clubes sociales de la época, se hizo con la mejor pista de baile techada de La Habana, con sus desniveles y sus impresionantes pisos de granito.
El Náutico fue, por mucho, la playa de mi niñez, el centro de las excursiones semanales. Solíamos ir a pie desde el Reparto Flores y acceder por la entrada del Club de 1ra C en el Reparto Náutico.

Ya no funcionaban sus instalaciones marítimas. El fuste de la grúa de izaje nos recordaba su pasado a remo y vela. El tenis de campo había sido sustituido por el voleibol. Pero aún funcionaban su piscina olímpica, su terreno de pelota, sus canchas de squash y handball y mi amado parquecito infantil con hamacas, sillitas y cachumbambés.
Además, el Círculo Social Obrero contaba con dos cafeterías de autoservicio, paraíso de las croquetas y la malta a granel, una pizzería “de cancha” (o sea, sin mesas, solo con banquetas y una barra) con una tablilla que proponía “pizza napoletana”, “spaghettis” y “lasagne”, el Bar Terraza, refugio de mi papá y el tío Ñico, y un restaurant, también de autoservicio, cuyo plato estrella era “Espaguetis al burro” (mucho tiempo después me enteré de que “burro” es mantequilla en italiano).
Fue un domingo a finales de los 60. Lo sé porque escuché por primera vez la palabra matiné. Con mi mamá, mi hermana y mi tía Sara ocupamos algunas de las tumbonas de maderas coloridas que había en aquella terraza techada que corría paralela al mar.

Mi papá y el tío Ñico disfrutaban de algunos highballs (ron con ginger ale) en aquel bar encima de la pizzería a donde no dejaban entrar a los niños. En el escenario del gran salón de baile, una orquesta se preparaba. Correteando por una de las salas del edificio central, me di de bruces con el gran Felo Bacallao. Un rato más tarde trataba de descifrar, mirando indiscretamente por una ventana del restaurant, el entramado inamovible del pelo de Pepe Olmos. No había duda. Iba a tocar La Aragón.
La Aragón, orquesta tipo charanga, existía desde 1939 y llevaba 30 años en el gusto popular; sin embargo, el lugar no estaba abarrotado, pese a ellos tener un montón de “números” pegados. En aquella matiné había varias familias con menores. Recuerdo aquel ambiente distendido y alegre. Años después, la Playa de Marianao se convirtió en “zona de riesgo” por los bailables que se daban en sus Círculos Sociales.
En esa época, La Aragón estaba dirigida por Rafael Lay Apesteguía (violinista y coro) y también contaba con Richard Egües, arreglista, compositor y flautista (autor de “El bodeguero”). Se lucían en los violines Celso Valdés Santandreu y Dagoberto Pascual González. La combinación de la flauta de llaves de madera, los violines, las voces al unísono con dulces melismas de Lay, Pepe Olmos y Bacallao y los cierres del timbal de Orestes Varona eran el sello distintivo e intransferible de La Aragón.
Completaban la orquesta el bajista José Ramón Beltrán, José Cristóbal Palma Perelló en el piano, Panchito Arboláez en el guiro y Guido de Jesús Sarría en la tumbadora. Todavía no estaban en la orquesta Alejandro Tomás Valdés Soa (Tomasito), chelista, gran bailarín y creador del ritmo ¨chaonda, ni el carismático tumbador Guillermo Gonzalo García Valdés (Guillermito Cabecita).
Yo, aun siendo un niño, fui uno de los que más se divirtió en aquella matiné. Pese a mi edad, yo era un aragonero de pura cepa y me sabía casi todos los temas. Fue mi primer bailable y creo que mi primer gran concierto en vivo.
Desde que rompió aquello de “Aragón, Aragón… si tú quieres un rico danzón, ponle el cuño…”, fue todo euforia y canto (por cierto, el tema de presentación de la Aragón fue escrito por Enrique Jorrín, que era literalmente “la competencia”; qué solidaridad la de antes).
Me divirtieron muchos los clásicos, y de hecho tuve una clase por parte de mi madre con la canción “Cero codazos”, canción pugilística de Rafael Lay a la que yo llamaba “Rompan limpio” (“Les pido a los seconds que no me mojen la esquina…”). Vinieron “Qué bien estamos” y “Sabrosona” también de Lay.
“El Bodeguero”, “Cero penas” y “Felicidades, Gladys” de Richard Egües, y la sabia y jocosa “Chaleco” en coautoría con Orestes Varona (Engáñame bien, chaleco, que te conocí sin mangas…). Tuvimos lo nuestro con “Pare cochero” de Marcelino Guerra y “Aquel pañuelito blanco” de Enrique Bonne. (Por cierto, La Aragón usaba el montuno de otra canción de Bonne, “Pepe cabecita”, compuesta para Pacho Alonso para una campaña sobre el tránsito y a la que más tarde cambiarían por “Guillermito cabecita”).
Y para los menos expertos bailadores, como mi papá y el tío Ñico (mi prima Gisela era una bella adolescente y ya podía salir sola, así que no estaba esa tarde), hubo danzón, el baile casi ad libitum. “Hasta la Reina Isabel baila el Danzón…” de Electo Rosell (Chepín Chovén).

Pero La Aragón no solo vivía de los clásicos; la orquesta se había reinventado y asumido temas contemporáneos, con nuevos arreglos sin perder el sello, y habían sido éxitos rotundos. Así disfruté de “Busca los lentes” de Rolando Vergara, “Ven ven morena” de Ramón Paz, “Pregúntame cómo estoy” y “Mi son es un vacilón” de Julio César Fonseca, “No me molesto” de Jorge Zamora y, aunque mi mamá no se acuerda, yo te juro que escuché ese día a la orquesta con Las D’Aida interpretando aquello de “Ajá, viví”, del maestro Félix Reina, con Teresa Caturla cantando la frase lapidaria “…y para el amanecer mi mamá me obligó a casarme con él…”. (Traspapelada como “Jajá, viví”, fue una frase coloquial en aquellos años).
La orquesta dejó para el final las más pedidas, y mientras el tío Ñico trataba de teorizar sobre los pasos malabares de Felo Bacallao (que si ponía sal sobre el piso, que si los zapatos eran especiales. En todo caso, Felo fue el precursor del Moonwalk, y me quedo boquiabierto cada vez que veo su performance), arremetieron con “Un final inesperado”.
La canción había sido un éxito en la voz de la jovencita Maggie Carlés, pero el arreglo de la Aragón no tenía desperdicio. Todos la cantamos. Se acercaba el final y todos pedían la misma. Lay, Richard, Felo y Olmos habían asumido la modernidad y se atrevieron con aquel nuevo ritmo creado por el holguinero Juanito Márquez, influenciado por el joropo venezolano y que el tumbador percutía con un palo sobre la cáscara del instrumento, el “pa’ca”. Fue una demencia colectiva, vesania absoluta. Me pegué a Migdalia agradecido y le dije:
—Ay, qué buena está la fiesta, mamá.
Ella, como perdonándome la vida, me abrazó y me dijo:
—Ay, arrímate pa’ca, Nené.