Cochero… ¡A Palacio!

Me he hecho tan aficionado al Palacio de los Jugos que quiero hablar de su identidad gráfica para poder hablar de él.

¿Qué puedo decir del Palacio de los Jugos? Respecto a su comida, nada. Hace unos cuantos años, cuando recelaba de todo lo relacionado con Miami, lo consideraba un verdadero Palacio. En todas partes donde salía a relucir el tema le porfiaba a cualquiera que sus chicharrones eran los mejores del mundo. No conocía entonces los torreznos de Soria, en verdad muy superiores y recientemente reconocidos como tales, a nivel mundial, los que sirven en el mesón de San Leonardo de Yagüe. Indiscutibles.  

Da lo mismo. Si hay suerte, los del Palacio de los Jugos sacan lágrimas de placer. También de la suerte depende —digamos: si ese día cocina determinado equipo— que degustemos un congrí celestial, con su yuca remolona bajo un mojo imperial. Un banquete brutal para los sentidos rudos.

Sin embargo, su identidad gráfica no es tan buena como sus jugos. No es que sea horrible ni mucho menos. De hecho, no debería estar hablando de ella. Pero me he hecho tan aficionado al Palacio que quiero hablar de ella para poder hablar de él.

 

No logro encontrar en internet el desarrollo de esta propuesta. Parece que ha estado desde siempre. Quizás desde que fue concebido e inaugurado por Apolonia Bermúdez en 1977, en la esquina de Flagler y la 57. Desde muy temprano combinó un generoso menú con productos de elaboración, llegando a convertirse en una institución brutalmente cubana. Sus jugos —faltaría más— de naranja, fruta bomba, melón y piña son preparados in situ. El agua de coco sale de su coco delante de los ojos atónitos del cliente ocasional. Los sándwich son ejemplares. Y cuando pensamos que nada más es posible nos asalta el olor del café: la sacrosanta “colaíta” nacional.

Digamos que su identidad se basa en la combinación del rojo y el amarillo. No hay que prestar demasiada atención a la tipografía, que es de lo más vulgarita. Manuscrita, en altas y en cursivas. Pero perfecta para el espíritu del lugar. No va presumiendo el Palacio de manteles de hilo y cubertería de plata. Tampoco de capitulares romanas. Es la gama cromática lo que lo distingue a pesar de que la comparte con un porciento enorme de los negocios de comida rápida. McDonald’s por ejemplo, Burger King, Pizza Hut, sin el amarillo: KFC. Sin el rojo: Subway. Mostaza, cátsup. Un mango maduro, una papaya. El rojo y el amarillo es lo que nos ha parecido comestible desde que bajamos del árbol para inmediatamente volver a subir a degustar las suculentas frutas de la creación.

Sorprende entonces tamaña generosidad cromática. El amarillo es casi hemorrágico, surcado de bandas rojas. No tarda nada nuestra percepción en inventarse un naranja por la simple combinación de ambos tonos. Y el anaranjado de la naranja es como el jugo por excelencia. El que imaginamos al despertar, tanto en un vasito plástico como en una copa Riedel.

Hoy día tengo la suerte de tropezármelo un par de veces diarias —ya son una decena o más. Me abruma un tanto la saturada calidez de sus pigmentos. Es como bordear una fruta tropical descomunal que se calienta al sol en una esquina. Minutos después aún bailan estrellas de colores en el fondo de los ojos. Y recordamos la última vez que pasamos por allí. Tan reciente como la semana pasada. El común de los mortales lo visita un par de veces al mes como mínimo. Porque además de que su comida es lo más sabroso que se puede imaginar, vemos esos quesos frescos blanquísimos, montones de mameyes, anones, zapotes, lo que sea.

¿Qué más decir de la corte de los Jugos? Si se me permite, volver a ponderar sus chicharrones.

Chicharrones de El Palacio de los Jugos.

Porque son divinos. Su corteza dorada y crujiente, la carne suave, la grasa que gotea y desgracia camisas y pantalones de hilo. He leído que famosos cocineros internacionales han pasado por allí de incógnitos para llorar con un cartucho de chicharrones en las piernas. Estamos convencidos como cubanos de que el chicharrón es un invento patrio. Patrimonio. Un producto tan lujurioso como despampanante una mulata santiaguera en su prime. De reojo, si veo una cantidad agobiante de pintura roja y amarilla, empiezo a salivar y recuerdo la brisa y la palma y me digo que quizás mañana o quizás más tarde pase por allí a ver si hay algo que me guste.

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