Manejándole a Santa Claus

De cuando un inmigrante indocumentado se apunta voluntariamente para alegrar a niños enfermos en Navidad.

Foto: Pxhere.

El miércoles Santa Claus entró en mi carro. Se sentó a mi lado y me pidió ayuda. No había pedido el servicio de Uber, de modo que si estoy en horario de Uber no debo prestarle servicio. Pero Santa es Santa y yo nunca lo tuve sentado a mi lado. Entonces descolgué los distintivos de Uber y le pregunté en qué podía servirlo.

Me explicó más o menos  lo siguiente: se había quedado dormido (no me pregunten por qué la gente en este batey llamado Miami se queda dormida en los momentos menos oportunos) y tenía que ir de urgencia a un hospital porque lo esperaban muchos niños necesitados de su presencia. Y apuntó hacia la acera donde estaban varias cajas. Parecían pesadas y en efecto lo eran. Descubrí después que estaban llenas de juguetes. Modestos, pero juguetes.

Lo miré y recuerdo haber pensado: «Rui, con esto de Uber has sido guía turístico de cementerios, celestino y ahora ¿ayudante de Santa?». Me sentí como un venado cabalgando por los cielos. Le dije: «claro, vamos al hospital». ¿Cuál? Fue el Baptist, que parece un hotel y tiene un programa de Navidad muy bien diseñado. He asistido a varias de sus fiestas de Navidad y, la verdad, siempre logran que llore. Y… ahí, eeeeehh… le dije al carro (como si fuera una cuadrilla de venados) y para allá arrancamos.

Durante el camino la conversación fue conmovedora. Santa se llama Joaquín. Peruano, desempleado, inmigrante indocumentado y desprendido, como los peruanos. Por eso una agencia de distribución de ofertas de caridad lo contrató para ser Santa. O Papá Noel (en portugués: Pai Natal).

Me contó que durante los once años que lleva viviendo en Miami, ni uno solo ha dejado de ser Santa. Lo asume como un deber porque sigue creyendo que uno de estos días «me voy a poder legalizar» y «tener un trabajo seguro». Tiene razón, pienso: ¿a quién se le ocurre negarle un trabajo a Santa Claus?

Me cuenta que este entretenimiento navideño no lo ve como un trabajo. «Los niños que están en los hospitales en Navidad sufren mucho», me dice. Y lo que refiere enseguida es como para poner los pelos de punta: «He visto niños y niñas que pasan la Navidad solos, sus padres ni los vienen a ver. Solo les queda gente como yo o las enfermeras. Muchas sacrifican su Navidad familiar para quedarse con los niños y niñas que están solos. Nadie parece darse cuenta de eso, pero es una realidad».

Le creo. Hay todo tipo de porquería en la viña del Señor. Seres miserables que no tienen disculpa, justificación. Por eso a Joaquín ya lo considero un amigo. El es Santa y yo su fiel escudero. Mejor, el tipo a cargo de los venados que llevan los regalos a los niños.

Al llegar al hospital fue como si encontráramos una dimensión diferente. Los niños recibieron a Santa como se merece, como el símbolo de la fecha más bonita del año. Algunos de ellos –es la realidad–, quizás no estén ahí el próximo año. Pero este tuvieron la realidad de ver a Santa, de recibir un regalo y de honrarnos a nosotros, los venados, viendo cómo les brillaban los ojos.

Terminada la jornada, por supuesto no le cobré nada a Joaquín. De hecho, terminamos comiendo una pizza tarde en la noche que él pagó. Fue mi mejor regalo de Navidad de siempre. Uno de Santa. Nos despedimos, nos deseamos suerte y una Feliz Navidad.

¡Feliz Navidad a todos!

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