Los lemas “Esta tierra es nuestra” o el más radical “Tierra o sangre”, en todas las épocas, culturas y civilizaciones acompañaron intensas luchas. No se trata sólo de la posesión, propiedad o legado, sino del arraigo.
“El amor, madre a la patria, no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas; es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”, escribió en Abdala José Martí, una de las voces más altas de la cultura y el independentismo iberoamericano.
Desde los primeros compases, la guerra por elección desatada entre Rusia y Ucrania, más exactamente entre la OTAN (incluido Estados Unidos) y Rusia, recordó un anacronismo porque se trata de apetencias territoriales y de violaciones a la Carta de la ONU, el más cabal consenso alcanzado por la humanidad.
La Carta resume el respeto a la igualdad soberana de los estados, la soberanía nacional e integridad territorial y la solución pacífica de los conflictos. Ninguno de esos consensos fue observado.
Es cierto que tal cosa había ocurrido antes y probablemente suceda en el futuro, pero que, en clave de confrontación, intervengan en ello cuatro de cinco potencias nucleares, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, encargados por la Carta de mantener el orden internacional, más que paradójico, ha sido catastrófico.
Al involucrar a treinta países de Europa, escenario fatal de las dos guerras mundiales, esa contienda ha provocado un retroceso civilizatorio.
Tanto en términos políticos como militares y diplomáticos, la guerra en Ucrania es un anacronismo.
Las premisas fueron la provocación a Rusia al intentar aproximar la OTAN a sus fronteras, así como romper preceptos de la Carta de la ONU e invadir a un país. Se trata de prácticas trascendidas o, como con fineza femenina comentó una dama: “Modos de hacer política de mal gusto”. La conquista de territorios subraya esa percepción.
Los occidentales, tanto en la escuela como en las lecturas extracurriculares, crecen admirando a personalidades relevantes, entre cuyos méritos suman el título de “conquistadores”.
Se trató de líderes que, por medio de las armas, sumaron y subordinaron territorios y personas a sus imperios: Alejandro Magno, César, Ciro el Grande, Gengis Kan, Ramsés, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, así como una miríada de reyes, emperadores, faraones, cruzados y papas añadían a sus hazañas la de conquistadores, cosa que no los ennoblece, sino que los degrada.
Pocas cosas son más constantes en la historia europea que las guerras y las conquistas. Previo a la partida de Cristóbal Colón en 1492, los monarcas españoles acordaron con él las Capitulaciones de Santa Fe, por las cuales se le nombró almirante de mares que no se conocían y virrey de tierras entonces ignotas, sobre las cuales, obviamente, no tenían derechos ni autoridad.
Poco después, el papa de turno emitió las Bulas Alejandrinas, mediante las cuales se otorgaban a los reyes de España y Portugal el derecho a conquistar y evangelizar América. Al siguiente año, en 1494, los reyes de España y Portugal, en Tordesillas, ante un globo terráqueo, trazaron una raya longitudinal de norte a sur y los territorios, según estuvieran a la derecha o a la izquierda de la línea imaginaria, pertenecerían a España o a Portugal.
Así llegaron a América, donde protagonizaron el primer reparto del mundo a cuenta de los pueblos originarios a quienes no solo se les arrebató la tierra, sino también la libertad, cosa que casi siempre andan juntas.
El otro reparto, también europeo, tuvo lugar en la zaga de la II Guerra Mundial cuando Lenin, para ponerle fin por separado a la guerra, firmó el tratado de Brest-Litovsk, mediante el cual, a cambio de la paz, entregó a Alemania inmensos territorios, entre ellos Polonia, Ucrania, Estonia, Letonia, Lituania, Finlandia y otros, algunos de los cuales, al concluir la guerra y anularse el tratado, alcanzaron la independencia.
No recuerdo otro trueque mayor de paz por territorio, el cual se realizó no solo contra la opinión de otros contendientes, sino de la élite bolchevique que estuvo en contra y finalmente cedió por lealtad más que por convicción. El tratado fue de corta duración. La historia le dio la razón al único estadista bolchevique que fue también un líder.
En aquella saga desaparecieron tres imperios: otomano, ruso y austro-húngaro, y surgieron varios países entre ellos, Yugoslavia y Checoslovaquia, mientras Austria y Hungría se independizaron. De los restos del Imperio otomano, gracias a una magnífica revolución, surgió la Turquía moderna.
En Oriente Medio, las potencias vencedoras, Francia e Inglaterra entre ellas, se sirvieron con cuchara grande, apoderándose de prácticamente todo aquel inmenso espacio.
Donald Trump, el más polémico de los presidentes estadounidenses, con discutibles métodos de gobernar, basados en el ejercicio autoritario del poder que excluye las consultas y los consensos, ha convocado en solitario a Rusia para negociar la paz en Ucrania, para lo cual, como hacen los caudillos, ignora la otredad.
En lo que fue música para sus oídos, el presidente Trump llamó por teléfono a Putin de Rusia, a quien convocó para trabajar por el fin de la guerra, accediendo a tres demandas: Ucrania no será parte de la OTAN, Rusia incorporará los territorios que desea y no habrá militares estadounidenses en Ucrania, todo ello sin hacer ni siquiera un guiño a ningún estado europeo, a la OTAN ni a la Unión Europea.
De este modo, a solas los dos, desde temprano, Trump teje lo que puede ser un punto favorable de su legado que puede ser nefasto y acaba con una matanza estúpida, mientras Putin pone fin a una aventura que probablemente no le aporte gloria.
Al parecer, la suerte está echada. Levanto la mano a favor. No importa cómo se alcance la paz porque: “La paz, dijo Mandela, no es un camino, es el camino”. Allá nos vemos.
*Este texto fue publicado originalmente en el diario ¡Por esto! Se reproduce con la autorización expresa de su autor.